Todas esas cosas que te diré mañana

Elísabet Benavent

Fragmento

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1

Ahora entiendo todas esas canciones tristes

El cielo está plomizo. Es una de esas tardes de primavera en las que aún hace frío, pero se nota que esta mañana la gente no ha escogido la ropa en función del clima real, sino del que desearía. Las chicas calzan bailarinas sin calcetines (como debería ser siempre, si a alguien le importa mi opinión) y se ven muchas cazadoras vaqueras y pocas gabardinas. «Las gabardinas se hicieron para días como este», pienso. Aunque también estoy pensando que los guapos se enamoran más. No me refiero a intensidad, sino a cantidad. Se enamoran más. Es posible que hasta sufran menos el desamor.

Se me amontonan los pensamientos; mi cabeza es un caos.

No me considero fea, tampoco guapa, la verdad. Tengo muchas cosas a mi favor, pero una belleza obvia y apabullante no es una de ellas. Supongo que podría decir que soy resultona. Una vez, en una reunión de trabajo, me describieron como una chica con un físico personal, con carácter. Es cierto que tengo algo que hace que la gente recuerde mi cara. Me suelen recordar, pero también puede ser por el hecho de que desde hace años soy una de esas personas francas que, sin rozar la mala educación, suelen decir la verdad si se les pregunta. Decir la verdad con buenas formas y cuando se te pregunta es una revolución en nuestros días.

Él sí que es guapo. Lo pienso con pena y aparece en mi cabeza un hilo rojo que une esta idea a la anterior: los guapos se enamoran más. Es quizá por eso que el hombre con el que comparto mi vida me esté dejando.

Porque ha dejado de quererme.

Porque nuestro tiempo ha caducado.

Porque es muy guapo y, joder, los guapos tienen que repartir su amor entre muchas chicas y yo pretendo acapararlo.

Mi cerebro reptiliano, el más primitivo, el que ahora mismo creo que tendrá que cargar con toda la responsabilidad de poner en marcha el turbo en el instinto de supervivencia, duda. Tristán es resultón. El típico chico que no hace que vuelvas la cabeza si pasa a tu lado por la calle, pero al que te quedas mirando en el metro porque…, ¿qué tiene? De primeras no sabes materializar esa sensación en palabras. Es ese je ne sais quoi tan parisino, a pesar de que París lo conoce solo de visita. Después ya te das cuenta de que tiene demasiado. Tristán es un milhojas delicioso en muchos sentidos, con muchas capas. Son las luces y las sombras lo que dan volumen y textura a su atractivo; son sus cosas malas las que dan sentido a las buenas y las hacen mejores. Tristán…, con el pelo espeso y negro peinado hacia un lado, sin raya como un repipi; con la sonrisa nerviosa y la sonrisa de seducción que, paradójicamente, se parecen demasiado. Con las manos de dedos largos. Con la boca de labios gruesos…, joder, qué gruesos. Con el cielo plomizo de esta tarde en Madrid metido en los ojos.

—Lo siento —dice.

Soy vagamente consciente de que no es la primera vez que oigo esta expresión, pero creo que no es hasta este momento que empiezo a entenderlo. Desde que me soltó: «Tenemos que hablar», todo lo que ha salido de su boca me ha sonado a esperanto. Y no lo hablo. El esperanto es una lengua muerta, joder, nadie la utiliza.

—Miranda…, de verdad…, lo siento.

Soy vagamente consciente (o empiezo a serlo) de que mi nombre ya no suena igual en sus labios. Mi nombre, que siempre ha tomado tantas formas en su boca: Mir, Miri, Miranda, cariño. Y ese «señorita» con ese punto tan sinvergüenza. Mi nombre ya no suena como si fuera un poco suyo. Lo que fuera que nos unía está roto para él.

—Necesito que digas algo, Miranda. —Cierra los ojos y aprieta con el nudillo de su dedo índice el hueco que se forma en el perfecto arco entre el nacimiento de su ceja y el lagrimal.

Si no lo conociera tan bien pensaría que está luchando por no llorar, pero es Tristán. No llora en público. Es Tristán, el contenido. Es Tristán, para el que los sentimientos se gestionan la mayoría de las veces a través de la cabeza. Cuántas veces envidié la relación entre su cerebro y su corazón. Esa sí que es la pareja más equilibrada que he conocido jamás.

—Te lo estoy suplicando —insiste.

—No sé qué quieres que te diga. Me estás dejando. Esto me ha caído encima como un jarro de agua fría.

—Eso es injusto. Llevamos mucho tiempo peleando.

—Peleando por arreglarlo —me defiendo.

—Peleando, al fin y al cabo —puntualiza él.

Nuestros ojos se encuentran un segundo, antes de que yo desvíe la mirada hacia la taza de té que no he sido consciente de tener agarrada en las manos.

—¿Es que ya no me quieres? —le pregunto.

Bufa. Bufa mirando al cielo, donde surcan a buena velocidad unas pesadas nubes grises muy espesas.

—Claro que te quiero. Por eso tenemos que dejarlo aquí…

—¿Me dejas porque me quieres? ¿Qué es lo siguiente? ¿Morirse de ganas de vivir?

El gesto de Tristán cambia. Es imperceptible para cualquiera, pero no para mí. Se está hartando, pierde cada vez más la paciencia y la fe.

—Vale, Miri…, esto no es un «no eres tú, soy yo», es un «seamos maduros y dejemos de hacernos daño». No podemos sostener algo que tiene una semana buena, dos regulares y una francamente mala. Te quiero y tú me quieres, pero elegir al otro por encima de otras cosas implica que seamos infelices y tienes que ser capaz de verlo. No nos lo merecemos.

—¿Esto es por lo de los niños?

Se aprieta el puente de la nariz. Sé de sobra que solo es parte del problema, pero en este instante lo único que sé es esgrimir esa arma. No sé por qué, tal vez siento que me hará ganar tiempo.

—Lo de los niños está ya muy hablado. —Suspira.

—Quizá el año que viene, Tristán. Quizá el año que viene yo…, yo pueda planteármelo. Estoy en un momento de mi carrera en el que quisiera disfrutar un poco más de la libertad y no tener cargas.

—Los hijos no son cargas —puntualiza, y coloca los dos codos sobre la mesa—. Creo que este tema se vuelve más y más confuso para ti cuanto más lo hablamos.

—No es verdad. Es que…

—No voy a presionarte con eso. —Desvía la mirada. Ha tirado la toalla.

—¿Me dejas porque no he encontrado el momento para ser madre? —Y quiero hacerle muchísimo daño con esta pregunta, aunque sé que no se sentirá tan mal como yo ahora.

—Ya no sé cómo hacerlo. Tengo la sensación de que todo lo que hago y lo que soy te hace tremendamente infeliz. Estoy harto de tu trabajo. La verdad es que tu trabajo en la revista es peor que tener un bebé con cólicos, Miranda. Siempre necesita atenciones. Por su culpa, hemos pospuesto decisiones, vacaciones… Ya no soporto esta ciudad. Vine por un año… o dos. ¡Y llevo cinco! ¡Por ti! No puedo más. Y no quiero culparte de no estar a gusto, porque no te lo mereces. Estamos cansados, irascibles, enfadados… Ya ni follamos. Como mucho cada dos o tres semanas, y en un acto que se parece de forma sospechosa a cumplir el expediente. Siempre estás demasiado cansada para contarme tus cosas y yo no estoy aún lo suficientemente

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