Cuando me tocaste (Bilogía Fuera de serie 1)

Pilar Piñero

Fragmento

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Prólogo

—No puedo hacer eso, Rebe…

—¡Claro que puedes! Y lo harás.

—Pero…

—No hay peros que valgan. ¡Es tu cumpleaños! Necesitas algo fuera de serie, vivir por una vez en tu vida una experiencia emocionante, excitante e inolvidable que te deje una huella para siempre.

—Para vivir una experiencia inolvidable la gente hace parapente, puenting o sube en un globo aerostático. Y celebran el cumpleaños soplando unas velitas y comiendo un buen pastel de nata, merengue y chocolate.

—Eso son chorradas, simplezas que hace todo el mundo. Yo quiero para ti algo diferente y ese sobre dorado que tienes en tus manos te asegura la experiencia más excitante que vayas a vivir jamás.

—Yo no sirvo para esto…

—¡No tienes que hacer nada! Solo acudir al lugar que indica la nota, a la hora señalada y dejarte llevar. Créeme, prima, la noche de mañana no la olvidarás en todos los años de tu vida. Después de la experiencia no volverás a ser la misma, palabrita del niño Jesús.

—No blasfemes, no puedes involucrar al niño Jesús en un tema tan sórdido como este.

—¿Cómo es posible que nuestras madres sean hermanas, además gemelas, y nosotras nos parezcamos como un huevo a una castaña?

—No creas, yo también me lo pregunto a menudo…

—¡Estoy tan emocionada por ti!

—Uy, sí…

—¡No seas siesa, Claudia, leches! Mañana por la mañana cerraré el centro para dedicarle toda mi sabiduría a ese cuerpo serrano que tienes.

—Oye que nos conocemos, eh. ¿En qué estás pensando?

—Cuando acabe contigo no te vas a reconocer. Alucinarás, prima, confía en mí.

—Miedo me das…

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Preludio del encuentro

Claudia

«¿Cómo me he dejado liar de esta manera?» Pienso al tiempo que levanto el brazo con la intención de parar un taxi, ardua tarea teniendo en cuenta la hora que es y la zona en la que me encuentro: ocho de la tarde, Vandenberg Village en Santa Bárbara. Misión casi imposible.

Pero la suerte se alía con mi causa o, para ser más precisa, con la de mi prima Rebe y un taxi se detiene con un sonoro frenazo que provoca un sinfín de pitidos de cláxones y algún que otro insulto por parte del resto de conductores.

El taxista ha arriesgado mucho y, en cuanto se detiene junto a la acera, me urge con la mano para que suba, no queriendo volver a tentar a la suerte.

Antes de desaparecer en el interior del vehículo, mis ojos ascienden por la fachada blanca de cornisas amarillas que tengo a mi espalda hasta llegar al diminuto balcón del tercer piso que comparto con mi prima desde hace seis meses. Desde ocho metros de altura la loca de Rebeca grita como una posesa mientras hace todo tipo de aspavientos y gestos de aprobación que no aligeran el estado de histeria que bulle dentro de mí. Todo lo contrario. Le devuelvo el saludo esperando que se calle antes de que alguien llame a la policía y abro la puerta del taxi.

Nada más poner un pie dentro del coche, un tufillo desagradable hace que se me pase por la cabeza dejarlo marchar y esperar otro taxi. Pero voy mal de tiempo, muy mal en realidad, así que cojo aire y entro dejando que el olor del interior me inunde las fosas nasales dándome una bofetada en la cara y arrancándome una mueca involuntaria de repugnancia.

El ambiente en el interior del vehículo es una mezcla de plástico (de los asientos), sudor (del sexagenario que me mira con una sonrisa afable) y rancio (el coche debe tener los mismos años que yo, veintisiete, por lo menos). Me agarro con ganas a la maneta de la ventanilla y la bajo del todo antes de morir asfixiada.

—Si quiere pongo el aire acondicionado, eh…

—No, no hace falta, el aire fresco está bien. Gracias.

—Como usted quiera, señorita. Bueno, ¿a dónde la llevo? —pregunta el taxista hispano en un inglés parecido al mío, mientras me sonríe.

—Si me da un segundo…

La verdad es que no tengo ni idea de a dónde debo dirigirme, así que abro el clutch negro de pedrería a juego con los zapatos —y con la cifra del último sablazo a la tarjeta de crédito—, bajo la atenta mirada del taxista a través del retrovisor interior, y extraigo el sobre dorado que Rebe me dio con mucha solemnidad la noche anterior y que, siguiendo sus órdenes, no he abierto hasta este instante.

En el interior encuentro una tarjeta algo más pequeña que el sobre, de unos quince por diez centímetros, también dorada, con un ribete negro muy elegante y donde reza el nombre de un hotel y la dirección a la que debo ir.

—Coast Village Road, Hotel Montecito, por favor.

—¡Vamos! —exclama con incomprensible alegría el conductor que, girando casi todo el cuerpo para cerciorarse de que no viene ningún vehículo por su izquierda, mete primera y de un volantazo se incorpora de nuevo al denso tráfico volviendo a ganarse la ira de un buen puñado de conductores.

Yo me agarro como puedo al respaldo del asiento de copiloto, pero, todo y así, no logro evitar que con el súbito movimiento el trasero se me desplace a lo largo del asiento de escay negro, provocándome un doloroso ardor en mis partes íntimas que me hace cerrar los ojos y morderme el labio inferior para evitar que se me escape una retahíla de maldiciones malsonantes más propias de Rebe (o de los personajes de South Park), que de mí.

—No es usted de aquí… —asegura el conductor incorporado ya al tráfico con normalidad y hablando en español.

—Soy de Málaga. Pero hace cinco años que vivo en Santa Bárbara.

—¡Qué casualidad, niña! Soy madrileño, pero llevo en California tantos años que estoy empezando a pensar que nací aquí.

—Lo entiendo. Esta ciudad te acoge de una manera que se convierte en tu casa a los pocos meses de pisarla.

—Cierto, pero la tierra tira. Mi señora y yo estuvimos en Madrid hace tres años. Es curioso, allí nos tratan como extranjeros y aquí también.

—Yo no he vuelto a España desde que llegué —comento con añoranza, como siempre que recuerdo mi querida tierra.

Me marché de Málaga a los dos meses de morir mi padre. A menudo pienso que allí arriba alguien quiere rodearse de las mejores personas y se las lleva cuando se le antoja sin tener en cuenta que, con cincuenta y dos años, aún les queda mucha vida por delante, mucho amor por dar y una buena cantidad de sueños por cumplir.

Después del entierro de papá era tanto el dolor que sentía, que me encerré en mi habitación incapaz de seguir viviendo. Lloré lo indecible durante días, lo echaba tanto de menos que no sabía cómo superar la pérdida. La ausencia del maravilloso ser que había colmado mi infancia y juventud de amor, seguridad y risas, el hombre al que nunca vi enfadado o de mal humor, el que siempre afrontaba las penas o los problemas con una sonrisa y mucha positividad, el que solo vivía para mí y mi madre,

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