Capítulo 1. Naomi
La voz masculina, un poco temblorosa, se alza por encima del coro femenino mientras reitera el estribillo:
—I need money. That’s what I want!
La música es indudablemente pegadiza y el sonido de la pandereta junto al teclado y un irreverente bajo que se abre paso sin pedir permiso hacen que los pies se muevan aunque no quieras.
Sentada en mi tocador mientras me recojo el cabello en una coleta, apenas puedo estarme quieta cuando, a través de las ondas de la radio, escucho esta canción.
—Your love give me such a thrill. But your love don’t pay my bills. I need money…
Al final cedo a mis impulsos y también muevo los brazos y las manos. Bailo como si estuviera en una fiesta. Aunque nunca he asistido a ninguna.
Mis padres no me lo han permitido porque no está bien visto para una chica de clase alta.
Las únicas ocasiones de ocio y esparcimiento de mi vida han consistido en aburridas puestas de largo de algunas jóvenes de mi círculo social, en las que, obviamente, está mal visto bailar como una loca.
Ahora, en mi dormitorio, puedo liberar todos esos años de represión adolescente, así que me pongo en pie y sacudo todo mi cuerpo sin demasiado ritmo pero con auténtica alegría.
Give me money (That’s what I want)
Oh, lots of money (That’s what I want)
All those lean greens, yeah (That’s what I want)
I got that, uh, that’s what I mean (That’s what I want)
Sí, soy una persona a la que nunca se le ha dado bien coordinar las extremidades salvo para andar recta y actuar correctamente, ya que eso no requiere demasiado talento ni habilidades atléticas.
«Espalda tiesa y cabeza alta» son las palabras preferidas de mi madre. Sin olvidar la que he llegado a odiar por el empeño que mi progenitora ha puesto en su repetición: «señorita».
Ni siquiera ahora, con veintidós años recién cumplidos y de regreso desde Nueva York con mi puesto como maestra en una escuela secundaria, puedo librarme de esa cantinela sobre lo que se espera de mí y de mis modales.
—Y este ha sido el éxito Money, interpretado por Barrett Strong, perteneciente al sello discográfico Motown-Records, que nos demuestra que en Detroit se puede hacer buena música desde hace unos años —dice el locutor del programa de radio.
Detroit. Mi ciudad. Algo más de cuarenta y cinco mil habitantes dan forma a esta urbe que ha experimentado un crecimiento increíble en las últimas décadas, gracias, sobre todo, a la industria automovilística. Por algo la llaman «Motor City».
—¡Naomi, baja! —escucho a mi madre.
—¡Ya voy!
Me echo un último vistazo al espejo. Me he puesto una falda de tubo y un jersey crema. Apenas me he maquillado.
Me apresuro a descender los escalones. Mi madre me está esperando en la cocina, y, en cuanto accedo, percibo el aroma del desayuno.
—¡Qué bien huele! —exclamo aproximándome a la mesa. Hay tortitas recién hechas, mantequilla de cacahuete y café. La vajilla, de melanina, tiene colores vivos y es una edición de lujo de la marca Prolon, uno de los últimos caprichos de mi progenitora.
En el salón, la televisión está encendida y mi padre hojea el periódico sentado en el sofá. Supongo que no va a decirme nada para animarme en mi primer día de trabajo porque en realidad no le parece bien.
—Primero siéntate como una señorita —me dice mi madre cuando ve que hago ademán de agarrar una tostada.
Resoplo un poco y obedezco, dejándome caer sobre la silla con cierta teatralidad.
Mi madre, que luce un vestido amarillo de talle alto y sus gafas alargadas, se anuda con más fuerza el delantal a su cintura. A pesar de lo pronto que es, sé que va a comenzar a preparar ya la comida y que pasará toda la mañana entre los fogones de gas y lo hará encantada.
Yo, sin embargo, siento una presión en el pecho cada vez que la veo así. Y, sobre todo, imaginándome en su misma situación.
Pero ella es feliz. Lo ha sido siempre. Nunca he escuchado una queja salir de sus labios, eternamente adornados por su dulce sonrisa.
—¿Qué instituto has elegido al final?
