La casa de los amores interrumpidos

Lena Johannson

Fragmento

amoresinterrumpidos-1

1

Primavera de 1919

Los rayos del sol deslumbraban tanto que Frieda tuvo que guiñar los ojos y cubrírselos con la mano a modo de visera. Nunca habría imaginado la fuerza que tenía la luz en esa parte de la Tierra. En casa, su madre la habría obligado a que se tapara los brazos para que su piel no perdiera ese brillo blanquecino que recordaba a la porcelana. Pero su madre estaba muy lejos. Frieda se sentía libre. Aquí no le faltaba de nada; si acaso, la suave brisa que normalmente soplaba en el río Alster. De todas maneras, el denso follaje de los árboles gigantescos que rodeaban la plantación proporcionaba un poco de sombra.

Una resplandeciente mariposa grande de color turquesa y azul oscuro se posó en su zapato. Frieda sonrió y la siguió con la mirada para ver cómo se internaba en el calor centelleante, entre los altos y nudosos árboles cargados de los frutos amarillos y rojizos del cacao. Uno especialmente grande, partido por la mitad, se había caído al suelo. Pronto sus semillas, las habas del cacao, serían metidas en sacos y embarcadas hacia Hamburgo.

—¡Vaya una dormilona que estás hecha! Parece que aquí no ha cambiado nada. La señorita sigue holgazaneando mientras ahí fuera el mundo se niega a entrar en razón.

Frieda se despertó sobresaltada. El libro sobre la historia del cultivo del cacao, que se había puesto a leer después del almuerzo, le resbaló de las rodillas y cayó con estrépito al suelo. Era la voz de Ernst. Imposible. Ernst había sido finalmente llamado a filas. Con el corazón palpitante, Frieda abrió los ojos y miró directamente la cara sucia que le sonreía.

—¡Ernst!

Se levantó de un salto y le abrazó con fuerza atrayéndolo hacia sí. Qué delgado se había quedado.

—¡Ay! ¿Es que quieres matarme? —Ernst la apartó de su lado y se rio un poco a desgana—. ¿Acaso crees que he esquivado las balas de fusil y las granadas y me he deslomado en África, para que ahora me metas esta paliza? —dijo resoplando exageradamente.

Típico de Ernst. Como si fuera lo más normal del mundo que de repente estuviera tan tranquilo delante de ella. Aunque… ¿tan tranquilo? Había una sombra en su mirada que a Frieda le era desconocida.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir después de doce largos meses sin vernos? Bonita manera de saludar —dijo ella, pero no acababa de salirle el tono de enfado.

Ernst Krüger se llevó la mano a la gorra.

—¡Me presento a su servicio, señorita Hannemann! —Luego, con un poco de torpeza y algo ruborizado, le estrechó la mano—. Me alegro de estar aquí. —Carraspeó, miró al suelo y guardó silencio.

Los dos se quedaron uno frente a otro, indecisos, en el enorme vestíbulo.

Por fin. Frieda llevaba esperando ese momento día tras día. El reloj de péndulo hacía tictac como si no hubiera pasado nada. Sobre la mesita, junto al sillón rojo de piel, había un precioso ramo de amarilis. Todo seguía como siempre. Solo que al fin había regresado Ernst.

—Sí —dijo ella, y de repente se le quebró la voz—. Me alegro muchísimo de que hayas vuelto.

