Viento de otoño

Brenna Watson

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Desde que el mundo es mundo,

y Dios lo adornó con las Highlands,

los clanes escoceses vivieron en guerra,

y se unieron frente a un enemigo común.

Porque, quién sabe si en un descuido,

Dios también creó Inglaterra.

Highlands, Escocia, 1330

Seis meses habían transcurrido desde la muerte de Robert the Bruce, rey de los escoceses.

Sir James Douglas, conocido por los ingleses como Black Douglas debido a su ferocidad y crueldad —tanto en el campo de batalla como fuera de él—, se disponía a cumplir la última voluntad de su amigo, de su rey: llevar su corazón a Tierra Santa. Durante casi veinticinco años, ambos hombres habían compartido sus destinos y sus sueños de una Escocia libre del yugo inglés, primero luchando contra Eduardo I y luego contra su hijo, Eduardo II. A los escoceses aún les dolían, veinticinco años después, las cicatrices grabadas en su tierra, especialmente la cruenta ejecución de William Wallace. Eduardo II no había sido tan digno rival como su padre, y fue derrotado en Bannockburn en 1314. Robert y Douglas habían llorado juntos tras aquella batalla que marcaba la independencia de Escocia después de casi dos décadas de continuos enfrentamientos. Y se habían emborrachado, también juntos, cuando conocieron la noticia de su muerte, traicionado por su esposa Isabel de Francia y su amante, Roger Mortimer.

Ahora, con el corazón de Robert en una urna de plata colgada de su cuello, James Douglas estaba listo para cumplir su última misión. Pero no iba solo, casi una treintena de caballeros y escuderos lo escoltaban. Nadie quería abandonar a su rey en su último viaje, hasta el punto que hubo que poner límite al número de miembros para tan delicada misión, a riesgo de dejar Escocia completamente desguarnecida.

Bajo un cielo plomizo y cargado de una nieve que no tardaría en volver a caer, los hombres preparaban sus monturas y se despedían de los suyos. Algunos niños, ajenos a las cuitas de sus mayores, correteaban entre los hombres armados y las mujeres llorosas. Cada guerrero llevaba prendido a su hombro el tartán de su clan, que cubría el corazón con sus colores.

El joven Keilan Montroe, del clan Montroe, formaba parte de la comitiva, y le acompañaba uno de los hombres de confianza de su padre, Angus Campbell, de quien había aprendido cuanto sabía de la guerra.

Keilan apenas contaba veinte años e iba a ser el primer miembro de su familia en abandonar durante tanto tiempo las Highlands, las Tierras Altas de Escocia. Se removía inquieto sobre sus pies, tratando de entrar en calor en aquella mañana gélida mientras, a su lado, un impasible Angus oteaba el horizonte.

—Me voy a congelar aquí fuera si no nos ponemos pronto en marcha —anunció el muchacho, que se llevó las manos a la boca para calentarlas con su aliento.

—Debes tener paciencia, chico. Nos espera un viaje muy largo —comentó el hombre, sin mirarlo siquiera.

—¿Y a qué estamos esperando?

Angus volvió levemente la cabeza en dirección a los caballeros que lideraban la partida. Sir James Douglas, sir William St. Clair de Rossenlyn, sir Robert Logan de Restalrig y sir Simon Lockhart departían junto a sus monturas, tal vez ultimando algunos detalles. Douglas se ajustaba los guantes y Lockhart golpeaba el suelo con los pies, igual que hacía el joven Keilan. Angus echó un rápido vistazo al chico, tan ansioso por ponerse en marcha que casi podía oír la sangre que bullía en su interior. Una leve mueca, que solo los que le conocían bien habrían podido interpretar como una sonrisa, curvó ligeramente sus labios. Conocía al muchacho desde que había puesto un pie en el mundo, y él mismo lo había entrenado bajo la atenta mirada de su padre Malcolm Montroe, el laird del clan. Keilan estaba ansioso por mostrar su valía, por destacar frente a sus dos hermanos mayores, por hacerse un nombre en las Highlands que en el futuro, tal vez, le proporcionara el liderazgo de su propio clan.

Angus se recordó a sí mismo a su edad, tan ansioso por combatir como el mismo Keilan. Ahora, casi veinte años después, se tomaba las cosas con más calma, y había aprendido que la paciencia era una virtud indispensable en un guerrero. Había visto morir a demasiados hombres presos de su impaciencia y sus impulsos, y él estaba allí para evitar que eso le sucediera a su joven pupilo.

Unos minutos más tarde, los caballeros subieron a sus monturas, y los demás miembros de la comitiva los imitaron, bajo el sonido del entrechocar de aceros y las últimas consignas. El viaje había comenzado, al fin.

Nadie sabía en aquel instante que pocos, muy pocos, iban a regresar de él.

Y Keilan Montroe no iba a estar entre ellos.

Capítulo 1

1

Toledo, 1356, veintiséis años después

Gabriela sabía que lo que iba a hacer estaba mal. Y sabía que, si la descubrían, el castigo sería terrible. En ese preciso momento, sin embargo, no le importaba.

