Gardenias rojas para volver a besarte (Los Talbot 3)

Ana F. Malory

Fragmento

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Prólogo

Lancaster, Reino Unido, 1841

Tras entregar su sombrero al mayordomo, Christopher Talbot se dirigió a la salita en la que lo recibían, casi a diario, la señora Grant y Elizabeth, su prometida y en breve futura esposa. Aunque ese día la visita no era de cortesía ni mucho menos guardaba relación con los preparativos de la boda. Si se había presentado en la mansión de los Grant sin previo aviso, era para comunicarle a Beth que debía ausentarse unos días; ignoraba cuántos.

Preocupado como estaba y con apenas tiempo para despedirse, aguardó de pie la aparición de la joven y, seguro también, de la madre.

—Qué sorpresa tan agradable, señor Talbot. —Fue esta la primera en aparecer.

—Buenos días, señora Grant, siento presentarme de esta manera, pero…

—Por favor, no se disculpe, de sobra sabe que siempre es bien recibido en esta casa.

—¡Chris! —Beth entró en el saloncito con pasos acelerados y la respiración agitada, señal de que había bajado las escaleras con prisa—. ¿Qué haces aquí? No te esperábamos. —Se le acercó con una enorme sonrisa en el rostro.

A él se le iluminó la mirada al verla. ¡Era tan bonita!

—He venido a despedirme —aclaró al tiempo que la tomaba de las manos y su expresión se tornaba pesarosa.

—¿Cómo que a despedirte? —Perdió la sonrisa y arrugó el ceño—. ¿Te vas de viaje? ¿A dónde?

—Tesoro, no seas impaciente —la regañó Clarissa con cariño, consciente de lo mucho que le había afectado la noticia—. Si le permites hablar, seguro que el señor Talbot nos contará qué sucede y el motivo por el que debe ausentarse.

Christopher asintió y de forma escueta les explicó que Richard les había escrito desde Londres, informándoles de la desaparición de su hermana Carla. Se había fugado de casa y, dada la gravedad del asunto, Prudence, Maxwell y él mismo, se trasladaban de inmediato a la capital, donde se encontraban los otros tres miembros de la familia.

—¡Dios bendito! —exclamó horrorizada la señora Grant—. ¿En qué estaba pensando esa criatura para hacer semejante disparate?

—No sabría decirle, mi hermano no daba demasiados detalles sobre lo ocurrido, salvo que la vieron embarcar rumbo a Francia —aclaró, para mayor espanto de la dueña de la casa.

—¿Puedo acompañarles, madre? —suplicó Beth.

Pensar en separarse de Christopher le provocaba una angustia terrible. Se habían enamorado nada más conocerse, durante su primera temporada, y desde entonces dos días era todo lo más que pasaban sin verse.

—Ni hablar —sentenció tajante.

—No viajaríamos solos, además, Anna está en Londres, y…

—He dicho que no —interrumpió el alegato de su hija—. Este es un asunto familiar, y tu prima bastante preocupación tendrá como para cargarla, además, con tu presencia. Y ahora, si lo desea y aún dispone de unos minutos, señor Talbot, puede acompañar a Elizabeth al jardín para despedirse de ella.

—Gracias —apreció él la concesión de la mujer.

Eran pocas las ocasiones en las que la señora Grant les permitía estar a solas; ella o una de sus doncellas siempre estaban cerca para asegurarse de que no sobrepasaran los límites del decoro. El suyo estaba siendo el noviazgo más casto y formal de todo el condado, pensó sarcástico, pero feliz de contar con un instante junto a Beth sin que nadie los vigilara.

—Con su permiso —se dirigió a su futura suegra, que asintió en tanto Christopher le ofrecía el brazo a su prometida.

Esta se asió de él, con el ceño aún fruncido y dedicándole una mirada de disgusto a su progenitora. La mujer, sin inmutarse, los acompañó hasta la puerta de la salita.

—Confío en no tener que arrepentirme de esta decisión. —Se sintió en la obligación de advertirles.

—¡Madre! —protestó Elizabeth con las mejillas encendidas—. No sé qué espera que hagamos durante los pocos minutos que estaremos a solas —farfulló molesta en cuanto se hubieron alejado unos pasos y supo que nadie más podría escucharla.

—No se lo tengas en cuenta, es tu madre y se preocupa por ti —le restó importancia al asunto, aunque había pensado lo mismo.

—En exceso, diría yo, porque nunca le hemos dado motivos para…

—Tampoco hemos tenido oportunidad —apuntó jocoso y con una cómica sonrisa de medio lado en los labios.

—Tienes razón —sonrió a su vez con sorna. De haber podido, seguro que su comportamiento no habría sido en absoluto correcto, no cuando estaban locamente enamorados—. De hecho, ahora que nadie nos acompaña, estoy deseando que me beses.

—Eres una descarada —se fingió escandalizado, solo para contener su propio anhelo, de lo contrario terminaría pegado a su boca allí mismo, frente a la casa—. Con razón tu madre nos vigila siempre de cerca. —Cabeceó como si en verdad se sintiera consternado por su descocada actitud.

—Qué tonto eres. —Se carcajeó Beth.

Lo conocía bien y de sobra sabía cuándo bromeaba; algo que ocurría con frecuencia.

Christopher recuperó la sonrisa; le encantaba oírla reír. En realidad adoraba todo en ella: su carácter alegre, su vivacidad, su frescura y buen ánimo; sus pizpiretas miradas… ¡Cuánto le costaba separarse de ella!

—¿Me echarás de menos? —le preguntó alicaída, al recordar que si se encontraban a solas era para despedirse.

—Tanto como tú a mí. —Le dedicó un guiño de complicidad que curvó sus labios hacia arriba una vez más.

—¿Has visto lo hermosas que están las gardenias?

—No —respondió Christopher descolocado por el giro de la conversación. Sin embargo, sabiendo lo mucho que le gustaban esas flores a su prometida, no dijo más y se dejó guiar hacia la parte del jardín en la que crecían las rojas gardenias—. Es cierto que se ven bonitas —comentó cuando estuvieron frente al arbusto.

—Nunca te he contado porqué son mis favoritas. —Con aire distraído, acarició los pétalos de una de las flores.

—¿Por su fragancia? —se aventuró Chris. Nunca se le había ocurrido preguntarle por el origen de su predilección.

—Aquí, en este mismo lugar, fue donde nos besamos por primera vez —aclaró al tiempo que alzaba la vista y lo miraba a los ojos.

Christopher recordaba a la perfección el maravilloso instante, sin embargo, fueron sus palabras y el deseo que centelleaba en sus pupilas, lo que le hizo tomar conciencia del motivo por el que lo había llevado hasta allí. El seto de las gardenias, frondoso y bien situado, impedía que pudieran verlos desde la casa; tampoco desde el camino que acababan de recorrer.

—Descarada y provocadora —señaló, acortando la distancia entre ellos.

—No refunfuñes y bésame. —Le apoyó las manos sobre el pecho y, tentadora, le ofreció su boca.

Christopher no se hizo de rogar. La abrazó y pegó sus labios a los de ella con urgente necesidad. Eran tantas las ocasiones en las que debía contenerse por falta de intimidad, que le resultaba imposible dominar el deseo que en ese instante le inflamaba la sangre. La fogosa respuesta de Beth lo animó a profundizar la caricia y perderse en su boca. Se besaron, entonces, como jamás l

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