Ernst era año y medio más joven que Frieda, y a ella le resultaba casi tan familiar como su hermano. Desde que tenía memoria, Ernst vivía con su madre en el ala de la servidumbre de la oficina de Hannemann, en la Bergstrasse. Frieda solía verlo prácticamente a diario mientras su propia familia todavía vivía en esa calle. La madre de Ernst le ceñía el corpiño a la madre de Frieda, le ataba los zapatos y cocinaba para los Hannemann. A la madre de Frieda le parecía que no era de buen tono que la hija de un comerciante de la Hansa se codeara con Ernst. Pero como los dos se conocían desde niños y se entendían de maravilla, los padres de Frieda no se oponían a su relación. Su madre confiaba en que, con los años, esa amistad tan poco adecuada terminara por sí sola. Cuando se mudaron a la villa de la Deichstrasse, los dos seguían viéndose casi todos los días. Cuando cumplió diez años, Ernst se convirtió en el chico de los recados del padre de Frieda, de manera que también entraba y salía de la casa nueva sin cesar. Hasta que de repente tuvo que ir a la guerra. Aunque al muchacho le horrorizaban los estragos de la contienda, sin embargo creía que como soldado podría ganar algún dinero extra y ahorrarlo para su madre. Y hacían falta muchos hombres, aunque él todavía no lo fuera.

—Carne de cañón —solía decir entonces el padre de Frieda, meneando la cabeza—. ¡Qué calamidad!

Frieda no olvidaría nunca lo que se asustó cuando se enteró de los planes de Ernst. Jamás había contado con eso. Lo de su hermano había sido distinto. Hans se había lanzado a la gran aventura, como él lo llamaba, desde el principio. Por su propia voluntad y con un impetuoso entusiasmo.

—Ya verás, hermanita. Para las Navidades estaré de vuelta. Entonces seré un héroe. Y las damas harán cola para salir conmigo.

Frieda no entendía por qué quería ser un héroe si no le hacía falta; de todos modos, las damas ya se volvían para mirarle por la calle. Su querido hermano Hans. Cinco Navidades habían celebrado ya sin él. Ojalá volviera también él a casa…

Ernst carraspeó y desplazó el peso del cuerpo de un pie a otro. Los sentimentalismos nunca habían sido su fuerte.

A Frieda, en cambio, le habría encantado volver a abrazarle.

—Has regresado. ¡Realmente estás de vuelta! ¿Y cómo te encuentras?

—He tenido suerte, dentro de lo malo. —Se miró los zapatos desgastados—. Los franceses me hicieron prisionero y luego me fui a África. Allí conocí al propietario de una plantación de cacao y enseguida vi que podía serle útil. Gracias a eso, no me ha ido mal del todo. —Esbozó una sonrisa de medio lado—. De todas maneras, tenía ganas de volver a casa. Sabía que aquí me necesitabais. Hamburgo sin mí podría hundirse.

—En eso tienes razón. Ha estado a punto —contestó Frieda sonriendo. Luego, su mirada recayó en la maleta desvencijada que, cerrada de mala manera con cuerdas y correas, aún seguía en mitad del vestíbulo—. ¡Pero si es verdad que acabas de llegar! —exclamó—. ¿Has visto ya a tu madre?

Ernst negó con la cabeza.

—¿Qué tal le va?

Frieda se arrepintió de no haber tenido la boca cerrada.

—No ha sido fácil para ella. —Frieda dudó un momento—. En fin, sin sus dos hombres… Tuvo que llevar el traje de tu padre al punto de entrega. —Evitó por todos los medios mirarle a los ojos—. Y la alianza también —añadió en voz baja—. Esa era la orden; no le quedó otra opción. Con ese dinero se mantuvo varias semanas a flote, pero luego tuvo que ganarse algún dinerillo en el puerto. El trabajo la dejó molida, hecha polvo, me temo. Lo siento, Ernst, yo…

—Frieda, tesoro…

Frieda puso los ojos en blanco; no soportaba que su madre la llamara así.

—La señora —susurró Ernst con una sonrisita.

—Querrá que le haga una trenza en el pelo o que le lea en voz alta mientras borda, para no aburrirse demasiado. ¿Qué te apuestas?

—Anda, ve con tu madre. Yo voy a ver dónde se ha metido la mía.

—Estará en la cocina, preparándole a mi padre el café de la tarde.

—A lo mejor tengo suerte y puedo birlar un terrón de azúcar. —A Ernst se le ilumin

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