Dos copas en Sitges (Trilogía Un cóctel en Chueca 2)

Josu Diamond

Fragmento

1. Mauro

1

Mauro

El aire que entraba por las ventanillas del coche impedía que Mauro pudiera cerrar bien los ojos y, por un momento, pensó que le iba a dar una conjuntivitis de campeonato. Delante de él iba Gael y, conduciendo, cómo no, Míster Iker Gaitán. Habían encendido la radio con el bluetooth conectado desde el teléfono de alguno de sus amigos. Él no sabía cuál de los dos le estaba deleitando con aquella lista de reproducción, pero poco le importaba. Tenía una sonrisa en los labios porque iban gritando a pleno pulmón cada éxito pop que se pusiera en su camino. En ese momento, sonaba La Oreja de Van Gogh, de lo poco que Mauro conocía y también podría cantar.

Como esos cuadros que aún están por colgar... —comenzó a entonar Gael, fingiendo que tenía un micrófono en la mano. No era más que un paquete de clínex.

Como el mantel de la cena de ayer... —continuó Iker.

Siempre esperando que te diga algo más... —se atrevió a cantar Mauro.

—¡Y mis sentidas palabras no quieren volar! —gritaron los tres amigos al unísono.

Después, Iker fingió tocar una guitarra eléctrica invisible y continuaron su actuación hasta que la canción terminó. Mauro volvió a mirar por la ventanilla en cuanto hubo recuperado el aliento. Había visto que Cataluña no estaba tan cerca como pensaba y que se tirarían un buen rato en la carretera. Pese a esos momentos divertidos, el viaje ya se le estaba haciendo cuesta arriba. Le dolía el culo de estar en ese asiento tan incómodo del coche de alquiler que había conseguido Iker. ¡Una hora llevaban ya montados en el coche! Y acababa de ver en un cartel que aún no habían salido de Madrid. ¿Desde cuándo la ciudad era tan grande?

La mano de Gael se asomó de pronto con una bolsa de Cheetos Pandilla enorme.

—¿Quiere? —le ofreció a Mauro.

Este negó con la cabeza, pero la bolsa siguió ahí.

—¿Quiere o no? —La meneó.

—Ay, que no he hablado. Es que voy a otras cosas —se disculpó Mauro entre risas.

—¿A cuáles? —Gael, desde la inocencia, hizo aquella pregunta.

La vista de Mauro se desvió como un rayo hacia el retrovisor, desde donde podía apreciar la mirada masculina de Iker con el ceño fruncido, molesto de pronto. Claro, si es que ellos estaban un poco mal. Atrás quedaban las tardes de compras o las noches de fiesta. Llevaban prácticamente un mes sin hablarse, tensos, fríos, desde que Iker se hubiera tropezado con Héctor en casa. Honestamente, Mauro no entendía del todo ese desdén hacia él y hacia quien parecía que se iba a convertir en su primera pareja formal. Ya estaba todo solucionado con Héctor después de la discusión, pero con Iker... Las cosas eran bien distintas.

Todo había cambiado. A peor.

—Nada, nada —dijo Mauro. Prefería no hablar del tema.

Que las canciones de La Oreja de Van Gogh hubieran servido para que al menos cantaran juntos en un coche de dos metros cuadrados fue de agradecer, aunque ya mismo habían vuelto al estado habitual: no dirigirse ni una mísera palabra. Vamos, que últimamente se comunicaban con monosílabos o con gestos por causas de fuerza mayor.

El olor a Cheetos inundó el vehículo en pocos segundos, y a Mauro se le antojaron de pronto. Le pidió a Gael, que volvió a poner la bolsa en un punto intermedio. Cuando Mauro metió la mano en la bolsa, distraído con su teléfono, se chocó con algo. Alzó la mirada y descubrió que se trataba de la mano de Iker.

Ninguno de los dos la quitó, peleando por coger más fantasmitos que el otro. No dijeron nada tampoco, porque luego comieron. Y ya.

Ese había sido el contacto físico más estrecho que habían tenido desde hacía casi un mes.

Mauro miró melancólico por la ventanilla, pensando en Andrés. Le quedaban cientos de kilómetros para reencontrarse con él, si es que lo hacía. Se la estaban jugando a un milagro, como poco. Tenían poca información sobre su paradero, más allá de alguna foto en redes sociales que había subido Efrén, su pareja tóxica, que parecía alardear de nueva vida. Estaban en algún lugar de Sitges, aunque era probable que Andrés trabajara en Barcelona. Al final, uno de los mayores motivos que le habían llevado a mudarse era ese, encontrar un buen trabajo en la capital. Mauro cruzó los dedos para que así fuera; él siempre le había contado que allí es donde estaba toda la movida literaria. Si al menos había conseguido entrar en alguna editorial que le gustaba, no todo estaba tan perdido como parecía a primera vista.

Por los altavoces sonaba ahora una canción de Las Bistecs, un grupo que según Iker se había separado y no volvería a cantar nunca más, pero cuyo impacto cultural había sido histórico. Sin embargo, Mauro nunca había escuchado nada de ellas, así que prestó atención a la música.

Griegos, romanos, son todos humanos. Mientras vivieron columnas construyeron... ¡Dórica, dórica, jónica, jónica, corintia, corintia, corintia!

Iker reía y gritaba la letra, la cual no es que fuera de mal gusto para Mauro, sino también para Gael, que se quejó.

—Bebé, usted no tiene gusto musical —le dijo.

La respuesta del conductor fue gritar aún más alto, subir el volumen y realizar una coreografía con los brazos. Mauro, pese a su enfado con él, no pudo evitar contagiarse de la felicidad de aquel momento tan pintoresco y rio por lo bajo, disfrutando de la visión que la vida le dejaba del chico que le...

Un mensaje de Héctor llegó e hizo vibrar su teléfono. Lo llevaba sobre las piernas, así que lo cogió enseguida, no sin antes chuparse los dedos para no mancharlo del polvo anaranjado de los Cheetos. Héctor le deseaba suerte en su viaje y decía que ya le echaba de menos.

Yo también te echo de menos ya

Nos vemos en nada

Te contaré a la vuelta

Besitos

Aún se sentía raro con él, hablando así, compartiendo tanto. Sí, aquello había surgido y fluido, pero desde la discusión en su casa, todo había cambiado. Mauro lo notaba. Y no, no había cambiado nada en lo que fuera que tuvieran, sino en él. Dentro de él.

—En nada tendremos que parar a repostar; me han dado el coche con casi nada de gasolina, los muy cabrones —se quejó Iker.

Mauro asintió y se guardó el teléfono en el bolsillo, y menos mal que lo hizo, porque de pronto sintió que algo explotaba y salían disparados hacia un lateral de la carretera.

—QUÉ COJONEEES —gritó Iker. Movió con rapidez el volante, tratando de evitar un accidente mayor.

Tanto Gael como Mauro gritaron mientras se sujetaban a lo primero que pillaron. Madre mía si gritaban. Mauro cerró los ojos con much

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