Capítulo 1
La mudanza
Siempre he pensado que las mudanzas son algo tedioso y aburrido que hace aflorar lo peor de cada persona. Es un acto monótono y poco agradable desde mi punto de vista; debe de ser porque a mis treinta y tantos llevo en mi haber bastantes.
Lo único bueno que saco de todo esto es que, cada vez que me mudo, hago limpieza; tiro, dono o regalo cosas que ya no utilizo, sobre todo, ropa. Así no acumulo objetos innecesarios, más que nada porque cada vez que me cambio de hogar lo hago a un lugar más pequeño.
En este caso en particular es diferente. Estoy en el piso en el que he vivido desde que era pequeña, en la casa que compartí con mis padres y hermanos hasta que decidí volar sola, pensando que nada podría pararme.
Nada más lejos de la realidad; de hecho, he tenido que volver en varias ocasiones al seno familiar, el tiempo necesario para recuperarme del golpe certero que en ese momento la vida quisiera asestarme. He vuelto por una relación rota, por falta de trabajo, por necesidades de mi padre... Varios han sido los motivos, y puedo asegurar que nunca han sido agradables.
Vivíamos en un piso no demasiado grande, en un barrio obrero como el que puede haber en cualquier ciudad española. Una familia tradicional, formada por mis padres y su prole, es decir, mis hermanos y yo.
Mi madre murió cuando yo era demasiado pequeña, en una edad bastante comprometida para ser mujer, los doce años. Todo eso supuso que mi padre tuviera que hacerse cargo de una adolescente bastante rebelde e inconformista, además de atender a mi hermano mayor con sus catorce años y a mi hermana pequeña con nueve.
Reconozco que no tuvo que ser fácil para él. De hecho, apenas lo veíamos; se pasaba trabajando casi todo el tiempo en una empresa dedicada a la pintura y, cuando terminaba su turno, hacía sus chapucillas por ahí.
Nos tuvimos que buscar pronto las habichuelas, por eso creo que a ninguno de nosotros nos costó demasiado volar del nido. Mi hermano mayor tiene un buen puesto en una empresa farmacéutica y, al igual que mi padre, no hace más que trabajar; para mantener el estatus social en el que se mueve, tiene que invertir muchas horas y su consiguiente dinero.
Su mujer es la que administra todo su capital y, acorde a lo que veo, su vida es digna de las más altas esferas. Creo que es más apariencia que realidad, pero allá ellos. Ya no me preocupo por cómo vive su vida mi hermano y su familia. Bastante tengo yo con la mía.
Mi hermana pequeña es propietaria de una peluquería y, por ser ella la dueña, es la primera que entra y la última que se va. A trabajadores no nos gana nadie. Yo soy la que lleva una trayectoria laboral más caótica, he trabajado casi de todo; mi currículum tiene más líneas que la Biblia. En muchos casos no ha sido culpa mía; contrato de obra y servicio, cubrir vacaciones, «Eres muy buena, pero...». Lo de siempre. Ya solo con ver la cara del jefe, sé de qué palo va. Lo que decía: que lo mismo he trabajado de dependienta que en un bar poniendo desayunos a las seis de la mañana a camioneros somnolientos, limpiado oficinas, cuidando niños y ancianos...
Mi último trabajo es el más estable de los últimos tiempos. Estoy en una residencia de ancianos, llevo año y medio y, aunque empecé recelosa porque creía no encajar allí, ahora me encuentro bastante integrada y me gusta mi trabajo.
Miro a mi alrededor y no sé ni por dónde empezar. No hace tanto que he estado aquí, sin embargo, ahora veo todo diferente. Es como que me he trasladado a otra época, más antigua; observo un escenario destartalado, algo fuera de este siglo... Es una sensación extraña.
El casero me ha comentado que le urge que desalojemos cuanto antes el piso, quiere meterse en obras y volverlo a alquilar. Entiendo su apuro ya que, en cuanto ponga en alquiler de nuevo el piso, se lo quitarán de las manos y cobrará cinco veces más de lo que pagaba mi padre.
El motivo por el que mi padre ha tenido que abandonar su casa ha sido su enfermedad. Sufre demencia senil y en los últimos tiempos ha tenido varios percances que hacían inviable que estuviera solo. La decisión que he tomado, ya que mis hermanos se han desentendido bastante y todo les parece bien mientras no afecte a su vida, ha sido internarlo en una residencia. Al estar metida en este mundo, he podido gestionarlo de forma más rápida y, gracias a la directora del centro donde yo trabajo, he podido tener ciertos privilegios. Es triste decirlo, pero es así.