La pregunta que he estado postergando. Hace semanas que sé mi destino, pero lo he ocultado. He jugado al despiste y he cambiado de tema cada vez que me han preguntado.
Pero ya no me puedo escapar durante más tiempo.
—El Northern High School —confieso.
El rostro de mi madre cambia, congelándose. Pero eso no me asusta. Cuando escucho detrás de mí que mi padre se ha puesto en movimiento, y se ha levantado del sofá, cuyos muelles han crujido delatándole, contengo el aliento y tiemblo.
—¿El instituto del centro? —brama.
Me fijo en su rostro severo, con las cejas pobladas en las que se cuela alguna cana; en el cabello peinado con la raya a un lado que siempre lleva demasiado engominado; pero, más que nada, centro mi atención en sus ojos, que me miran con fiereza y, sobre todo, con decepción.
Otra vez.
—¿Cómo se te ha ocurrido?
—Había una plaza libre y me pareció conveniente.
—¿Conveniente? —Su voz se eleva unas cuantas notas, atronadora. Siento que me encojo un poco, que los hombros se me hunden, pero quiero reafirmarme, porque mi decisión ya está tomada—. ¿Es que no sabes qué clase de lugar es?
—Es un instituto como cualquier otro.
No lo es. Por supuesto que no. La zona del centro se ha complicado a lo largo de los últimos años, sobre todo, desde que la gente como nosotros, blancos y adinerados, la abandonamos para instalarnos en preciosas casitas en los suburbios y con nuestra fuga, también nos llevamos el dinero, los comercios y los buenos profesores.
—Sabes que eso no es así —sentencia mi padre señalándome con su dedo índice—. Te vas a dar de bruces con la realidad, Naomi. Eres demasiado ingenua.
—¿No será peligroso? —dice mi madre, asustada.
—¡Mamá! —le digo—. ¡Claro que no! Solo es un instituto con adolescentes. He estado viviendo en Nueva York los últimos años. Sé valerme por mí misma.
—Creo que se te olvida en qué zona de Nueva York has estado viviendo y gracias a quién —me ataca de nuevo mi padre.
¿Cómo podría olvidarlo? Han sido ellos los que me han permitido estudiar, costeándolo todo, pero no porque crean que es lo mejor para mí, no porque apoyen mis sueños. Siempre he sabido que lo han hecho hasta que alcanzara una determinada edad en la que dejarían de verme como a una niña y entonces se sentirían capaces de condenarme a la misma vida que mi madre ha tenido.
Ante la idea, me estremezco.
—Se me hace tarde y tengo que coger el autobús —es lo único que puedo decir.
Sé que a partir de hoy las cosas van a enturbiarse. Que ha empezado una batalla con mi padre en la que él no dudará en atacarme hasta debilitarme.
Cualquier error que cometa supondrá mi derrota y perderé mis sueños, mi libertad, esta frágil independencia apenas dibujada.
Cuando abandono la casa, tengo una plegaria bailando entre los labios.
Por favor, por favor. Que pueda cambiar las cosas.
Capítulo 2. Darry
Aquí, donde se producen más del cincuenta por cierto de los coches del mundo, sucede algo bastante curioso. A pesar de que tengas un trabajo en esa industria, lo más difícil es escapar. No puedes soñar con mucho más. Sobre todo, si eres afroamericano y vives en la calle 12 al norte de West Grand Boulevard. ¿Y sabéis qué? Eso es exactamente lo que me pasa.
—Darry —dice mi abuela—, cuando acabes del trabajo recoge a tu hermano. Asegúrate de que no se mete en líos.
—Si quieres que no se meta en líos, déjame que hable con el capataz de la fábrica. A lo mejor si trabaja…
—¡Ni se te ocurra! —Ella alza la voz—. Solo es un niño. Tiene que ir al instituto.
—¿No tiene ya diecisiete años? A esa edad empecé yo en la Ford, abuela. ¿O es que no te acuerdas? —Mis palabras le llegan y veo que se tensan sus hombros durante un instante como cada vez que recuerda a mi padre.
—Las cosas vienen como vienen, muchacho —me responde ella, sin mirarme—. Y ya sabes lo que pasó.
