Rey (Trilogía Mount 1)

Meghan March

Fragmento

Tripa

1. Keira

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Keira

¿Eso que se oyen son pasos?

Me quedo helada al otro lado de la puerta cerrada de mi despacho y miro el pomo como si estuviera contaminado con ántrax.

Mis empleados no se atreverían. Saben que mi despacho está prohibido. Y mis padres están a más de mil cien kilómetros de distancia, en Florida, disfrutando de su jubilación gracias a los ingresos mensuales que les hago, procedentes de los insignificantes beneficios de la destilería. Aguanta a duras penas, incluso después de cuatro generaciones que se aferraron con uñas y dientes a producir whisky irlandés en Nueva Orleans.

«No hay espíritus en el sótano. No hay espíritus en el sótano.»

Repito esas palabras como un mantra hasta que el corazón se me tranquiliza y me late con un ritmo casi normal. Será mejor que el fantasma de mi difunto marido no esté al otro lado porque, como lo esté, yo misma mato de nuevo a Brett.

Hago acopio de la fuerza de voluntad que me ha permitido sacar a la empresa del pozo, cojo el pomo y abro la puerta del tirón antes de entrar en tromba en un intento por tener el factor sorpresa. O infundirme valor. O... lo que sea.

—¿Quiere hacer una gran entrada?

La voz ronca que brota de la oscuridad me hiela hasta el tuétano.

Solo la he oído una vez, a través de la madera ajada de la puerta que acabo de abrir, pero estaba profiriendo amenazas que no comprendí, no haciendo una pregunta con ese deje tan controlado y frío.

Ni de coña quiero estar sumida en la oscuridad con esta voz.

No es un fantasma. Es algo peor.

Es el puñetero hombre del saco, ese del que hablan entre susurros, a escondidas, pero del que no se habla nunca en público, como si bastara con pronunciar su nombre para hacerlo aparecer. Y nadie quiere eso.

Yo nunca lo he pronunciado. Ni siquiera quiero pensar en su nombre ahora mismo, pero mi cerebro lo saca a relucir de todas formas.

Lachlan Mount.

Tanteo con una mano y golpeo la pared de hormigón en busca del interruptor de la luz, pero cuando lo pulso, no pasa nada.

«Ay, madre del amor hermoso, voy a morir y ni siquiera me voy a dar cuenta.»

Mi antiguo sillón cruje justo antes de que se encienda la lamparita que tengo en la mesa.

Lo primero que veo son sus enormes manos y luego sus bronceados brazos, con la camisa blanca remangada. La luz no le alcanza la cara.

—Cierre la puerta, señora Kilgore.

Trago la saliva que se me agolpa en la boca al darme cuenta de que conoce mi nombre y muevo la mano como si fuera a obedecer la orden sin discusión. Cojo el pomo que tengo a la espalda, cuando en realidad quiero darme la vuelta y salir corriendo.

En busca de la policía.

A lo mejor la policía puede... No sé. ¿Salvarme?

Miro por encima del hombro, sin soltar el pomo mientras la puerta se cierra, y la necesidad de huir aumenta conforme la tenue luz del pasillo va desapareciendo.

—Dé un paso en esa dirección y lo perderá todo.

Mis pies se quedan clavados al suelo de cemento mientras el sudor me cubre el pecho. Normalmente, lo achacaría a que los alambiques de whisky crean una atmósfera parecida a una sauna, pero esta noche no.

—¿Qué quiere? —le pregunto en voz baja—. ¿Por qué ha venido?

El sillón cruje de nuevo cuando se levanta, y esos anchos dedos se abrochan los botones de la chaqueta, pero la luz sigue sin iluminarle la cara.

—Tiene una deuda conmigo, señora Kilgore, y he venido a cobrarla.

—¿Una deuda?

Me devano los sesos para averiguar cómo narices le debo dinero. Nunca nos han presentado. Joder, si ni siquiera lo he visto, solo oí su voz una noche, escuchando a hurtadillas. Mi clase no se mezcla con la suya... En fin, al menos, la mayoría de los de mi clase no lo hace. Hace tiempo, corrió el rumor de que tuvo de amante a Richelle LaFleur, una chica de nuestra iglesia, hasta que ella desapareció hace un año. Me niego a seguir ese pensamiento.

—¿De qué habla? —De alguna manera, consigo hacer la pregunta.

Dos dedos empujan un documento con el encabezado de Reconocimiento de deuda sobre la arañada mesa de madera hasta que queda bajo el haz de luz.

«Ay, madre del amor hermoso, Brett. ¿Qué has hecho?» El corazón se me va a salir del pecho.

—¿Quiere saber cuánto dinero pidió prestado su marido poniendo de aval esta empresa?

—¿Cuánto? —le pregunto al tiempo que me inclino hacia él, en contra de mi voluntad.

—Medio millón de dólares.

Jadeo al oírlo.

—Miente.

Él planta las dos manos en la mesa y se inclina hacia delante, de modo que su cara queda expuesta a la tenue luz. Facciones duras que parecen esculpidas en granito, penetrantes ojos oscuros y una mirada pétrea que contrasta con la relativa cortesía del traje que le sienta como un guante.

—Nunca miento.

«¿Medio millón de dólares? Imposible.»

—Si Brett hubiera pedido prestada semejante cantidad de dinero, lo sabría. De manera que no lo hizo.

Se encoge de hombros como si mis palabras no le importasen en lo más mínimo. Y tal vez sea verdad.

—Su firma dice que lo hizo... y la deuda ha vencido.

Clavo los ojos en el documento de la mesa. Si de verdad lo ha hecho... los efectos serían catastróficos.

Cuatro generaciones de Kilgore han empeñado sus esperanzas, sus sueños y su fortuna para mantener vivo este legado. No puede acabar conmigo.

—No tengo el dinero.

—Lo sé.

Su respuesta me hace retroceder de golpe.

—¿Y por qué...?

Se aparta de la luz y echa a andar hacia mí. Retrocedo y me pego a la pared mientras él avanza, bloqueándome la escapatoria. No tengo adónde huir. Me ha atrapado.

—Porque estoy dispuesto a aceptar otra cosa a cambio.

Me cuesta la misma vida que no se me quiebre la voz mientras el corazón me late en la garganta.

—¿El qué?

Se detiene a un paso de mí y sus carnosos labios forman una lacónica respuesta:

—A ti.

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2. Keira

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Keira

Cierro la puerta, echo el pestillo y me apoyo en ella tan pronto como se cierra tras él con un firme chasquido. Me tiembla el cuerpo como si acabara de sobrevivir a un encuentro con el anticristo. Lo único que queda de Lachlan Mount en mi despacho es ese perfume tan engañosamente seductor, una penetrante mezcla cítrica, oriental y amaderada, y mi terror.

Además del reconocimiento de deuda, que no se me olvide.

Mi mirada vuela hacia la mesa y luego se aparta.

Tiene que ser falso. Es imposible que Brett pidiera un préstamo de quinientos mil dólares poniendo como aval la destilería, porque está claro que no ha invertido ese dinero en las mejoras que yo he realizado. Cada dólar que se ha invertido en este lugar procede de la cuidadosa presentación que he hecho delante de lo

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