Se apresuró por los pasillos para no encontrarse con nadie. No estaba en sus aposentos, como le habían ordenado, y no se le había ocurrido ninguna buena excusa para usar en caso de ser necesaria. No había tenido tiempo para pensar. Tampoco para llorar. Aún no se había cumplido una semana desde la muerte de su madre, el único miembro de su familia que le quedaba.

Escuchó unas voces al doblar un recodo y se ocultó tras unos pesados cortinajes, rezando para que quienes avanzaban por el corredor estuvieran demasiado ocupados en su charla como para fijarse en el sospechoso bulto tras el tejido. Tuvo suerte, al menos esta vez.

Bajó las escaleras como una exhalación, mientras miraba por encima de la barandilla por si había alguien en la antesala. Estaba vacía. Se internó por otro de los pasillos hasta que alcanzó su objetivo: la puerta del despacho de don Pedro de Hermida, su padrastro desde hacía poco más de cuatro años. Pegó la oreja a la fría madera. Nada, ningún ruido, aunque eso no significaba necesariamente que la habitación estuviera vacía. Hacía escasos minutos que, desde la ventana de su habitación, había visto a don Pedro en el patio, y no era muy probable que su oronda complexión le hubiese permitido llegar con rapidez hasta allí.

Se incorporó, retocó su peinado y se alisó el vestido antes de golpear con los nudillos, por si acaso sus cálculos eran erróneos y el hombre ya se encontraba allí. Inventaría cualquier excusa para su presencia en aquella parte de la casa. Nadie contestó al otro lado. Abrió la puerta con cuidado y asomó la cabeza.

—¿Estáis ahí, don Pedro? —preguntó, no demasiado alto.

Echó un vistazo a la estancia. Ni un alma. Perfecto. Entró y cerró tras ella con sigilo. Sus ojos recorrieron la habitación, buscando un sitio apropiado en el que ocultarse. Estanterías y arcones cubrían la mayor parte de las paredes y en el centro una gran mesa de nogal, con dos cómodas sillas frente a ella. Junto a la chimenea, en la que crepitaba el fuego con alegría, dos sillones. Un par de candelabros y un diván completaban la decoración.

Sus ojos se dirigieron hacia los cortinajes, pero los descartó de inmediato. Era demasiado arriesgado. Se dirigió hacia uno de los arcones y lo abrió. Estaba medio lleno de legajos, y el olor a pergamino viejo inundó sus fosas nasales. Intentó comprobar el contenido del segundo, pero estaba cerrado con un candado. Sus opciones disminuían.

Sin pensárselo demasiado, y consciente de que el tiempo se agotaba, extrajo los documentos del arcón. Con ellos en los brazos, de repente no supo muy bien qué hacer. Dio un par de vueltas sobre sí misma. ¿Dónde podía esconderlos? «Debajo del diván», pensó. Realizó algunos viajes hasta que el hueco quedó completamente lleno. Por fortuna, la tela de la que estaba tapizado llegaba hasta el suelo. Era poco probable que nadie los viera. Ya se ocuparía después de devolverlos a su sitio. Aún quedaban algunos al fondo, pero ya no se le ocurría dónde más esconderlos.

«Será suficiente —se dijo—. Tiene que serlo.»

Los legajos crujieron cuando se puso de pie en el interior del baúl, con un sonido que la hizo estremecer. Se puso de rodillas y luego se tumbó con cuidado, de lado. Encogió las piernas y cerró la tapa. Descubrió que los grabados del arcón tenían pequeños orificios entre los arabescos y las volutas, por los que entraba algo de aire y de luz. Trató de atisbar a través de ellos y fue probándolos hasta que dio con uno que le permitía observar parte de la habitación. Precisamente la parte que le interesaba: la mesa del centro. La visión no era perfecta, pero valdría a sus propósitos.

Trató de normalizar su respiración, bastante agitada, y se dispuso a esperar.

«Si mamá me viera ahora...», pensó.

Se obligó a apartar la imagen de su madre del pensamiento, por temor a echarse a llorar y que eso la delatara. Tuvo que tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta y procuró concentrarse en otras imágenes menos dolorosas. Era difícil. Todos sus recuerdos felices pertenecían al pasado y quienes habían formado parte de ellos habían muerto. Todos excepto uno, se dijo, un hombre que había estado allí desde que naciera y que jamás se había marchado: Angus. Ahora, convertido en mozo de cuadra, pasaba la mayor parte del tiempo en las caballerizas y apenas se veían. Así lo había dispuesto don Pedro, y así se había hecho. Angus, el hombre de confianza de su padre, el que se había quedado con él en Toledo cuando su joven señor sufrió una caída del caballo que lo dejó impedido, y que había sido como un tío para ella y sus hermanos. Con él había aprendido a montar, a usar la espada y el arco, a hablar el gaélico y el inglés, mientras su padre, Keilan Montroe, supervisaba su instrucción.