Claro que lo sé. Mi padre murió en la maldita guerra de Corea hace siete años y mi felicidad desapareció. De la noche a la mañana no teníamos ingresos y mi abuela apenas podía alimentarse a sí misma, así que me tocó dar un paso adelante y aceptar el primer trabajo que me salió.
«Hola, Ford Motor Company, aquí tienes otro peón más para tu cadena de montaje por el módico precio de 6 dólares al día».
—Por supuesto que lo sé. Aunque tú hayas decidido no hablar de ello —le replico.
Me pongo la gorra de lana y cojo la fiambrera de metal que hay sobre la mesa.
—Espero que no tengas que pasar por el dolor de perder a alguien —la escucho decir, justo en el momento en que agarro el pomo de la puerta. Su último ataque antes de marcharme, porque mi abuela es muy selectiva con su silencio, pero también increíblemente certera con sus palabras cuando quiere hacer daño o, simplemente, dar pena.
Solo que hoy estoy demasiado cansado para sentir nada.
—Volveré para cenar —es lo único que respondo.
No la miro. No quiero ver sus ojos verdes, tan parecidos a los míos.
Sí, seguramente os estaréis preguntando cómo es que una mujer negra tiene los ojos verdes. Bueno, digamos que mi bisabuela se enamoró de un hombre blanco en una plantación sureña y, como imaginaréis, la cosa no salió demasiado bien.
Así es como los Andersen llegamos a Detroit. Y ahí fue, tal y como dice mi abuela, donde empezó nuestra maldición.
Porque, según ella, solemos enamorarnos de alguien que nos arruinará la vida.
Poco halagüeño, ¿verdad?
Por suerte para mí, el amor no entra mis planes. Con sobrevivir a cada día en la maldita fábrica ya tengo bastante.
Abandono nuestra pequeña casa. En el exterior me recibe el frío. Es octubre y apenas hace una hora que ha amanecido. Atravieso el descampado plagado de caravanas mientras aprecio el olor de siempre, esa mezcla de basura, barro, materiales oxidados y pobreza. Es el olor de la calle 12. Para los que llevamos toda la vida aquí es un olor familiar que ni siquiera nos desagrada. Habrá quien ni siquiera lo considere extraño. Pero yo he estado en otros barrios. En concreto, al otro lado del muro. Sí, así es. Aquí hay un muro que separa nuestro barrio afroamericano (en el norte) de los suburbios de blancos. Dicen que pronto el muro desaparecerá, pero el caso es que lleva veinte años y no parece que nadie planee tirarlo.
A los políticos poderosos que mueven el dinero en esta ciudad les gusta demasiado.
Pero, como os decía, una vez, hace años, me colé al otro lado. Y descubrí un mundo nuevo. Casas grandes, con jardines frontales y vallas blancas. Incluso un lago, el Saint Clair, que comparte nombre con uno de los barrios.
Ya manda narices que puedas tener hasta un lago en tu vecindario.
St. Clair Shores, Eastpointe, Ferndale y Southfield comparten en común no solo las casitas bonitas, el acceso a tiendas y las mejores escuelas, lo que más les une es esa manera de mirarnos por encima del hombro o incluso de echarnos de sus calles a patadas.
Eso es lo que nos sucedió a mi hermano y a mí, dejándome una lección de vida inesperada.
Un negro en un barrio rico es insignificante, dos ya son una amenaza.
Una ráfaga helada me envuelve y me encojo un poco mientras acelero el paso. No demasiado lejos percibo el ladrido furioso de un perro, una pelea entre un hombre y una mujer, el ruido de las fábricas que no duermen.
Sé que cerca de aquí, a apenas unas millas, hay un lugar donde los nuestros también pueden soñar.
Lo sé y lo he visto. Sé que tiene la fachada blanca y azul y dos palabras escritas: Hitsville, USA.
El hogar de la música afroamericana que está dando la vuelta al mundo. Motown-Records, también conocida como Tamla-Motown, creada por Berry Gordy.
Algo en mi cabeza me dice que varíe el trayecto, que tome la calle lateral que me queda a la izquierda y que eche un nuevo vistazo a ese sitio donde la música puede cambiar tu destino.
