En el juego, como en el amor, no se improvisa (Ladronas de corazones 2)

Ana E. Guevara

Fragmento

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Prólogo

París, invierno de 1936

Sus pasos resonaban como tambores sobre el suelo adoquinado de la Place Vendôme; llevaba prisa, pues llegar tarde era un defecto que no soporta en los demás, mucho menos en él mismo. Se había entretenido leyendo los periódicos extranjeros que recibía puntualmente cada semana. La información llegaba con un día de retraso, pero para él era importante saber qué pasaba en el resto de Europa, y las noticias no eran nada halagüeñas. El nuevo canciller alemán tenía ideas cada vez más extremistas, y ya ni siquiera trataba de ocultarlas. La situación en España se degradaba por momentos, pero para Jean-Michel, el verdadero peligro habitaba en el este.

Era miembro de la embajada española en Francia. La mayoría del personal era español, pero él y François, otro de los altos funcionarios, tenían doble nacionalidad. Le gustaba su trabajo, aunque últimamente se había vuelto mucho más complejo. La guerra civil española no solo estaba horadando el corazón mismo de un país, sino que estaba trastocando las relaciones internacionales de España con el resto de países europeos. Jean-Michel se consideraba más francés que español, a pesar de tener los dos pasaportes, y, como buen francés, era altamente chovinista.

Llegó al pequeño bistrot en que François y él se habían dado cita para descubrir, muy a su pesar, que su compañero ya lo esperaba dentro del local con una taza de café y un delicioso cruasán. Detestaba no ser el primero, le daba paz poder elegir en qué mesa sentarse. Y justamente, François había elegido mal, estaba demasiado cerca de la puerta, lo que significaba que cada vez que alguien la abriera, el viento frío entraría inclemente.

—He llegado antes que tú, debe ser que el fin del mundo se encuentra cerca —le dijo François con una sonrisa. Tenía un rostro rubicundo, con la punta de la nariz permanentemente sonrosada y el cabello gris, que llevaba engominado siguiendo la moda actual.

Jean-Michel puso mala cara, no era bueno aceptando bromas, y se sentó al lado de su amigo, refunfuñando.

—¿Has visto cómo están las cosas en España? —preguntó al tiempo que su compañero se sentaba. Este hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.

—¡Bah! No creo que esta guerra dure mucho más, parece que Madrid está preparada para resistir. Además, recuerda la frase de Von Bismarck: «España es el país más fuerte del mundo, los españoles llevan años queriendo destruirse y todavía no lo han conseguido».

—No creo que pueda aplicarse ahora. Además, estoy preocupado por Carmen.

—¿La secretaria de la embajada? ¡Pero si podría ser tu hija! —bufó Jean-Michel, haciendo que su mostacho vibrara sobre su labio superior.

—Precisamente por eso, me da pena la muchacha. ¿Sabes que tuvo que empeñar una reliquia familiar para poder traer a su madre a París? Por lo visto los hospitales españoles están desbordados con los heridos por la contienda y una operación como la de su madre no era prioritaria.

—¿Una reliquia familiar? —preguntó levantando una ceja.

—Sí, es un juego de tocador de plata que lleva en su familia desde generaciones, su madre casi se muere de la impresión cuando se enteró de que ya no estaba en manos de Carmen, sino en las de un prestamista de Madrid. Creo que deberíamos tratar de ayudar a la muchacha. Es la mejor secretaria que tenemos en la embajada, es discreta y muy servicial. Y haberse desprendido de un objeto tan valioso para ella solo para poder ayudar a su madre dice mucho en su favor. Pienso que deberíamos echarle una mano.

—¿Y qué quieres que hagamos nosotros?

—Tal vez podríamos prestarle el dinero para que recupere su juego de tocador. Ella nos lo devolverá poco a poco.

—No lo veo claro, François. Imagínate que se va de la lengua y el resto del personal de la embajada se entera, seríamos los banqueros de todo el mundo, y ya tenemos suficiente con ser sus jefes.

François miró largo rato a Jean-Michel antes de contestar.

—Pues yo creo que se merece una oportunidad. Cuando la vea el lunes en el trabajo le propondré una ayuda económica.

—¿Seguro que haces eso de buena fe? ¿No esperarás que ella...? En fin, es joven, es bonita...

—¡Jean-Michel! Lo que dices es simplemente inadmisible.

Su compañero cruzó los brazos delante del pecho y sonrió complacido.

—Veo que lo haces con buena voluntad y eso te honra, amigo. Cuenta conmigo para este disparatado plan. Me da la impresión de que voy a perder unos cuantos francos por culpa de tu compasión. Y ahora, hablemos de Alemania, que ese Hitler sí que debería preocuparnos y no lo que le ocurra al personal que trabaja para nosotros.

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Capítulo 1

Madrid, tres meses después del robo del Degas

El sudor le corría por los brazos resbalando desde el hombro hasta el codo. Estaba agotada, sentía que los pulmones estaban a punto de explotar por el esfuerzo, pero algo dentro de ella la obligaba a continuar.

¡Bum! Su mano enguantada golpeó el saco de boxeo con fuerza. ¡Pam! Su pierna derecha se levantó por encima de su cadera para darle una patada a la bolsa roja que siguió moviéndose cuando ella dio un paso atrás para coger aliento.

Había hablado con su madre y eso siempre la ponía de mal humor. Carolina Cañavate era una privilegiada, lo sabía, y se odiaba por ello. Su madre era la relaciones públicas de la mayor empresa dedicada al lujo en Europa, y su padre era el director financiero de una multinacional presente en más de sesenta países. Eran una pareja de ricos guapos que todo el mundo quería tener en sus fiestas. Precisamente fue en una de esas reuniones, en el yate de un jeque catarí, que se conocieron. Dice la leyenda que fue amor a la primera cucharada de caviar, con los bocaditos de langosta se dieron el primer beso y con la tercera copa de champán ya estaban haciendo planes para irse a vivir juntos.

Todo era perfecto, tenían dinero, influencia y poder, y sabían usarlos para ser indispensables en sus trabajos y en cada fiesta que fuera digna de ese nombre. Al cabo de unos años decidieron que su vida estaría completa añadiendo un miembro más a su familia, pero se dieron cuenta tarde del error que habían cometido. Hélène tuvo que dejar de tomar champán durante el embarazo, por culpa de las náuseas gestacionales ya no podía navegar en los yates de sus amigos y con su enorme barriga de embarazada no se sentía cómoda con su ropa de diseñador.

Cuando Carolina nació no mejoró la cosa: noches sin dormir, vómito en camisas de Prada y chupetes y biberones en bolsos de Chanel. Sus padres pensaban que tener un hijo sería el complemento definitivo a sus vidas, sin pararse a reflexionar en lo duro y doloroso que iba a ser criarlo. Si en aquella época hubiera existido Instagram, seguramente hubieran podido rentabilizar su inversión, pero Carolina nació treinta años antes, demasiado pronto para que sus padres pudieran sacar

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