«En Escocia —decía—, no es extraño que algunas mujeres aprendan a montar y a usar una espada. Es una tierra dura, hija mía, y nunca está de más prepararse para defender tu familia o tu clan.»

«Pero no vivimos en Escocia —contestaba ella, que adoraba aquellas lecciones—. Estamos en Toledo, y aquí las mujeres se dedican a bordar y a criar a los hijos.»

«No creo que ambas cosas sean excluyentes —decía él—. Pero, si no te interesa seguir con la espada, puedo mandarte con tu madre. Creo que está bordando unos manteles.»

«Noooo», contestaba ella entre risas.

Y volvían a empezar. Y Angus siempre estaba allí, formando parte de su familia, como uno más. Pero al destino le gusta jugar con los mortales y, al verse viuda y sin recursos, su madre se había visto obligada a contraer matrimonio con don Pedro de Hermida. Desde entonces, Angus había quedado relegado a las caballerizas, y a ella le habían prohibido visitarle con la frecuencia de antaño y volver a empuñar otra cosa que no fuese una aguja para bordar.

Se sobresaltó al escuchar el ruido de la puerta al abrirse y se acurrucó un poco más en su escondite. Don Pedro entraba en la estancia en ese momento con el hombre al que había enviado a buscar: don Cosme, párroco de San Torcuato y amigo de su infancia.

—¿Qué es ese asunto que no puede esperar, mi señor? —decía el religioso, con esa voz aflautada que a ella le hacía rechinar los dientes—. ¿Ha ocurrido algo?

—No, no, nada grave, padre —contestó don Pedro, y señaló con una mano una de las sillas situadas frente a la mesa—. Pero hay un tema que quería tratar con vos, y me corre cierta urgencia.

—Vos diréis, don Pedro, sabéis que estoy a vuestro servicio.

La voz meliflua del sacerdote casi la hizo vomitar.

—Se trata de Gabriela —anunció don Pedro.

¡Lo sabía! ¡Sabía que el asunto tenía que ver con ella!

—¿Vuestra hija? —preguntó el clérigo.

—Bueno, en realidad era hija de mi esposa, como bien sabéis.

—Sí, sí, desde luego. ¿Y qué le ocurre a la joven?

A través del agujero de la madera, pudo observar cómo don Pedro se echaba hacia atrás y cruzaba las manos sobre su oronda barriga.

—La muchacha ya ha cumplido los veintiún años y, a su edad, es impensable que aún no haya contraído matrimonio, a pesar de que no le han faltado pretendientes.

—Sí, estoy al tanto.

—Su madre no quería separarse de ella, ya sabéis cómo era doña Elvira, y a mí, la verdad, tampoco me importaba en exceso. Pero ahora mi amada esposa no está aquí y, en fin, yo debo ocuparme del bienestar de la joven.

—Por supuesto, don Pedro, me hago cargo —intervino don Cosme—. Siempre habéis sido un hombre de honor.

Don Pedro carraspeó y se miró las manos, mientras Gabriela intentaba contener el aliento, temerosa de lo que fuera a escuchar a continuación.

—El caso es que... en fin... la muchacha ya ha sufrido muchas pérdidas a lo largo de su vida —continuó—. Ya sabéis, su padre, sus hermanos, ahora su madre... No quisiera que padeciera ninguna más, y entregarla en matrimonio a un desconocido sería someterla a otra dura prueba. Verse obligada a abandonar el que ha sido su hogar estos últimos años podría perjudicarla, ¿no creéis?

—Sí, es muy posible, pero no entiendo a dónde queréis ir a parar.

—Yo... he estado pensándolo mucho estos últimos días y creo que sería un candidato más que adecuado para desposar a Gabriela.

—¿Vos? —El sacerdote despegó la espalda de la silla y posó una de las manos sobre la superficie de la mesa—. Pero don Pedro, ¡sois su padrastro!

—¡Eso es solo fruto de un cúmulo de desgraciadas circunstancias! —respondió Hermida, despectivo—. Yo era quien debía haber desposado a Elvira, y no aquel extranjero llegado del norte. Maldito el día en que su padre decidió acogerle para curar sus heridas. Elvira debería haber sido mi esposa hace muchos años, como estaba previsto. Y me habría dado los herederos que parió para aquel muerto de hambre.

—Pero don Pedro...

—Gabriela se parece tanto a su madre... —le interrumpió— que es casi como si la viera como era entonces, cuando aún me pertenecía. Es joven, y será capaz de darme hijos.

—¿Lo habéis hablado con ella?

—¿Qué es lo que hay que hablar? —inquirió, indignado—. Está bajo mi tutela y yo decidiré lo que es más conveniente para ella.

—Comprendo. ¿Y qué es lo que necesitáis de mí, entonces? —preguntó el religioso, bajando un poco el tono.

—Quiero que habléis con el arzobispo Blas Fernández, quiero saber si existe algún impedimento legal para que el matrimonio se celebre. No sé si he de solicitar alguna dispensa papal o cualquier otro documento. Nunca la he reconocido como hija propia, así es que no nos unen lazos de ningún tipo. Ya sabéis que el dinero no supondrá ningún problema...