No, no, no.
«El mío ya no tiene arreglo», me recuerdo.
Así que agacho la cabeza y ordeno a mis pies que se muevan aún más deprisa. No tardo en ver el enorme edificio de la Ford, con sus elevadas chimeneas encaradas al cielo escupiendo grandes masas de humo gris.
Las puertas de metal se abren desplazándose a un lado con un graznido. Los del turno de noche salen, solos o en grupos, sucios, magullados, arrastrando los pies. Otra jornada más que han sobrevivido al infierno.
Y, como siempre, yo solo deseo ser capaz de lograrlo hoy también.
Capítulo 3. Naomi
Mi primer día en el Northern High School.
Apenas hace cinco años que las escuelas secundarias de Detroit empezaron a admitir estudiantes femeninas. De hecho, cuando yo quise estudiar, mis padres me enviaron a Nueva York, donde he pasado los últimos años. Podría haberme quedado allí, ya que uno de mis profesores me ofreció un puesto en un instituto, pero siempre he tenido claro que quería volver a casa.
Y Detroit es mi casa.
Mis ojos se van, sin poder evitarlo, a la única muchacha. Ocupa una de las últimas filas. El subdirector Farrell me ha hablado de ella. Me ha dicho que proviene de los conocidos como proyectos de viviendas Brewster-Douglas, unos enormes complejos que ocupan cinco cuadras de largo y tres cuadras de ancho y en los que habitan entre 8.000 y 10.000 residentes, casi todos pobres, ya que son viviendas públicas creadas por la Comisión de Vivienda de Detroit.
Al parecer, es una estudiante sobresaliente, unos años mayor que el resto de estudiantes, a la que el consistorio le ha otorgado una beca.
Luce unos pantalones de pana y un jersey de lana con cuello de tortuga y su cabello negro está recogido en un moño a un lado. Es preciosa, con unos ojos enormes y un rostro equilibrado. Sin embargo, destila cierto nerviosismo que puedo ver en sus hombros rígidos y en su espalda recta.
También es su primer día. E imagino que es mucho más difícil que el mío.
—¡Un poco de silencio, por favor! —La voz del director Cavannah se eleva por encima del murmullo que provocan los estudiantes.
Aún tardan unos segundos en obedecerle.
—Os presento a la señorita Robinson, que va a ser vuestra profesora y tutora a lo largo de este curso académico. Espero que os comportéis como seres humanos y no como una panda de inútiles.
A medida que escucho sus palabras, me quedo helada. ¿Cómo puede tratarlos así?
—Señor Cavannah —le interrumpo—, estoy segura de que van a comportarse.
Sé que mis palabras le molestan, que es, en cierto modo, un desafío a su figura, pero cuando miro de reojo a mis alumnos, que me contemplan, sorprendidos y expectantes, pienso que me los he ganado un poquito.
Y para empezar eso es más que suficiente.
Sin embargo, mi euforia dura poco.
—Señorita Robinson —su expresión ha cambiado, y ahora es una máscara fría—, espero que sea capaz de conservar esta ilusión de la que acaba de hacer gala a lo largo de todo el curso.
Soy consciente de que he metido la pata, pero no voy a echarme atrás, así que sonrío, con una expresión totalmente falsa y añado:
—Seguro que lo consigo.
Él chasquea la lengua y me aparta la mirada, disgustado.
—Ingenua —musita por lo bajo. Luego alza la cara y recorre la sala con sus ojos fieros—. Lo dicho: comportaos.
Cuando sale por la puerta, se hace un silencio extraño. Yo me he quedado de pie junto a mi mesa y, de repente, los nervios me atenazan el estómago y me siento sobrepasada.
Y, por supuesto, mis alumnos se dan cuenta de mi debilidad y comienzan a hablar y a jugar entre ellos, ignorándome.
Solo espero no haberlos perdido por completo, así que carraspeo y pido silencio.
No me hacen caso, de modo que alzo la voz, pero ellos siguen ignorándome.
—¡Vale, callaos! —dice un chico con gafas. Me fijo en él. Debe tener diecisiete o dieciocho años. A su lado,