Capítulo 1
Fiona Kelly, una joven de veinte años, alta y muy atractiva, sonrió al pequeño Mike Peterson.
—Desde luego —le dijo, haciendo que la luz de aquel gesto llegase a sus grandes ojos verdes, del color de los bosques de su Irlanda natal. Fiona era una joven de tonos intensos. Piel de alabastro, ojos vivaces y cabello de un rojo fogoso, no de aquel naranja desvaído tan frecuente. Lo llevaba recogido en un rodete de aire casual que le sentaba muy bien—. Por eso, si vives en Elizabethtown, yo seré tu maestra.
Cada vez que lo decía se llenaba de regocijo. Aquel empleo le había venido como anillo al dedo, justo cuando ya se le acababan los últimos ahorros que había traído de Irlanda. Su idea inicial, al llegar a América y comprobar que no le gustaba el Este, había sido la de seguir hasta California, donde todo el mundo decía que la vida era tan hermosa como su mar y su cielo, siempre soleado.
Pero, demonios, cómo dejar pasar tal ocasión.
Elizabethtown podía ser una ciudad pequeñita, o quizá un pueblo grande, nadie acababa de ponerse de acuerdo al respecto. Y podía estar perdida en la inmensidad de Kansas, una tierra de grandes llanuras, raramente salpicadas por abruptas zonas rocosas de la que todavía no tenía una opinión concreta. Pero, si algo le había quedado claro a Fiona, era que a su alcalde, el señor Hazard, le importaba mucho la educación de sus ciudadanos más pequeños.
Por eso, el puesto de maestra ofrecía un buen sueldo y una casita que le habían descrito como «encantadora», en la parte de atrás de la escuela. Hasta el momento, ninguna de sus predecesoras había tenido queja al respecto; de hecho, en su carta, el señor Hazard le había informado de que todas lo habían dejado siempre para casarse, no porque no estuviesen contentas.
Dejarlo para casarse... Su tonto lado romántico suspiraba por algo así, pero Fiona lo mantenía bajo control, sobre todo tras lo ocurrido en Irlanda, con el capitán Davies. Y eso que el matrimonio era una opción clara para cualquier mujer. A ella, por ejemplo, le gustaban los niños, pero no tenía mayor vocación de maestra. Hubiese preferido, con mucho, tener una casita junto a un bonito lago, con un pequeño huerto, en la que formar una familia. Trabajar la tierra, pasear por el bosque, pescar...
—¡Hala! —exclamó Mike, a su lado. Era un niño encantador, moreno, de grandes ojos castaños. Tenía diez años y no sonreía mucho; de hecho, parecía tan apagado como su madre, una mujer de modales amables y gesto siempre afligido. Pero, tras varias horas viajando juntos, había conseguido animarlo un poco—. ¡Lo que voy a presumir ante los demás niños de haber viajado con la nueva maestra!
—Ya veremos —dijo el padre. Al ver que había atraído la mirada de Fiona, escupió a un lado y agitó las riendas del triste jamelgo que arrastraba el triste carro. Todo triste. Posesiones apropiadas para aquel hombre odioso—. Todavía no he decidido si voy a permitir que vayas a la escuela, jovencito. Lo que tú tienes que hacer es ayudarme con la granja, y un campesino no necesita perder el tiempo aprendiendo tonterías.
Fiona apretó los labios para no responder como hubiese hecho en Irlanda, de un modo franco, directo y sin preocuparse lo más mínimo por los modales. Comportarse como una auténtica señora era una práctica que había decidido llevar a cabo desde que llegó a ese nuevo país.
Necesitaba iniciar una nueva vida, se recordaba de continuo. La anterior se había roto.
Por suerte, encajar allí le estaba resultando más sencillo de lo que había esperado. Al fin y al cabo, en América las cosas se le habían puesto difíciles, pero no tanto. Todavía no había tenido que lidiar con el hambre, con leyes injustas y con hombres tan infames como el capitán Davies.
Pensar en él le produjo un fuerte estremecimiento. Había llegado a la zona en la que estaba su pequeña aldea como la mayor parte de aquellos malditos invasores, los ingleses, con la intención de convertirlo todo en su dominio feudal. Escudándose en su posición de poder, torturaba y ultrajaba a capricho a cuantos lo rodeaban.
También, cómo no, disfrutaba de todas las jóvenes que le apetecían, por lo general sin demasiada oposición, porque, aunque era feo como un demonio, también inspiraba el pánico capaz de paralizar a cualquier muchacha.
«Excepto a Fiona Kelly, maldito bellaco», pensó, enojada, deseando poder volver a romperle el jarrón en la cabeza.
Jamás, jamás se doblegaría, y menos ante un gusano como ese. En su familia, se decía que los Kelly de Gleann Deas llevaban en sus venas la sangre del último de los ocupantes del trono de Tara, la colina situada en el condado de Meath, desde donde una legendaria sucesión de jefes supremos había controlado las voluntades de los cien reyes de Irlanda.
El enfrentamiento con distintos pueblos invasores, en especial con los ingleses, los había reducido a la miseria más absoluta: con la excusa de la religión, las Leyes Penales habían robado la propiedad y la prosperidad de las manos irlandesas. Ella, como la mayor parte de su pueblo, vivía como inquilina en la tierra que hubiese debido pertenecerle. Y en las peores condiciones posibles.
Por eso podían llegar hombres como Davies, amenazando y tomando cuanto deseaban, para masticarlo y luego escupirlo a un lado con desprecio. Fiona había sufrido su acoso durante meses y había luchado con encono por mantener las distancias.
Hasta que ya no fue posible seguir haciéndolo...
Medb Kelly sí que era una roca irlandesa. Cuando su nieta llegó a casa, alterada y llena de miedo por las consecuencias de lo que había hecho, le puso delante un petate que ya tenía listo, y una bolsita llena de dinero.
También le colocó en la mano el antiguo dije de oro, con forma de corazón, que se transmitían las mujeres de su familia desde hacía mil generaciones, tal como le había contado siempre. Seguramente era una exageración, o directamente un cuento entrañable. Fábulas, leyendas... qué más daba.
A ella siempre le había encantado escuchar ese relato. La unía con lazos inquebrantables a todas aquellas antepasadas que habían dejado su sangre y sus lágrimas, como fértiles marcas de arado, en la verde tierra irlandesa. Y también, cómo no, a las criaturas mágicas que habían poblado en tiempos remotos los bosques densos de su mundo.
«Cuimhnigh!», había grabado alguien, en la parte delantera del dije. Qué apropiado. En irlandés significaba «¡Recuerda!».
Ella jamás podría olvidar su tierra, sus gentes, su historia...
—Esto es todo lo que tenemos —le dijo su abuela—. Lo tenía preparado porque me temía algo así. Cógelo y vete. Vete cuanto antes.
—¿Adónde? —preguntó Fiona aturdida.
—A América. Eso está lo bastante lejos, y todo el mundo dice que es una tierra de oportunidades. Tú mereces la tuya, Fiona. Ve y cógela. Arráncala con uñas y dientes si es necesario, niña, pero hazla tuya.
Ella parpadeó.
—¿Y tú, abuela? ¿Qué vas a hacer? —Al verla dudar, sugirió—: ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Yo? ¿Tan lejos? —La anciana sonrió con tristeza—. Imposible. Estoy demasiado vieja, no soportaría el viaje en barco. Además, soy como las leyendas de I