—Soy consciente, vuestra generosidad para con la Iglesia es bien conocida.

—Sé que debo respetar cierto período de luto, pero me gustaría que todo estuviera solucionado lo antes posible.

—Por supuesto, comprendo —respondió el cura—. ¿Cuándo pensáis decírselo a la joven?

—Ella no tiene por qué saberlo hasta que todo esté arreglado —aseguró don Pedro—. De todos modos, es una decisión que no le corresponde. Ella hará lo que se le ordene.

Dentro del arcón, Gabriela luchaba contra el deseo de ponerse a gritar y a arañar el rostro rubicundo de aquel ser despreciable. Se obligó a controlarse mientras los dos hombres ultimaban los detalles, mordiéndose los labios con tanta fuerza que acabó por hacerlos sangrar. Aún tuvo que esperar un buen rato antes de poder abandonar su escondite.

Veinticuatro horas tardó Gabriela en elaborar un posible plan de huida después de valorar todas las posibilidades que se le ofrecían y tras decidir que era del todo imposible que permaneciera allí más tiempo. Veinticuatro horas en las que apenas se dejó ver y en las que nadie la molestó. La reciente muerte de su madre le permitía cierto margen de maniobra lo que, pese a las circunstancias, agradeció.

Había decidido que jamás se casaría con don Pedro, que no compartiría el lecho con ese hombre que había tratado a su madre con desprecio. La había obligado a quedarse embarazada una y otra vez, sin importarle los abortos que sufría en cada intento, hasta que el último de ellos acabó con su vida. Durante ese tiempo, no se privó de lanzarle reproches y de humillarla, en público y en privado, aludiendo a su incapacidad para darle un heredero.

Gabriela no pensaba ocupar el lugar de su madre. Huiría, se marcharía lejos, tan lejos como le permitieran sus piernas. Poseía algo de dinero y varias joyas, y aún podía conseguir más. Sabía dónde guardaba don Pedro un par de buenas bolsas con monedas. Eso le bastaría para marcharse a donde él no pudiera encontrarla. Y no pensaba irse sola.

A la noche siguiente, cuando los habitantes de la casa se hubieron ido a dormir, salió a hurtadillas de su habitación y recorrió los húmedos pasillos. Cubierta con una gruesa capa oscura, su silueta apenas se distinguía de las sombras que poblaban los corredores. Bajó al primer piso y luego entró en las cocinas. Abrió la puerta que daba al patio y se asomó fuera. Apenas había luna y tardó unos instantes en apreciar los contornos de los edificios. Pegada a la pared, recorrió los escasos metros que la separaban de los establos, donde dormía Angus Campbell. Sabía que la puerta estaría cerrada por dentro. No podía ponerse a aporrearla hasta despertarlo, pero en un lateral había un ventanuco que creía ser capaz de atravesar sin problemas. No le resultó tan fácil como había previsto, pero al fin logró su objetivo. Una vez dentro, tuvo que calmar a los caballos, que se habían puesto nerviosos. De repente alguien la agarró por detrás del cuello con tanta fuerza que pensó que se lo iba a quebrar.

—Angus... —logró articular.

—¿Gabrielle? —El tono del hombre era de auténtica sorpresa y usó, como siempre, la versión anglosajona de su nombre. Jamás la había llamado de otra manera.

—Suéltame... —dijo con un hilo de voz.

—¡Por Dios, muchacha! —Angus la soltó de inmediato y ella se dio la vuelta—. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¡Podría haberte matado!

La joven se palpó la garganta, donde notó el golpear encabritado del corazón. Alzó los ojos y vio la sombra recortada de aquel gigante, aunque la oscuridad le impedía reconocer sus rasgos.

—Necesito hablar contigo —dijo tras un carraspeo.

—¿Y no podía esperar a mañana? —inquirió él, mientras se alejaba hacia el rincón donde dormía y encendía una vela. La luz ambarina reverberó en los cabellos rojizos de Angus.

—No, no podía esperar —reconoció ella—. No quería que nadie me viese aquí.

—¿Qué es lo que sucede, pequeña? —Su tono fue tan dulce que Gabriela luchó para reprimir el llanto que le ascendía por la garganta.

Echaba de menos a su padre y a sus hermanos, echaba de menos a su madre, y su casa, y su huerto, y sus clases con la espada, y aquellas historias junto al fuego sobre batallas y corazones y guerreros honorables. Carraspeó y trató de calmarse antes de tomar asiento sobre uno de los dos taburetes de madera que había en el pequeño habitáculo que hacía de dormitorio. Angus se sentó sobre el catre, cubierto con una manta raída. La joven se sintió culpable por no haber estado más pendiente últimamente de ese hombre que tanto había significado para ella.

—Yo también la echo de menos, ¿sabes? —le dijo él. Ella creyó percibir un brillo sospechoso en sus ojos, pero el viejo guerrero inclinó la cabeza con tal prontitud que no pudo estar segura—. Debes estar sufriendo mucho.

