Prólogo
Queridas amigas:
El vestido de novia es un relato que transcurre a lo largo de ochenta y dos años y retrata a cuatro generaciones de una extraordinaria familia, cuyas vidas tienen como trasfondo unos periodos fascinantes de la historia: desde el crac del 29 y los acontecimientos ocurridos en Pearl Harbor y la Segunda Guerra Mundial hasta llegar a la actual era de la tecnología informática, pasando por los días de drogas y cambios sociales de los años setenta. Las mujeres de cada una de esas generaciones, aunque muy distintas entre sí, son fuertes y valientes, y consiguen mantener unida a la familia a lo largo de todos esos tiempos turbulentos. Están unidas por la sangre y por la historia, y conforman una cadena de supervivencia que se extiende de una generación a otra. El día de su boda, tres de esas mujeres lucen el mismo vestido de novia, una maravillosa prenda que han conservado como un vestigio del pasado, que vuelve a la vida en el presente y que constituye una promesa de futuro.
Fortalecidas gracias a los desafíos y penurias a los que tienen que enfrentarse —a través de guerras, estrecheces económicas y desgarradoras pérdidas personales, hasta lograr recuperar el pasado esplendor de una vida llena de éxito y lujo—, esas mujeres consiguen retornar finalmente a la mansión familiar de Nob Hill, conservando siempre su preciado vestido de novia. Este es un libro sobre la familia y la historia, sobre cómo cada generación nos lleva hasta la siguiente y sobre cómo cada una va añadiendo algo nuevo e importante a la tradición familiar. Trata sobre honrar el pasado y valorar el presente, y sobre los inesperados reveses y bendiciones con que la vida siempre nos sorprende. Habla de una época dorada, y de unas personas fuertes, llenas de amor y honradez, que nunca pierden de vista quiénes son y lo que significan las unas para las otras.
Espero que disfrutéis de este libro tanto como disfruté yo durante el proceso de documentación y escritura. El vestido de novia es una novela muy especial sobre los valores y cualidades a los que todos aspiramos y que poseemos en nuestro interior, y sobre lo que podemos aportar a nuestra propia época y legar a las generaciones futuras. Es un libro sobre la continuidad de la vida y sobre la fuerza necesaria para seguir adelante en los buenos y en los malos tiempos, recordando en todo momento nuestra historia y aprendiendo siempre del pasado.
Confío en que este libro sea tan especial para vosotras como lo ha sido para mí.
Con amor,
D.S.
1
Esa noche se celebraba el baile de los Deveraux. Era diciembre de 1928, una semana antes de Navidad, y a pesar de que el tiempo era frío y fuertes ráfagas de viento soplaban desde la bahía de San Francisco, la alta sociedad de la ciudad esperaba el acontecimiento con enorme expectación. No se hablaba de otra cosa desde hacía meses. Habían vuelto a pintar las paredes de la impresionante mansión Deveraux, se habían colgado nuevos cortinajes y las lámparas de araña se veían resplandecientes. Las mesas del gran salón de baile estaban adornadas con unos fabulosos juegos de cristalería y cubertería de plata. Durante semanas, los criados habían estado moviendo muebles de aquí para allá a fin de poder acomodar a los seiscientos invitados que esperaban.
Toda la élite de la alta sociedad de San Francisco estaría allí. Eran muy pocos los que habían declinado la invitación al baile que Charles y Louise Deveraux daban para su hija. Fragantes guirnaldas de lirios colgaban del dintel de las puertas y se habían encendido cientos de velas.
En el vestidor de su madre, Eleanor Deveraux apenas podía contener la emoción. Llevaba esperando aquella noche toda su vida. Era su baile de presentación en sociedad, en el que se daría a conocer oficialmente como debutante. Eleanor soltó una risita excitada al mirar a su madre, mientras la doncella de esta, Wilson, sostenía el vestido ante la muchacha para que se lo pusiera.
También era una noche muy especial para Wilson. Había llevado una vida sencilla en una granja de Irlanda hasta que emigró a Estados Unidos en busca de fortuna, un poco de aventura y, a ser posible, un marido. Tenía parientes en Boston, donde entró a trabajar como criada para la familia de Louise, y más tarde se fue con ella a San Francisco cuando se casó con Charles Deveraux, hacía ya veintiséis años. El año anterior a la boda, Wilson había ayudado a vestirse a Louise para su baile de debutante, y desde entonces había sido su doncella. Había sostenido en brazos a Eleanor la noche en que nació, y también a Arthur, que había venido al mundo siete años antes que su hermana. Lloró junto a la familia cuando el pequeño Arthur murió de neumonía con solo cinco añitos. Dos años más tarde nació Eleanor, pero tras el parto su madre no pudo volver a concebir. Les habría gustado tener otro hijo, pero Louise y Charles se sentían colmados con el inmenso amor que profesaban a su única hija.
