Donde mi corazón tiene su hogar (Minstrel Valley 23)

Christine Cross

Fragmento

donde_mi_corazon_tiene_su_hogar-1

Prólogo

Belmont, Missouri. Noviembre de 1861

El rumor sordo de los disparos de los cañones reverberaba en la lejanía. El humo lo cubría todo con una espesa neblina que el viento dispersaba trayendo consigo el olor a pólvora, a sangre y a muerte.

Una fuerte ráfaga de aire azotó la lona de la tienda de campaña. Brayden no levantó la mirada de la mesa sobre la que había esparcidos mapas y algunos documentos, incluida la carta que estaba escribiendo. Hacía tiempo que había aprendido a aislarse del ruido de los disparos y de los gritos de muerte que se elevaban al cielo. Mojó de nuevo la pluma en el tintero y continuó escribiendo a la temblorosa luz de una vela.

Probablemente, cuando te llegue esta carta será ya Navidad. Puedo imaginarme el gran árbol que colocaréis en el salón, cargado de dulces; las guirnaldas en las balaustradas de madera; la chimenea encendida; el ponche del abuelo. Voy a echaros mucho de menos. Me gustaría poder estar allí, con toda la familia, pero no creo que esta guerra nos dé una tregua.

Cuando me ofrecí como voluntario para enrolarme en el ejército, nunca imaginé... El mundo parece haberse vuelto loco. He cerrado los ojos de jóvenes soldados que apenas habían dejado atrás la infancia; otros han muerto entre mis brazos mientras llamaban a sus madres; he visto campos sembrados de brazos y piernas. No quiero abrumarte con detalles, madre...

Levantó la mirada de la hoja y se quedó contemplando la lona de la tienda. ¡Dios, cómo echaba de menos a su familia! A Timmy y a Nathan, los gemelos; a su hermana, Wendy; a su abuelo y a su padre, pero, sobre todo, a su madre. Daría lo que fuera por encontrarse en ese momento acurrucado entre sus brazos, recostado contra su pecho, como cuando era niño.

En un gesto inconsciente, apretó en su mano el medallón que ella le había dado antes de partir de Boston. Se trataba de una reliquia familiar. Un óvalo perfecto, forjado en oro envejecido, en cuya superficie había grabada la imagen de una extraña flor en relieve. De un único tallo brotaban tres ramas. La del centro culminaba en una flor abierta, con un cáliz en forma de corazón y gruesos pétalos, mientras que las dos laterales, con tallos cubiertos de hojas, contenían solo sendos capullos cerrados. Una leyenda, escrita en latín, recorría el borde inferior del medallón. Un trabajo de filigrana realmente exquisito. No necesitó leer la inscripción para saber lo que ponía: Supra mortem. Más allá de la muerte.

Cuántas veces, sentado a los pies de su madre, había escuchado la historia de aquel colgante. Sus antepasados habían mandado hacer dos iguales para celebrar su amor, y el medallón había pasado de generación en generación, acompañado de la leyenda de que aquel que lo poseyera no sería defraudado por el amor mientras viviese y más allá del tiempo.

Lo apretó con fuerza en la palma de su mano y deseó que también le trajese suerte en aquella guerra. El toque de una corneta lo arrancó de sus pensamientos. La tinta se había secado en la punta de la pluma y la sumergió de nuevo en el tintero. Tenía que terminar esa carta. No sabía cuándo podría volver a escribir otra. Estampó su firma y agitó el papel para que se secara.

Acababa de introducir la carta en un sobre cuando un soldado entró en la tienda.

—Capitán Scott, estamos listos —le anunció.

—Gracias, Frank. —Se puso de pie y se abrochó la guerrera azul. El joven se adelantó para ayudarlo a colocarse el fajín rojo—. Encárgate de entregar esta carta al correo.

El soldado asintió y tomó el sobre.

—A sus órdenes.

Brayden cogió el cinturón, del que colgaba su espada, y se colocó el sombrero. Luego recogió el medallón de la mesa y se lo guardó en el bolsillo antes de ponerse los guantes blancos.

—¿Dónde está? —preguntó cuando salió de la tienda.

Apenas había amanecido. Los tibios rayos de sol rozaban los campos bañados por la escarcha que el frío de la noche había extendido sobre la llanura.

—El general Grant se encuentra junto a los caballos.

—Bien, regresa a tu puesto y no te olvides de la carta.

—A la orden, señor.

Frank se cuadró y se despidió con un saludo militar antes de echar a correr, atravesando el campamento. Él se dirigió al cercado donde guardaban los caballos.

En el campamento había una gran agitación. Algunos soldados desmontaban las tiendas, mientras la gran mayoría corría en busca de su regimiento para formar filas. Se notaba el nerviosismo en aquellos rostros jóvenes. Muchos de ellos era la primera vez que participaban en una batalla. Brayden deseó que no fuese también la última.

Su mirada se centró en el general Grant. El bayo que montaba se removía inquieto, soltando vaho por los hollares, aunque él se mantenía firme y seguro sobre la montura. Era un excelente jinete, y lo había demostrado con creces durante sus años como estudiante en la Academia de West Point.

—Capitán Scott —lo saludó cuando lo vio acercarse.

—General.

—¿Están listos sus hombres? —No esperó respuesta, daba por supuesto que así sería—. Hoy vamos a conseguir una victoria.

A pesar de la seguridad que mostraba tanto en su rostro delgado, cubierto con una poblada barba que caía sobre su pecho, como en su voz, Brayden no se sentía tan confiado. De alguna manera, tenía un mal presentimiento, aunque no podía expresarlo en voz alta. Se limitó a asentir con la cabeza.

Un joven soldado trajo su caballo, un alazán negro, y subió a la grupa. De inmediato, otro soldado —apenas un niño— se situó a su lado, portando la bandera del Ejército de la Unión, las barras y estrellas. El general alzó la mano.

—¡Adelante!

Las dos compañías de caballería avanzaron, seguidas por los cuatro regimientos de Infantería de Illinois, uno de Iowa, y seis cañones. Una fuerza de tres mil hombres, divididos en dos brigadas. Subieron a bordo de los barcos de vapor que esperaban en el río Mississippi y continuaron su navegación, abandonando las costas de Kentucky, hasta llegar a su destino.

Desembarcaron a tres millas al norte de Belmont y recorrieron el camino en silencio. El Ejército Confederado tenía una guarnición en Columbus con seis baterías de cañones, entre ellos el Lady Polk, el más grande que poseía la Confederación, bautizado así en honor del general Polk. Se detuvieron a una milla de Belmont. En un campo de maíz, los confederados habían extendido una línea defensiva. El general Grant dio la orden de ataque.

Brayden azuzó a su caballo, encabezando el grueso de la caballería. Durante más de una hora se mantuvo firme en su posición, animando a los soldados de infantería, maldiciendo en silencio aquella aborrecible guerra al ver los cuerpos sin vida de tantos jóvenes de ambos bandos. El estallido de un cañonazo lo sobresaltó.

La artillería de la Unión, que acababa de llegar al lugar de la batalla, giró la suerte a su favor. El ejército enemigo comenzó a replegarse. En medio del caos ruidoso de los disparos, escuchó la voz del general.

—¡Avanzad!

Siguiendo la orden, condujo a sus hombres en pos de los soldados que se retiraban, hasta que alcanzaron el campamento confederado

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