—Oh, Angus, si solo fuera eso...

De inmediato le puso al corriente de los planes de don Pedro.

—¡Ese hombre se ha vuelto loco! —bramó él—. La Iglesia jamás accederá a tamaña monstruosidad.

—Ya, pero ¿y si no es así? ¿Y si consigue salirse con la suya?

—¡No lo permitiré!

—Angus, si te enfrentas a él te ahorcarán, lo sabes tan bien como yo. Y luego me obligará a casarme con él y tu muerte no habrá servido de nada.

—¿Y qué esperas que haga entonces?

—Que huyas conmigo.

—¿¿Qué??

—Voy a marcharme de aquí —respondió ella, con tal rotundidad que dejaba claro que no admitiría ningún tipo de réplica—. Lo haré sola si es necesario. Me conoces y sabes que lo haré. —Hizo una pausa, tal vez esperando que él la contradijera. Sin embargo, Angus permaneció en silencio, sosteniéndole la mirada—. Pero tú eres mi familia, la única que me queda. No quisiera irme sin ti.

Angus continuó observándola, como si pudiera ver en su interior, como hacía cuando era niña y cometía alguna travesura. Aquel hombre siempre había sido capaz de mirar más allá de sus palabras o sus gestos.

—¿Y adónde tienes pensado ir? —preguntó al fin.

—Tan lejos como pueda.

—¿Hacia el norte? ¿Hacia el sur?

—A Escocia.

Angus abrió los ojos con asombro y luego movió la cabeza de uno a otro lado.

—No sabes lo que dices, Gabrielle —aseguró—. Escocia está muy lejos, jamás llegaríamos con vida. Necesitaríamos un pequeño ejército que nos protegiese de los salteadores, buenas monturas, y dinero para los pasajes del barco. Deberíamos atravesar varios reinos, y en todos ellos una dama como tú sería un botín más que apetecible para cualquiera.

—No pienso viajar como una dama, Angus —dijo ella.

—¿Cómo piensas hacerlo entonces?

—Tengo algunas ideas y seguro que entre los dos se nos ocurren algunas más. Yo... lo que necesito saber es si allí seré bien recibida, si aún queda alguien de la familia de mi padre en aquella tierra, alguien que esté dispuesto a acogernos.

—Eres una Montroe, Gabrielle, te acogerán solo por eso.

—¿Crees que aún vivirá alguien allí que... ya sabes?

—Lo ignoro. Tu padre cortó los lazos con su familia cuando decidió no regresar —le explicó.

Gabriela sabía que, tras sufrir la lesión que le imposibilitaba como guerrero, Keilan Montroe había decidido que no quería ser una carga para los suyos. Decía que allí no hubiera servido de mucho y que su honor había quedado maltrecho al no poder participar siquiera en la batalla de Teba, donde la mayoría de sus compañeros habían perdido la vida.

—Sí, lo sé, pero...

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó él, al ver que ella no se decidía a continuar.

—¿Saben que mi padre murió? ¿Que yo sigo con vida? —inquirió al fin.

—No lo sé.

—¿Tú no les contaste nada cuando... cuando todo sucedió?

—¿Y cómo iba a hacerlo? Apenas sé escribir mi nombre.

—Es cierto... lo había olvidado. Tal vez entonces mi madre...

—No lo creo, me habría dicho algo al respecto.

—Sí, seguramente tienes razón. Es probable entonces que tampoco allí quede nadie de mi familia.

—Keilan tenía dos hermanos, tus tíos, tal vez aún vivan allí, o incluso tu abuelo Malcolm.

—Entonces está decidido. —Se levantó y le tendió la mano—. Angus, nos vamos a casa.

El hombre alzó la cabeza y vio a aquella criatura a la que había criado como un padre, a la que había visto crecer y a la que amaba con todo su corazón. Y luego miró aquella mano extendida, tan menuda y pálida que parecía el ala de una golondrina.

Por muy bien que prepararan aquel viaje y por muy cautos que fueran, las posibilidades de llegar a Escocia con vida eran bastante reducidas. Pero ella era lo más importante de su vida, y jamás la abandonaría. De hecho, si no fuera porque decidió no dejar a aquellas dos mujeres solas tras la muerte de Keilan, ya habría intentado regresar a su hogar por sus propios medios largo tiempo atrás.

—Está bien —dijo al fin—. Pero lo haremos a mi manera, o no lo haremos.

Ella clavó en él aquellos ojos negros que tanto se parecían a los de su madre, frunció el ceño ligeramente y al fin asintió.

—De acuerdo. Lo haremos a tu manera.

Capítulo 2

2

Gabriela había visto llegar al padre Cosme pero, en esta ocasión, no tuvo oportunidad de entrar en el despacho de su padrastro y escuchar la charla entre los dos hombres. Había transcurrido una semana desde la conversación con Angus, que parecía no haber tomado aún una decisión. Tenía el presentimiento de que el tiempo se le agotaba.

