Enamorar a un escocés (Los Gresham 6)

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Capítulo 1

Stirling. Escocia. 1843

Geraldine fijó su mirada en las desgastadas letras en gaélico talladas en el arco de piedra, Aislingean, hasta que el carruaje lo traspasó para adentrarse en el camino ascendente, al final del cual se adivinaba, más que se veía entre la niebla, el que sería su nuevo hogar. Cerró la cortinilla y volvió a recostarse en el asiento procurando no mirar al hombre que dormitaba frente a ella, preguntándose qué era lo que estaba haciendo y volviendo a desear que él hubiera hecho el viaje a lomos de su caballo, que iba atado a la trasera del carruaje.

Se habían conocido cinco años antes en los jardines de Vauxhall, durante la primera salida que ella hizo tras el periodo de luto por la muerte de su primer marido, Archibald Green, que deseaba se estuviese pudriendo en el infierno. Sin demasiados medios de subsistencia y un niño al que sacar adelante, lo único bueno que le había dejado Archibald, fue presa fácil para Samuel Meller, entonces barón Talbot, espía de la Corona. Le ofreció un trabajo bajo sus órdenes, un internado para su hijo y una remuneración más que decente con la que mantenerse y emprender una nueva vida; su viudedad le otorgaba ciertos privilegios de los que no gozaba una mujer soltera, y Meller necesitaba una agente que pudiera conseguirle información. De ese modo se había convertido en «funcionaria» del Gobierno, como le gustaba llamarse. Habían formado un buen binomio. Incluso le había sido otorgado a ella el título de baronesa y a Samuel el de vizconde Marble después de su último trabajo para el esposo de la reina Victoria. Sin embargo, era demasiado lo que había arriesgado, su propio corazón, y no dejaba de lamentarlo.

—El nombre lo eligió mi abuela —le oyó decir de pronto a Samuel, arrancándola de sus cavilaciones—. Me pertenece desde los dos años, nos mudamos al recibirla en herencia tras su fallecimiento, convirtiéndola en la residencia familiar.

—¿De modo que no naciste aquí?

—Nací en Thurso, al norte de las Highlands.

—¿Y Aislingean significa…?

—Sueños.

Una ironía del destino, pensó la joven, puesto que era justo eso lo que ella había perdido: los sueños.

No volvieron a hablarse hasta que el coche paró, después de haber transitado por el sendero pedregoso que acabó por molerle los huesos. Procurando mostrar una serenidad que no tenía, se cubrió más con la capa de piel y, tan pronto como Samuel bajó para tenderle la mano, descendió del vehículo. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral al contacto con aquellos dedos largos enfundados en guantes de cabritilla, y retiró la suya al instante.

Observó la mansión con creciente asombro en tanto el cochero comenzaba a bajar los baúles. Se trataba de una construcción cuadrada de piedra gris, casi palaciega, que le pareció rodeada de un halo de tristeza. Dos torres flanqueaban el edificio principal, una de las cuales se veía ennegrecida y en ruinas. Le produjo una sensación de inquietud, y a punto estaba de preguntar al hombre con el que acababa de casarse sobre su lamentable estado cuando una pareja abrió el pesado portón de entrada y bajó los escalones con prisas.

—Bienvenido, milord —saludó el hombre de aspecto taciturno, de unos sesenta años, abundante cabellera del mismo color que la escarcha que cubría tejados y caminos, y apagados ojos del color del musgo—. Milady.

—¡Mi pequeño McKinnion! —exclamó ella, tomando entre sus manos las que Samuel le tendía para apretarlas con visibles muestras de cariño. Algo más baja, de parecida edad a la del criado, lucía un cabello rubio ceniza recogido en un sencillo moño; sus ojos oscuros brillaban por las lágrimas contenidas. Desvió la atención de Samuel para centrarla en la joven que lo acompañaba, haciendo una pequeña reverencia—. Milady, es un honor tenerla aquí.

—Un placer —correspondió Geraldine, a quien el modo tan cercano de dirigirse a su esposo la dejó un tanto desconcertada.

—Ellos son Andreas y Coira Weir; Coira ha sido como una segunda madre para mí. Deje esa bolsa pequeña aquí, por favor —indicó al cochero—. Han cuidado de todo esto desde que me fui a Londres, se podría decir que son más dueños de Aislingean que yo mismo. Os presento a la vizcondesa Marble.

Geraldine se mordió la lengua al recibir la ligera reverencia por parte de ambos.

«Vizcondesa Marble, sí, que no tu esposa», pensó con amargura.

La angustia le provocó un agudo dolor en el pecho, pero consiguió regalar una sonrisa a la criada, que se hizo cargo de la bolsa que contenía sus objetos personales, y la siguió al interior.

No pudo evitar un gesto de admiración al encontrarse en un vestíbulo cuadrado de brillantes baldosas, alto techo y muros de piedra cubiertos con tapices, desde el que partía una escalera doble que ascendía al piso superior. Los escasos muebles, de madera oscura, se veían lustrosos. Le encantó el detalle de varios búcaros de pequeño tamaño con romero, que expandía su olor por todos lados, y los haces de colores que formaba la luz penetrando por las alargadas ventanas de arco.

Siguió los pasos de la otra, que subía ya las escaleras a buen ritmo, para adentrarse en un pasillo que torcía a la derecha, hasta llegar a una puerta que la mujer empujó, cediéndole la entrada. Antes de poder poner un pie dentro del cuarto le llegó la voz seca de Samuel.

—La vizcondesa tiene un sueño inquieto, Coira. ¿Está preparada la habitación malva?

—Lo está.

—Entonces es mejor que la instales en ella.

La escocesa se quedó mirando a su señor, dudó unos segundos y acabó asintiendo.

—¿Me acompaña, milady?

Hubo un momento de tensión en el que Geraldine y Meller cruzaron una mirada fría. Solo eso. Ni una palabra, ni un reproche. ¿Para qué?, se dijo la joven. Elevó el mentón y fue tras Coira, que aguardaba ya frente a otra puerta al final de la galería.

—Milord ha hecho bien en elegiros este cuarto, milady; es el que tiene mejor luz, y la vista del castillo desde aquí es preciosa. ¿Deseáis reponeros del viaje? Ahora mismo subiré algo de comer y…

—No es necesario, señora Weir, no tengo apetito, es usted muy amable. Sí descansaré un rato, estoy agotada.

Coira se adelantó para abrirle las cobijas de la cama. Al mismo tiempo, su esposo entró cargando uno de los baúles que depositó en una esquina del cuarto. A una indicación silenciosa de su mujer, prendió la chimenea y el cuarto comenzó a caldearse.

—Más tarde colocaré su equipaje, milady. Ahora, descanse. Y bienvenida a su hogar, esperamos que todo sea de su agrado.

—Gracias, señora Weir. Gracias, señor Weir.

Al cerrar la puerta y quedar a solas, Geraldine se dejó caer contra la madera, se metió un puño en la boca y ahogó el sollozo que llevaba reprimiendo desde hacía un buen rato. Poco a poco, permitió que sus piernas cediesen hasta acabar arrodillada en el suelo, con lágrimas amargas rodando por sus mejillas.

«¿Qué he hecho, Dios mío?».

Tres meses antes había recibido la primera nota amenazándola. No la asustó. Tampoco lo hizo la segunda, quince días más tarde. Pero la tercera había conseguido ponerle un nudo en el estómago, porqu

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