Marjorie y el libertino reformado (Los secretos de los aristócratas 4)

Marian Arpa

Fragmento

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Prólogo

Maximilian Lougthy viajaba por el continente e iba dejando tras de sí un buen número de corazones rotos. Era un libertino sin escrúpulos que seducía a todas las féminas y las dejaba en cuanto ellas lo miraban con algo parecido al amor. No creía en ese sentimiento; sin embargo, se aprovechaba de él, las lisonjeaba y les decía lo que ellas querían escuchar, hasta que conseguía sus propósitos que no eran otros que llevárselas a la cama. Una vez que había logrado acostarse con ellas, ya no le representaban ningún desafío y sus ojos se volvían hacia otra.

En esos años, se vio envuelto en distintos encuentros en el campo del honor, que por suerte para él, se saldaban con la primera gota de sangre, y nadie había muerto en ellos. Las cicatrices que lucía de esos duelos eran como trofeos para él.

Se había ido de Inglaterra al dejar embarazada a una muchacha que bebía los vientos por él. Aún recordaba la cara de la damita cuando le dijo que no estaba preparado para ser padre, que nunca había entrado en sus planes, y se marchó sin mirar atrás.

De eso ya habían pasado veinticinco años. Con el tiempo, había terminado en París, donde había establecido su residencia. Su padre dejó de pasarle fondos y se vio en la necesidad de casarse con una heredera para poder seguir con su ritmo de vida.

Allí, una señorita lo había cautivado y él aprovechó la ocasión. Se casó con ella, a pesar de ser contrario al matrimonio, y de que la familia de ella no lo veía con buenos ojos. De esa unión había nacido un hijo, Julius, que, a sus veintidós años, se veía que seguía los pasos de su padre. Era una preocupación para su madre, Evangeline, mientras que era un orgullo para él. A su corta edad ya había participado en varios duelos, y no era extraño que padre e hijo salieran de cacería, como ellos decían, juntos.

En varias ocasiones se encontraron en los mismos burdeles o elogiando a las mismas damas en alguna soirée.

Evangeline se avergonzaba de ambos, eran la comidilla de la sociedad; y una mañana preparó sus baúles y se fue de París. Maximilian visitó a sus suegros esperando encontrarla allí, pero estos se mostraron consternados al enterarse de la desaparición de su hija. Él recorrió las propiedades de la familia, maldiciendo a aquella mujer que le ocasionaba tantos trastornos, cuando la encontrara la ataría en corto. Sin embargo, ella supo ocultarse y nunca la halló. Los fondos de los que disponía y gastaba a manos llenas muy pronto se terminaron y los padres de Evangeline se negaron a seguir costeando sus vicios.

Había llegado el momento de volver a Inglaterra, allí tenía propiedades y era el vizconde de Valentine. Como no había tenido contacto con sus ancianos padres, los condes de Hamilton, supuso que habrían muerto, que llegaría allí y sería dueño de todo. El azar quiso que nada de eso se hubiese cumplido. Cuando llegaron a Valentine House, su residencia en Londres, el mayordomo le informó que los condes de Hamilton vivían en su propiedad campestre y que iban a Londres en contadas ocasiones.

Maximilian maldijo su suerte. Estaba sin una libra y tenía que visitar a su padre, el conde, que se había hecho cargo de las propiedades que iban con su título cuando él se fue. Ya se imaginaba que el encuentro no sería muy agradable.

—Tenemos que ir a ver a tus abuelos, Julius.

—Ve tú, yo voy a ir a Hyde Park, por allí se pasean muchas monadas a las que echarles el lazo.

Él miró a su hijo frunciendo el ceño.

—Primero haremos una visita a Hamilton House. Si quieres que esas «monadas», tal como las llamas, te tengan en cuenta, me acompañarás. ¿Cómo te crees que reaccionarán si se enteran de que tienes la bolsa vacía? Tendrás que presentarte ante los condes como un nieto amoroso o nunca tendrás ninguna oportunidad con ellas.

—No pretendo casarme con ellas por ser el nieto de los condes de Hamilton, tú ya sabes lo que yo quiero.

Él estaba exasperado.

—Si no te presentas como hijo o nieto de... ni siquiera te van a mirar. La aristocracia inglesa te cerrará todas las puertas.

Julius soltó un resoplido muy poco refinado.

—Ya les enseñaré yo a esas damitas lo que es un caballero francés.

—Tendrás cuidado con ellas si no quieres verte obligado a abandonar el país como me sucedió a mí. O que te den la espalda y te veas obligado a vivir en el campo, alejado de todos esos placeres a los que no les haces ascos —le advirtió Maximilian—. Créeme, aquí los nobles es muy posible que no se conformen con herirte. Habrá más de uno que pedirá tu cabeza a cambio de una ofensa.

—Tienes muy poca fe en mi destreza.

—No se trata de eso, pero si matas a alguno es posible que termines en la cárcel, los duelos están prohibidos.

—¡Maldita sea! ¿Dónde diablos me has traído?

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Capítulo 1

Marjorie Tumber estaba preparando sus baúles para trasladarse a la mansión de Derek Carlington, el marqués de Whinsthrop, en Londres, su recién descubierto hermano.

Su madre, la marquesa viuda, había insistido hasta que la convenció, pues ella era reacia a ese cambio tan grande en su vida. Además, su presencia entre la alta sociedad iba a desencadenar un escándalo de mayores dimensiones que el que se originó cuando su medio hermano se casó con Violet, una sombrerera, de la cual se enamoró perdidamente.

Los aristócratas hablaron de ello durante semanas, pues el marqués no se casó con una desconocida, lo hizo con la mujer que había confeccionado sombreros para buena parte de las damas de alcurnia, con lo que era conocida por la mayoría de ellas.

Violet se había negado a casarse con él por el escándalo, a pesar de estar tan enamorada o más del marqués, pero él venció todos los obstáculos y excusas que ella le ponía hasta que obtuvo el sí que deseaba.

—Señora Cullimore —dijo al ama de llaves de la escuela de señoritas en la que trabajaba, que entraba en su habitación con un servicio de té—. Es usted un ángel.

—No digas tonterías, niña, se te ve en la cara que estás agotada. Sentémonos un rato, luego yo te ayudo.

—Tiene razón, necesito un descanso.

La cama y las sillas estaban llenas de prendas para doblar y poner en los baúles.

Las dos se sentaron y Marjorie sirvió el té.

—Nos vas a echar de menos, ¿verdad? —La mujer la miraba con una sonrisa triste.

—Me da la impresión de que voy a arrepentirme de lo que estoy a punto de hacer.

De repente, unos golpecitos en la puerta las alertaron y ella abrió la puerta; era la señora Evenson, la directora de la escuela. Esta levantó una ceja al ver al ama de llaves.

—Señora Evenson, la niña cree que se va a arrepentir.

—¿Es eso cierto, Marjorie?

Ella asintió, había crecido en un orfanato cerca

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