Cada día, paseaba frente a los establos para que él pudiera verla y dirigirse a ella, pero hasta ese momento la había ignorado. Rezó para que esa mañana las cosas fuesen diferentes, y estuvo a punto de dar un salto de alegría cuando percibió en él un gesto que indicaba que debían hablar. Gabriela se aproximó a uno de los caballos y acarició las crines con suavidad. Con disimulo, Angus se aproximó con un cubo lleno de heno y, una vez a su altura, solo le susurró unas palabras.

—Esta noche, cuando todos duerman, en la puerta norte.

Continuó su camino sin detenerse y Gabriela tuvo que concentrarse en respirar de forma acompasada, para que nadie pudiera percibir su estado de nerviosismo.

Mientras regresaba a la casona con paso lánguido, su mirada recorría los muros de la finca, deteniéndose brevemente en la entrada principal, y se concentró luego en el caminillo que bordeaba la propiedad hasta la parte norte, donde existía un acceso muy poco utilizado y bastante alejado de la vivienda. En aquella zona se ubicaban los graneros, los gallineros y la huerta, que su madre y ella habían visitado con cierta frecuencia durante los primeros tiempos en aquella casa.

Gabriela entró en el edificio y se esforzó por aparentar sentirse enferma. El ama de llaves la tomó del brazo enseguida y la ayudó a llegar hasta su habitación. Una vez allí, dio instrucciones para que la dejaran sola, echándose las manos al vientre para simular estar en «esos» días del mes. La excusa le pareció de lo más acertada para evitar a don Pedro, que parecía sentir cierto reparo en tratar con las mujeres de su hogar cuando menstruaban, como si su sola presencia pudiera mancharle de algún modo o contagiarle algún extraño mal. Al menos, así había sido con su madre. Esperaba que, en ese sentido, la tratara igual que a ella.

Una vez a solas, preparó una lista mental de todo lo que deseaba llevarse, que no era mucho. No iba a preparar el equipaje todavía, podían descubrirla, pero no debía olvidar nada importante: el tartán de su padre, el velo de novia de su madre, sus guantes de piel, su espada, una buena capa, sus botas y, por supuesto, las escasas joyas y monedas que había logrado reunir en los últimos años, en su mayor parte obsequios de don Pedro tratando de ganarse su favor. Antes de abandonar aquel lugar, sin embargo, debía conseguir las dos bolsas que su padrastro guardaba celosamente en el baúl situado a los pies de su cama, en el dormitorio principal, y pasó parte del día ultimando un plan que le permitiera acceder al cuarto sin ser descubierta. Había preferido no compartir esa información con Angus, porque estaba convencida de que iba a tratar de persuadirla, pero, como él bien había dicho, el camino hasta Escocia era muy largo, e iban a necesitar todos los recursos que pudieran conseguir.

El tiempo transcurría con una lentitud descorazonadora. A la hora de la comida, en cuanto oyó cómo llamaban a la puerta, se echó sobre la cama y simuló estar descompuesta, mientras el ama de llaves entraba y colocaba una bandeja con un cuenco de sopa y un trozo de pan sobre la mesa.

—Don Pedro ha preguntado por vos —le anunció la mujer.

—¿Le habéis dicho que no me encuentro bien? —inquirió, presa del pánico.

—Sí, desde luego. Le he comentado que... en fin, que sufríais de la dolencia de las mujeres.

Gabriela permaneció en silencio, aguardando sus próximas palabras.

—Le he informado de que os subía la comida y que si deseaba que os insistiera en reuniros con él a la hora de la cena.

—Se habrá mostrado contrariado —apuntó la joven.

—Bueno, ya le conocéis. —La mujer se atrevió a sonreír con cierta timidez. Por fortuna, no llevaba allí muchos años y no le guardaba ninguna lealtad especial a su señor—. Ha mencionado que tenía algo importante que comunicaros, pero que bien podía esperar un par de días.

Gabriela asintió y se dejó caer sobre la almohada. Bien, de momento sus planes iban según lo previsto. En unas horas, habría abandonado para siempre aquella casa y aquella ciudad.

Toledo se alza sobre una suave colina junto al río Tajo y en ella convivían con cierta armonía cristianos, moros y judíos. Gabriela la conocía bien, porque la había recorrido con frecuencia en otros tiempos, tiempos anteriores a don Pedro de Hermida. Ahora, en mitad de la noche, Angus y ella la cruzaban a pie y en silencio, saltando de sombra en sombra. Él apenas le había comentado nada sobre el plan de huida y la joven se limitó a seguir sus instrucciones al pie de la letra. En cuanto vio que dejaban atrás la catedral de Santa María y luego la mezquita de las Tornerías supuso que se dirigían hacia la puerta de Alcántara, al este de la ciudad, para cruzar el puente sobre el río.