Mi padre está muy bien atendido. Me gustaría que, en un futuro no muy lejano, fuera al lugar donde yo trabajo, pero ese trámite aún tendrá que esperar; debo unos cuantos favores y no puedo pedir más de momento. El objetivo que tengo es terminar cuanto antes la mudanza y así ir cerrando los frentes que se me van abriendo.
Temo que, de todo lo que hay aquí, poco o nada es reutilizable. He venido cargada de bolsas y cajas para ir clasificando lo que puede tener una segunda vida o tirarlo directamente. No tengo ni la menor idea de por dónde empezar.
Me vienen a la cabeza momentos vividos con mis padres en el salón —la mañana de Reyes, por ejemplo—, o las peleas con mis hermanos por ocupar el extremo izquierdo del tresillo porque desde ahí se veía mejor la televisión.
No quiero emocionarme, tengo que ir avanzando, aunque la avalancha de recuerdos es arrolladora. Entro a trabajar a las tres de la tarde y tengo cinco días para hacer la mudanza, no puedo perder el tiempo. He pedido ayuda a mis hermanos; Jacobo me ha dicho que el fin de semana viene a echarme una mano, pero pocas horas, y mi hermana Esmeralda lo tiene complicado porque solo podría el domingo, que es cuando ella descansa y tengo que entregar las llaves.
Me dirijo directa a la habitación de mis padres. Abro el armario y me sorprendo al ver que aún hay ropa de mi madre en él, después de más de veinte años de su fallecimiento. No me lo pienso, voy descolgando perchas y doblando la ropa que allí encuentro y la meto en una bolsa; todo está bastante bien, pasado de moda, pero está en buen estado. En la parroquia supongo que lo recogerán y podrán darle un segundo uso.
El trago más duro surge cuando hallo los álbumes de fotos que mi madre guardaba y que recuerdo haber visto tantas y tantas veces con mis hermanos. No se me olvidará jamás esa estampa: mi madre en el medio del tresillo, rodeada de todos nosotros, explicándonos dónde estaba tomada esa fotografía o quiénes aparecían en ellas. Las que más me gustaban eran la de la boda de mis padres. Ella nos hablaba de los familiares que salían en cada instantánea, familiares que no creo haber visto después.
No puedo contener las lágrimas al abrir el álbum de tapas de cuero marrón y letras doradas en las que se lee: fotos. Es un trago duro y, a la vez, emocionante. Estos recuerdos me los llevaré a mi casa. No contaba con tener que acumular objetos, pero no puedo tirarlo sin más; además, puede que a mi padre le haga rememorar ciertos momentos de su vida si se lo muestro.
***
Me voy de casa de mis padres con una caja bajo el brazo y una bolsa de basura de tamaño comunidad para entregarla en la iglesia. No he hablado con el cura, pero entiendo que, si todo sigue igual a como cuando yo vivía aquí, recogerán ropa y calzado para los más desfavorecidos.
Meto la caja de cartón con los álbumes de fotos y alguna joya que he encontrado, baratijas, un reloj que perteneció a mi padre y unos pendientes de mi madre, y me dirijo a la iglesia. Hace más de veinte años que no piso una y el aroma que se respira es el mismo que recordaba: mezcla de humo de velas, incienso y madera carcomida. Es un ambiente denso que me provoca una sensación de decadencia.
Esta no es una iglesia de las más antiguas, pero tampoco es moderna y diáfana, como las que se suelen diseñar en la actualidad. Hay un par de personas mayores rezando y no observo a nadie más. Me dirijo hacia la sacristía, espero encontrarme a alguien a quien dejar la bolsa; está a punto de rasgarse.
—Hola, buenos días —saludo elevando la voz, lo que rompe el silencio que impera en el santo lugar.
—Buenos días —contesta una voz que parece que le cuesta salir del cuerpo de su dueño.
—Buenos días, don...
Dudo, ya que creo que este cura es el que yo recuerdo, pero de repente olvidé su nombre.
—Servando —confirma el anciano al aproximarse a mí, me escruta con su mirada intentando reconocerme; es poco probable que lo haga.
—Don Servando —afirmo y me cercioro de que este mismo hombre fue el que me dio la primera comunión, me ha confesado en innumerables ocasiones y me enseñó algunas canciones en el coro parroquial—. He traído ropa usada, no sé si seguirán recogiéndola para los más necesitados —añado tras los recuerdos que han vuelto a mi cabeza.
Parece que este hombre lleva toda la vida aquí. Si ya aparentaba ser mayor cuando era una adolescente, debe de estar cerca de los noventa años.
