El amor y otras mentiras

Mikaella Clements y Onjuli Datta

Fragmento

libro-3

1

El primer día, Win bajó al vestíbulo de La Réserve para recibir personalmente a Leo. Él estaba sentado sobre la maleta, con una mano en el bolsillo. Llevaba camiseta blanca, vaqueros y zapatos marrones de piel. Parecía tranquilo.

—Hola —dijo Win.

Leo sonrió y levantó las cejas de esa forma tan característica y familiar. Se había rapado el pelo desde la última vez que lo había visto. Se levantó y se acercó a ella.

—Aquí no hay cámaras, tranquilo.

Él levantó las manos en un gesto de rendición, retrocedió y sonrió.

—Estás muy guapa.

En el vestíbulo reinaba la tranquilidad. La luz verdosa y dorada los envolvía y el aroma del salitre y de las flores silvestres flotaba en el aire de la plácida tarde, mientras el personal iba de aquí para allá con diligencia, fingiendo no haberlos visto. Win había olvidado lo que se sentía al hallarse bajo la intensa mirada de Leo. Estaba acostumbrada a ser el centro de atención, pero de una forma caótica y exaltada, entre flashes, gritos y una efusión de emociones. La atención de Leo era constante y deliberada, como una mano tranquilizadora sobre el hombro.

Ella todavía estaba agitada y alterada a causa del jet lag y del vuelo en sí. Habían tenido turbulencias sobre el Atlántico y, aunque se trataba de un vuelo nocturno, nadie había pegado ojo. Win había pasado la mayor parte del tiempo tratando de concentrarse en los guiones y evitando hablar con su publicista. Los teléfonos de los pasajeros se iluminaban constantemente en la penumbra que la rodeaba. Ella había fingido ignorar que todos los mensajes hablaban de ella.

Cuando por fin aterrizaron y llegaron a Saint-Tropez a primera hora de la mañana, todavía estaba demasiado inquieta como para dormir, así que había pasado la mayor parte del día en la cama con el ordenador portátil, leyendo correos electrónicos y haciendo todo lo posible para seguir desconectada. Había mirado por la ventana para ver el paisaje una sola vez; algunos fanes habían colgado una pancarta enorme orientada hacia su suite, una sábana en la que habían escrito con pintura rosa de purpurina: ON T'ADORE WHITMAN. Le habían enviado varios ramos de flores frescas a la habitación con mensajes solidarios de espectadores y conocidos de la industria. Por la tarde había llegado el equipo de maquilladores y habían empezado las llamadas, la recepción de vestidos de alta costura enviados por diseñadores esperanzados y el bullicio de la prensa al otro lado de la ventana, mientras Leo viajaba discretamente desde Berlín al hotel que el equipo de Win había elegido. Este se hallaba en lo alto de los acantilados, era lujoso, privado y estaban encantados de recibirlos en él.

—Siento haberte avisado con tan poca antelación —se excusó Win—. Te has cortado el pelo —añadió.

Él se acarició la cabeza rapada. Casi impresionaba ver a Leo sin la mata de pelo que suavizaba su aspecto. Así sus facciones parecían mucho más marcadas.

La publicista de Win, Marie, había comentado una vez que Leo tenía una cara «bien hecha»: estructura ósea sobria, labios carnosos, ojos oscuros y penetrantes. Era alto, esbelto y caminaba como si se dispusiera a protestar por algo, pero no tuviera prisa por llegar.

—Se me ocurrió que podría aportar algo a la historia —explicó él.

Se miraron de arriba abajo. Entre el ajetreo de los medios de comunicación y el control de daños, Win había olvidado prepararse para volver a ver a Leo por primera vez en dieciocho meses, como mínimo. Estaba tan guapo como siempre; quizás parecía un poco mayor sin el pelo.

—Puedes tocarlo, si quieres —le dijo él.

Win extendió la mano y le acarició el cráneo con el pulgar, desde la sien hasta detrás de la oreja. Comprobó sorprendida que su tacto era sedoso, suave como el pelaje de un animal. Volvió a acariciarlo a contrapelo.

Su asistente, Emil, se acercó a ellos apresuradamente desde el mostrador de recepción, le puso una tarjeta magnética a Leo en la mano y miró hacia atrás, como si lo estuvieran persiguiendo.

—Deberíamos irnos. Han visto llegar a Leo.

Win apartó la vista de este y su mirada dejó atrás al personal y a los guardias de seguridad, que corrían de aquí para allá para posarse sobre las puertas acristaladas del vestíbulo. No podía ver nada desde ese ángulo y seguramente el hotel habría intentado mantener alejados a los paparazis de sus terrenos, pero pudo oírlo: un rumor sordo de excitación y voces que rivalizaban con el sonido del océano. Estaba a punto de ponerse el sol. Iban a llegar tarde.

Win se volvió hacia Leo.

—¿Estás listo?

—Sí, he estado practicando en el coche. —Leo se aclaró la garganta—. «Sin comentarios. Sin comentarios. Sí, el sexo es increíble» —dijo con voz grave, frunciendo el ceño solemnemente.

Win se rio.

—Necesitas trabajar el tono.

El coche tenía los cristales tintados y cerraron los seguros de las puertas antes de que el todoterreno saliera a toda velocidad por la puerta del hotel. Se armó un revuelo entre la multitud de fotógrafos que los estaban esperando para obtener el mejor encuadre. El truco estaba en dejar que vieran un poco a Leo, sin revelar demasiado. No convenía ponérselo en bandeja tan pronto; al menos tenía que haber una cita secreta antes, como si estuvieran intentando ser discretos. Las habladurías tenían que comenzar como un susurro, antes de que se desencadenara la tormenta.

El todoterreno en el que salieron llamaba bastante la atención y se cruzaron con una larga hilera de paparazis. Algunos empezaron a seguirlos en coche y otros en moto, intentando ponerse al lado del automóvil mientras un hombre conducía y el otro empuñaba la cámara. Emil iba sentado en el asiento del copiloto, discutiendo en francés con el conductor cuál sería la mejor ruta; llevaba un brazo extendido a modo de estoque, como si quisiera agarrar el volante. Leo iba detrás, repantingado al lado de Win, con una de sus grandes manos extendida sobre la zona del asiento que los separaba, riéndose entre dientes cada vez que el coche daba un bandazo para evitar a alguna moto que se acercaba demasiado.

Win lo miró, sonriendo sin proponérselo.

—¿Estás bien?

—Sí —repuso Leo—. Había olvidado cómo era tu vida.

—También están aquí por ti.

—De eso nada —replicó Leo, aunque parecía complacido y emocionado. A Win no le preocupaba en absoluto que perdiera la calma. Leo también estaba acostumbrado a ser el centro de atención.

Win volvió a comprobar sus correos electrónicos. Seguía sin recibir noticias de Patrick. Hasta hacía dos días, su agente había estado poniéndose en contacto con ella casi cada hora para mantenerla al corriente de una sarta interminable de novedades y negociaciones con Paramount. Hacía menos de una semana le había enviado un mensaje: «Esto podría ser un bombazo, Whitman». Desde la hecatombe pública de Nathan Spencer no había obtenido más que vagas palabras tranquilizadoras, tópicos que estaban lejos de resultar reconfortantes.

Marie le había enviado la agenda de la falsa aventura veraniega con Leo. Toda la Riviera se estaba preparando para recibirlos; ya estaban poniendo los manteles blancos sobre las mesas, rastrillando los caminos entre los viñedos y podando las rosas y las adelfas marchitas d

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