Angus se detuvo de repente, echó un brazo hacia atrás y la empujó contra el muro de uno de los edificios. Gabriela pudo sentir el frío de la piedra, incluso a través de la capa y las ropas. Aguantó la respiración mientras oía unas voces que se acercaban. Eran al menos tres hombres y se aproximaban por el callejón situado a la derecha de donde se habían ocultado. Gabriela sabía que eran muchos los rufianes que deambulaban por la noche en la ciudad, buscando a algún incauto al que robarle sus buenos dineros, y echó mano a la faltriquera. La defendería con su vida si fuera necesario, porque era el único modo que tenían de salir de allí. Finalmente, no había logrado sustraer a don Pedro todo lo que esperaba. Se había colado en su habitación durante la cena y solo había encontrado una bolsa de monedas, y bastante menguada. Imaginó que el resto había sido entregado al padre Cosme, lo que significaba que, probablemente, había tenido éxito en su empresa.

Gabriela ahogó una arcada en cuanto sintió la bilis subir por su garganta y Angus presionó aún con más fuerza su menudo cuerpo contra la pared. Tres siluetas se dibujaron entonces a pocos metros, apenas alumbradas por un hachón casi consumido. Iban cantando alguna tonadilla subida de tono, y dos de ellos sujetaban por los brazos a un tercero, que parecía el más perjudicado. Ni siquiera volvieron las cabezas en su dirección y unos minutos más tarde se habían perdido calle abajo. Angus avanzó el cuerpo y asomó la cabeza por la esquina. Luego le hizo un gesto y ambos reanudaron su camino. Pese al frío, Gabriela sentía cómo el sudor había pegado las ropas a su piel.

No anduvieron mucho más. De pronto, Angus se internó en un callejón y golpeó suavemente en una puerta. Dos toques, silencio, un toque. Los goznes apenas chirriaron cuando se abrió, y ambos pasaron al oscuro interior. Gabriela escuchó cómo alguien usaba yesca y pedernal para encender una vela, que iluminó tenuemente la estancia y a quien la ocupaba.

Angus y el desconocido se estrecharon la mano y el hombre le lanzó a Gabriela una mirada rápida. La larga capa de la joven ocultaba su extraña vestimenta, una combinación de prendas que habían pertenecido a su padre y a su hermano Robert, solo tres años menor que ella pero más fornido e incluso más alto. No pareció reconocerla, aunque ella a él sí.

—Ramón Monforte, para serviros —le dijo, tendiéndole la mano.

Gabriela no dudó en estrecharla. Sus dedos eran finos y estaban helados. Tenía el rostro redondeado, las cejas espesas y unos ojos marrones llenos de vivacidad que en ese momento la observaron con renovado interés.

—Os recuerdo...

—Y yo a vos —le dijo ella, con una sonrisa—. Sois el maestro armero, uno de los mejores de Toledo.

—Eso me gusta pensar —afirmó el hombre, con una sonrisa.

—Vos forjasteis mi espada —Gabriela se echó la mano a la cintura— y, durante unas semanas, me enseñasteis a usarla junto a mis hermanos.

—Tu padre y yo no éramos muy avezados en los aceros toledanos —apuntó Angus.

Gabriela se sentía muy orgullosa de su arma, una espada que su padre había hecho fabricar expresamente para ella, más estrecha, corta y liviana de lo habitual, para poder manejarla con soltura.

—Sí, lo recuerdo bien. Erais unos alumnos muy aplicados. —Monforte hizo una pausa y su semblante se ensombreció—. Lamento mucho la reciente muerte de vuestra madre. Era una gran mujer.

—Gracias —balbuceó ella.

—Y ahora dejáis Toledo. —Ramón dirigió una mirada a Angus y luego a Gabriela, y esta vez sí se fijó en sus ropajes—. Y he de decir que en circunstancias harto extrañas.

—No tenemos otra opción —contestó el escocés.

—Entiendo. —Gabriela se preguntó hasta qué punto aquel hombre comprendía de verdad la situación—. ¿Habéis cometido algún delito?

—¿Qué? —se sorprendió ella, y dio un paso al frente—. ¡Por supuesto que no!

—¡De acuerdo, de acuerdo! —contestó Ramón, alzando las manos con las palmas hacia ella—. Es que todo esto resulta... un tanto sospechoso. Os marcháis a escondidas, en secreto y disfrazados, e imagino que sin informar a don Pedro.

—No quiero convertirme en su nueva esposa...

—¡Oh, Dios mío! ¿Eso es lo que pretende ese bellaco? ¡Pero si sois su hijastra!

—No parece que eso le importe demasiado —señaló Angus.

Ramón los miró a ambos y asintió.

—Supongo que no vais a decirme adónde vais, y casi prefiero no saberlo. Oh, Dios mío. —Se echó las manos a la cabeza, como si de repente comprendiera el auténtico alcance del asunto—. ¡Don Pedro se pondrá furioso cuando descubra que os habéis fugado!

—Sentimos mucho colocaros en una situación tan incómoda, señor Monforte —dijo Gabriela—. Si lo preferís, podemos marcharnos ahora mismo.

Angus le echó una rápida mirada a la joven, y temió que aquel hombre aceptara su propuesta y todos sus planes se vinieran abajo.