Y ahora Wilson estaba ayudando a aquella niña a vestirse para su ansiado y esperado baile como debutante. Para entonces, la doncella ya llevaba veintiocho años viviendo en Estados Unidos, y sus ojos se llenaron de lágrimas al ver cómo Eleanor tendía los brazos hacia su madre y la abrazaba. Esta la ayudó con delicadeza a ponerse los pendientes que su propia madre le había entregado para su baile. Eran las primeras piezas de joyería adulta que la joven luciría. Louise llevaba el juego de esmeraldas que Charles le había regalado para su décimo aniversario, junto con una tiara de diamantes que había pertenecido a su abuela.
Su boda con Charles Deveraux había sido la mejor decisión de su vida y había fructificado en un matrimonio lleno de amor y estabilidad. Se habían conocido poco después de su baile de debutante en Boston, cuando Louise asistió con sus primos a una fiesta en Nueva York celebrada durante las Navidades. Charles había viajado a la ciudad desde San Francisco. Louise pertenecía a una distinguida familia de banqueros bostonianos, y el matrimonio que más adelante concertaron él y el padre de Louise resultó ser una excelente decisión por ambas partes. El cortejo tuvo lugar durante dos visitas que él hizo a Boston, y su amor fue creciendo gracias a un cálido y afectuoso intercambio de cartas que se prolongó durante unos tres meses después de conocerse. El compromiso se anunció en marzo y la boda se celebró en junio. Pasaron la luna de miel en Europa y luego se instalaron en la residencia que Charles tenía en San Francisco.
Charles era el heredero de una de las dos familias de banqueros más importantes de San Francisco. Sus antepasados procedían de Francia y habían llegado a la Costa Oeste durante la fiebre del oro con la intención de poner orden en el caos y ayudar a los mineros que se habían hecho millonarios de la noche a la mañana a salvaguardar e invertir sus nuevas riquezas. La familia de Charles acabó quedándose en California y consiguió labrarse una inmensa fortuna. La mansión Deveraux, construida en 1860, se alzaba en lo alto de Nob Hill y era la más grande de todo San Francisco. Pocos años después de que Charles y Louise se casaran, los padres de él murieron y el matrimonio se mudó a la mansión. Charles tomó las riendas del negocio familiar y se convirtió en uno de los hombres más respetados de la ciudad. Era alto y delgado, rubio y con ojos azules, de porte elegante, aristócrata y distinguido, y amaba profundamente a su mujer y a su hija. Y también él llevaba años esperando que llegara aquel momento.
Eleanor poseía una belleza deslumbrante. Se parecía muchísimo a su madre, con una larga melena de color azabache, la piel blanca como la porcelana, ojos de color azul claro y rasgos delicados. Ambas tenían una espléndida figura, aunque Eleanor era ligeramente más alta. Sus padres habían prestado especial atención a su educación. Como su madre años atrás en Boston, y al igual que todas las jóvenes de su círculo en San Francisco, la joven había recibido clases en casa, impartidas por tutores e institutrices. Varias de las cuales habían sido francesas, por lo que Eleanor hablaba el idioma con fluidez. Tenía un gran talento en el arte de la acuarela, tocaba muy bien el piano y era una apasionada de la literatura y la historia del arte. A fin de completar su formación, y en una decisión bastante moderna para la época, sus padres la enviaron durante los últimos cuatro años a la Escuela para Señoritas de Miss Benson. Se había graduado el mes de junio anterior, junto con otras muchachas de la alta sociedad. Había hecho muchas amistades en la escuela, lo cual haría que su primera temporada social fuera aún más divertida, ya que asistiría a todas las fiestas y bailes que darían los padres de sus amigas.
