La escandalosa propuesta de lady Hayben

Encarna Magín

Fragmento

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Capítulo 1

Giffod Castle, Essex, Inglaterra, otoño de 1821

La temporada social en Londres había terminado en agosto, y el otoño era la mejor fecha para casarse. Era tiempo de cosecha; las semillas, sembradas durante la primavera, daban sus frutos y auguraban a cualquier pareja un matrimonio fértil y feliz. En esa época, las familias pudientes viajaban a sus residencias campestres y no regresaban hasta enero, fecha en la que darían comienzo las sesiones del Parlamento; era el pistoletazo de salida para otra nueva temporada social.

Kassandra, la marquesa de Hayben, se miró en el espejo ataviada con su precioso vestido de novia, en un tono celeste, con un brillante brocado plateado que iluminaba su rostro de felicidad. Nunca llegó a imaginar que volvería a casarse; había cerrado la puerta al amor después de haber sufrido la traición de un hombre que ya había expulsado de sus pensamientos para siempre.

Detrás de ella estaba Helen, su amada cuñada, la duquesa de Giffod, esta no podía evitar que lágrimas de felicidad se derramaran por sus ojos grises. Kassandra se dio la vuelta y la abrazó.

—Oh, Helen, no llores, o si no, lo haré yo también.

Su cuñada se enjugó las lágrimas con su pañuelo, a pequeños toques.

—Lloro de felicidad —suspiró y meneó la cabeza—. Él te hará muy feliz.

—Lo sé, me ama y yo... —Hizo una pausa—. Yo lo amo con todo mi corazón.

Solo de pensar en lo mucho que adoraba a su futuro esposo se le quebraba la voz de la emoción.

—¿Te acuerdas de cómo empezó todo? —preguntó la duquesa, emocionada.

Kassandra se llevó las palmas de su mano a las mejillas, que notó arder de inmediato.

—¡Cómo olvidarlo!

Giffod Castle, Essex, Inglaterra, unos meses antes...

Kassandra, marquesa de Hayben, abrió el cajón de su tocador y agarró el relicario con la cadena rota, que contenía el retrato diminuto del rostro de su esposo Arthur. Lo apretó en su puño, en un gesto que mostraba frustración y decepción. A pesar de que hacía cinco años que había fallecido debido a que contrajo el sarampión, no superaba su traición. Había huido de Londres a fin de que su familia no se diese cuenta de su sufrimiento, que siempre disimulaba delante de ellos. Ni sus dos hijos ni el nacimiento de su sobrino, apenas hacía unos cinco meses, lograban mitigar esa espina dolorosa que tenía clavada en su corazón.

Por ello, y a pesar de que la temporada social en Londres estaba en pleno apogeo, se había tomado dos semanas de descanso. Y su escapada finalizaba en un par de días, cuando partiría a la ciudad de nuevo. Esperaba hacerlo con fuerzas renovadas, para poder lidiar con los cotilleos de las lenguas viperinas de la aristocracia. Podía afirmar sin equivocarse que la hubieran relegado al ostracismo si no hubiera sido por su hermano Ralf, séptimo duque de Giffod, la persona más influyente de la sociedad y de la Cámara de los Lores. Su palabra era ley, nadie que amara su posición se hubiera atrevido a hacerle a ella un mal comentario o gesto.

No obstante, lo que más le costaba sobrellevar era poner buena cara a los pretendientes que su hermano le presentaba en cenas que él y su cuñada organizaban. Detrás de los esfuerzos del duque había su deseo a que se volviera a enamorar, pero por más que le pedía a Ralf, una y otra vez, que dejara de buscarle marido, que no volvería a enamorarse nunca más, él insistía diciéndole que todavía era joven, y que una mujer con dos hijos no podía estar sola. Ella le contestaba que lo tenía a él y a su esposa Helen, con todo le rebatía diciéndole que por más que ellos estuvieran a su lado, el cariño y la protección de un buen esposo la mantendrían a salvo y la ayudarían a olvidar definitivamente a Arthur.

Sin embargo, ella no quería ser rescatada. Había aprendido que el amor no existía, una lección que le había dado la vida y que no olvidaría jamás. No soportaría que otro hombre la traicionara tan vilmente, y solo escudándose en su soledad impediría que la lastimaran.

De pronto sintió que le faltaba aire: era como si las paredes se le cayeran encima. Cogió un chal, que se colocó sobre los hombros, y salió de Giffod Castle. Pensó que dar un paseo por los maravillosos y estéticos jardines del castillo levantaría su espíritu. El ambiente era tibio, el ligero aire mecía los tirabuzones negros en su frente y sobre las orejas. El sol acariciaba el rostro blanco de la marquesa y no tardó en cubrir de color sus mejillas. Anduvo por entre los tulipanes y las rosas; se fijó en que las margaritas estaban preciosas, las mariposas revoloteaban sobre sus tupidos pétalos blancos. El zumbido de las abejas creaba una cándida melodía.

Llegó hasta el pequeño estanque, las ranas saltaban entre los nenúfares, también había una pareja de patos que nada más verla levantaron el vuelo, asustados. Allí fue donde Arthur, marqués de Hayben, se había declarado y le había pedido matrimonio. Las lágrimas salieron con brío por sus ojos grises y necesitó esconderse de la rebosante felicidad que mostraban los jardines en esa época del año. La primavera era una época feliz, idónea para el amor, pero ella estaba lejos de esos sentimientos. Echó a correr como si el mismo diablo la persiguiera, tan deprisa que no escuchó que un caballo con su jinete se acercaba a la suntuosa escalinata por la que se accedía al majestuoso Giffod Castle.

—Buenos días —saludó el desconocido.

La voz profunda provocó que Kassandra se detuviera a los pies de la escalera, giró la cabeza, y, a través de las lágrimas, percibió la silueta borrosa de un hombre que había desmontando y se acercaba a ella. Lo observó, y por un instante creyó estar en altamar a punto de ser capturada por un pirata. Se olvidó de respirar y mantuvo los ojos bien abiertos. En realidad, no sabía muy bien qué esperar de un hombre que emanaba peligro por cada poro de su piel. Era tan corpulento y alto como su hermano Ralf, pensó que con poco esfuerzo podría llevársela a volandas a su cueva de corsario. Su cuerpo se llenó de una extraña combinación de deseo y aventura, y se regañó mentalmente. ¿Desde cuándo tenía ella tales fantasías? El individuo la miró con mucho descaro, pero la sonrisa sincera que le brindó consiguió calmar sus temores.

—Unos ojos tan bonitos nunca deberían derramar una lágrima... —mencionó el desconocido; sacando un pañuelo del interior de su levita entallada, alargó el brazo hacia ella y se lo ofreció.

A Kassandra ya no le causaban ningún efecto los cumplidos. Era una mujer de treinta años, no una debutante a la que las mejillas se le teñirían de rojo ante un comentario como ese. Aun así, le llevó unos segundos reaccionar, pues encontraba atractiva la sonrisa de ese hombre. Miró el pañuelo y vaciló un breve momento, pero lo aceptó y se limpió las lágrimas.

—No son lágrimas, me ha entrado algo en el ojo...

Su tono vacilante mostraba que no decía la verdad, pero el desconocido no insistió. No pudo menos que sentirse consternado al percibir la tristeza en los ojos de la dama y quiso consolarla. Estaba al tanto de los cotilleos sobre el difunto esposo de la marquesa, y empezaba a pensar que gran parte de esas habladurías eran ciertas. Como ciertos

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