—¿Qué? ¡Desde luego que no! —Ramón pareció ofendido—. ¿Cómo se os ocurre algo semejante, chiquilla? Vuestro padre fue un gran amigo. Os ayudaré en todo lo que pueda.

Angus soltó el aire que había estado reteniendo.

—Ahora seguidme —dijo Ramón—. Está todo preparado.

El hombre se dio la vuelta y los guio hasta una habitación mucho más amplia situada en el interior del edificio, en la que una mujer azuzaba un fuego bien provisto. Se incorporó en cuanto ellos entraron. Era bastante más joven que Ramón y muy hermosa. La pareja intercambió una breve mirada cómplice y ella abandonó la estancia con una ligera inclinación de cabeza. Sin duda, se trataba de su esposa.

Junto a la chimenea había dos catres, y frente a ella una mesa de madera, con varios bultos encima, y tres sillas desparejadas.

—Aquí está todo lo convenido —dijo el hombre.

Angus echó un rápido vistazo al interior de las alforjas.

—¿Los caballos?

—Junto al establo de la puerta, a mi nombre —respondió Ramón—. Ahora descansad. Las puertas se abren al amanecer. Vendré a buscaros a primera hora.

Se dio media vuelta y salió por la misma puerta por la que habían entrado.

—Siéntate —dijo entonces Angus, volviendo al gaélico. A pesar de llevar allí más de veinticinco años no había llegado a dominar del todo el idioma, tal vez porque siempre hablaba con ellos en su lengua natal.

Gabriela se quitó la capa y obedeció, mientras su amigo rebuscaba en el interior de una de aquellas bolsas. Cuando extrajo unas tijeras, supo lo que iba a ocurrir a continuación, y estaba preparada. Se echó las manos a la cabeza y desató el moño que se había hecho hacía solo un par de horas. Había pensado en cortárselo ella misma antes de partir, pero imaginó que si encontraban los restos de su cabello, eso les daría alguna pista sobre su nuevo aspecto.

Para lo que no estaba preparada, sin embargo, fue para sentir el ruido de aquellas tijeras al cortar su preciosa melena azabache, ni para ver aquellas hermosas guedejas caer al suelo, a su alrededor. Sin poder evitarlo, se le escaparon un par de lágrimas. Allí dejaba gran parte de lo que había sido.

—Volverá a crecerte, Gabrielle —le dijo él, al ver su gesto compungido.

—Lo sé. —Se limpió las lágrimas con la manga de la camisa—. Lo sé, Angus.

El olor a pelo quemado le revolvió las tripas unos minutos después, pero apenas duró unos segundos. Luego, Angus revisó el contenido de las bolsas, llenas de provisiones. Había también yesca y pedernal, mantas, algunas prendas de ropa, un par de cuchillos, y algunos utensilios para cocinar durante el viaje.

Angus repartió las existencias de forma equitativa, en un silencio absoluto. Gabriela lo observaba con atención, aguardando el momento en el que él la hiciera partícipe de sus planes.

—Será mejor que durmamos un poco —dijo el hombre, una vez finalizó su tarea.

—¿Ahora?

—No podemos abandonar la ciudad hasta el amanecer.

—Sí, lo sé, pero no me has contado nada...

—Gabrielle, estoy rendido —contestó él—. Llevo toda la semana saliendo a hurtadillas del palacete para recorrer la ciudad buscando todo lo necesario para poder huir. No he dormido ni una sola noche entera desde que viniste a verme al establo. Y mañana comenzamos un largo viaje.

La joven se sintió culpable de inmediato.

—Mañana, por el camino, te lo contaré todo.

Gabriela asintió, conforme, y se tumbó sobre su catre. Unos segundos más tarde, lo oyó roncar. Ella era incapaz de cerrar los ojos. Sentía todo su cuerpo hormiguear de impaciencia. La noche se le iba a hacer larga, muy larga.

—¡Despierta, dormilona! —Angus la sacudía con impaciencia.

Gabriela se dio media vuelta, deseando permanecer sumergida en su sueño unos minutos más, hasta que su mente registró dónde estaba y lo que iba a ocurrir ese mismo día. Se incorporó de golpe, y casi golpeó la barbilla de Angus con la frente. El hombre sonrió. Gabriela lo miró, atónita. Angus se había afeitado la cabeza y la barba. Gabriela no recordaba ni un solo día de su vida en el que no hubiera visto aquellas mejillas cubiertas de pelo rojo.

—¿Qué has hecho? —Estiró la mano para acariciar su mandíbula.

—Lo que debía —contestó él, y pasó la mano por su reciente calva—. ¿Cuántos pelirrojos de mi tamaño crees que hay en Castilla?

—Hmmm, ¿uno?

—Lo que yo pensaba...

Gabriela se levantó y alisó sus ropas. Atisbó por una rendija de la ventana y vio que todavía era oscuro.

—Pero Angus, ¡si aún es de noche! —se quejó.

—Las campanas tocaron a laudes hace un rato —dijo él—. No podemos demorarnos.

Angus cortó un trozo de pan y un poco de queso y sirvió dos jarras de

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