—Siempre estamos abiertos a ayudar; toda ayuda, sea de la forma que sea, es poca —dice el anciano, que se acerca a mí de forma lenta.
—De acuerdo, en estos días traeré algo más —confirmo al tiempo que deposito la gran bolsa en un rincón de la sacristía, donde él me indica con su mano temblorosa.
—Muchas gracias, hija. Todo lo que nos traigas para ayudar es de agradecer —añade carraspeando.
—Tengo que irme —contesto tras abandonar la zona de almacenaje de la sacristía.
—Ve, hija, siempre serás bienvenida —musita con la voz cada vez más apagada.
Salgo de allí rápidamente; el hablar con don Servando me ha llevado más tiempo del que pensé. Este hombre está demasiado mayor para llevar una conversación fluida; desde que decía una palabra hasta la siguiente, tardaba unos cuantos segundos.
Está bastante apagado, algo lógico por otra parte. Ha estado muchos años en esta parroquia; yo lo conozco desde siempre, y supongo que debería estar jubilado desde hace unos cuantos años. Son demasiados ejerciendo su profesión aunque, por otra parte, ¿qué más puede hacer? Pasear, leer el periódico, tomar un café... Si toda su vida se ha dedicado a ayudar a los demás, supongo que será difícil dejar de hacerlo.
Llego a mi casa, al piso que comparto con otra compañera, como algo rápido y me voy a trabajar.
Capítulo 2
Planes y propósitos
De nuevo vuelvo al piso de mis padres. Esta vez, con más energías que el día anterior. El hecho de saber que puedo dejar la ropa en la iglesia me alivia bastante. Supongo que también aceptarán mantas y toallas, así que no me lo pienso y voy avanzando poco a poco.
La ropa de mi madre ya tendrá un segundo uso, con la de mi padre pasará lo mismo. He rescatado alguna cosilla que le vendrá bien para la residencia y el resto lo dono de igual manera.
Es el turno de mi habitación. La compartía con Esmeralda, pero dudo que haya algo suyo. Cuando decidió irse de casa, recuerdo que fue un drama para mi padre; ella es la pequeña y le costó. Pero mi hermana lo tuvo muy claro y, si su deseo era marcharse, no volvería. Lo cumplió, no como en mi caso. Durante aquella época yo había regresado porque me quedé sin trabajo.
Abro mi armario y, efectivamente, no hay nada suyo; sí que hay ropa mía, de otras épocas. Miro las diferentes prendas y no puedo evitar reír. En su momento sería de lo más moderno, sin embargo, ahora me parece ridículo.
Sin pensar demasiado repito la misma operación del día anterior. Ya tengo dos bolsones grandes entre lo que he sacado de la habitación matrimonial y de la mía.
Sigo revisando los armarios y cuál es mi sorpresa cuando localizo una caja de bombones metálica con un dibujo impreso de unos gatitos que juegan con un ovillo de lana rojo. Es verla y reconocer que era ahí donde yo guardaba mis más profundos secretos. Le pedí a mi padre que le hiciera un agujero en la tapa y otro en la caja para poder poner un pequeño candado, así tenía mayor intimidad.
En más de una ocasión, mi hermano había abierto la caja, no porque le interesara lo más mínimo lo que guardaba, más bien por molestar; con la consiguiente pelea y bronca y, por supuesto, conmigo llorando sobre la cama, maldiciendo a todos los hermanos mayores del mundo y al peor, el mío. En esos momentos mi hermana siempre me consolaba, se ponía a mi lado y me acariciaba la cabeza, que no hacía más que temblar. Ella no entendía el por qué de mi histerismo y dramatismo, pero con catorce años estos hechos te afectan demasiado.
Busco en la cocina algo para romper el candado, creo que con un cuchillo podré hacer palanca y quitarlo sin problema. Tengo curiosidad por saber qué guardaba con tanto recelo. Posiblemente me parezca una tontería, sin embargo, estoy nerviosa.
Ha resultado fácil: con forzar un poquito el candado, este ha cedido. Cualquiera podría haber husmeado en mis secretos. Abro la tapadera y sonrío. A primera vista hay cartas y papelitos, lo típico. Me siento en la cama, quiero disfrutar de mi adolescencia de nuevo revisando cada objeto que me voy encontrando.
Un trozo de papel de cuaderno lo desdoblo y leo: «A Tamara le gusta Alberto». No puedo evitar la carcajada. Era cierto, Alberto me tenía loca en el instituto, a mí y al resto de las chicas de la clase.
Dejo el papel sobre la cama y prosigo fisgoneando entre mis recuerdos. Abro una carta, era de mi amiga Nieves, la leo con interés. Me relataba sus vacaciones en Alica