A lo largo del próximo año, la mayoría de esas chicas ya estarían casadas o se habrían comprometido formalmente. Charles esperaba que, en el caso de Eleanor, la cosa no fuera tan deprisa. No podía soportar la idea de separarse de su hija, y cualquier pretendiente que aspirara a casarse con Eleanor tendría que demostrar que era digno de ella antes de que él diera su consentimiento. Sin duda, sería una de las candidatas más codiciadas del mercado matrimonial, dado que algún día toda la fortuna familiar pasaría a sus manos. Era algo que Charles y Louise habían comentado discretamente, sin mencionárselo a Eleanor. La joven nunca pensaba en ello. Lo único que le importaba ahora era lucir hermosos vestidos y asistir a fiestas. No estaba ansiosa por encontrar marido, ya que le encantaba vivir con sus padres, pero los bailes a los que asistiría serían muy divertidos y emocionantes, especialmente el suyo. Sus padres habían puesto mucho cuidado en no invitar a ningún indeseable o a nadie que no contara con su aprobación. Querían mantenerla alejada de los vividores y los cazafortunas. Era una chica alegre y con una mente despierta, pero inocente en los aspectos más mundanos de la vida, y sus padres querían que siguiera siendo así.
Además de en la selección de invitados, los preparativos de la memorable noche se centraron en elegir la orquesta que amenizaría el baile. Finalmente, habían contratado a una de las mejores bandas de Los Ángeles. Sin embargo, lo que más preocupaba a Eleanor era escoger el vestido que luciría para la ocasión. Con el beneplácito de su padre, ella y su madre viajaron a Nueva York y allí embarcaron en el SS Paris, un lujosísimo transatlántico que había sido botado hacía solo siete años. Fue el primer viaje de Eleanor a Europa. Se alojaron durante un mes en el hotel Ritz de París y fueron a ver a varios diseñadores, pero Louise estaba decidida a que el vestido de Eleanor fuera confeccionado por la legendaria Casa Worth.
Jean-Charles, bisnieto del fundador Charles Frederick Worth, era quien dirigía el taller por entonces, y sus últimos y modernos diseños habían revolucionado el mundo de la moda. Era el estilista por excelencia de la época, y Louise quería que su hija luciera un vestido especial y distinto al de todas las demás, sin renunciar por ello a una elegancia distinguida. Sus precios eran astronómicos, pero Charles les había dado permiso para comprar lo que Eleanor quisiera, siempre que no fuera demasiado moderno o escandaloso. El uso que hacía Worth de las cuentas, las fibras metálicas, los increíbles bordados y los tejidos exquisitos convertía sus modelos en auténticas obras de arte, y la encantadora y esbelta figura de Eleanor se ajustaría a la perfección a sus estilizadas creaciones.
El vestido que había diseñado para ella era una estrecha columna que caía desde los hombros, con la línea de la espalda ligeramente baja y una discreta gasa por debajo. Cuando estuvo acabado, era la prenda de alta costura más hermosa que Eleanor había visto en su vida, más allá de todo lo que hubiera soñado. Para completar el modelo, Jean-Charles Worth diseñó un tocado a juego que era el culmen de la modernidad, y adornó su oscura melena con un halo de perlas bordadas. Era, sin duda, el atuendo perfecto. Regresaron a San Francisco en julio, y ahora, cinco meses después, Wilson sostenía ante Eleanor aquella maravillosa pieza, que daba la impresión de ser un tanto pesada por el intrincado diseño de cuentas y bordados.
Eleanor se deslizó dentro del vestido, preparada por fin para tan ansiado momento. Wilson había recogido su melena en un elegante moño suelto a la altura de la nuca, entreverado con perlas. El tocado se posaba delicadamente sobre las estilosas ondas que enmarcaban su hermoso rostro. El vestido era una mezcla perfecta de tradición y modernidad, y combinaba todas las técnicas de alta costura que habían hecho célebre a la Casa Worth, creando una inolvidable impresión de distinción y elegancia.
Louise y Wilson retrocedieron un poco para admirar el efecto, mientras Eleanor les dedicaba una sonrisa radiante. Podía verse en el espejo que había detrás de ellas y apenas reconocía a la deslumbrante joven que se reflejaba en él. Su padre aún no había visto el vestido, y cuando entró en el vestidor y contempló a su hija se quedó paralizado.
—Oh, no... —dijo con expresión contrariada.
Eleanor pareció muy preocupada.
—¿No te gusta, papá?
—Pues claro que me gusta, pero también les gustará a todos los hombres de San Francisco. Antes de que acabe la noche, tendrás al menos diez proposiciones, si no veinte. —Luego se giró hacia su esposa—. ¿No podríais haber comprado algo menos espectacular? ¡No estoy preparado para perderla todavía!
Las tres mujeres se echaron a reír, y Eleanor se sintió visiblemente aliviada al ver que a su padre también le encantaba el vestido.
—¿De verdad te gusta, papá? —le preguntó con los ojos brillantes, mientras él se inclinaba para besar a su hija.
Charles iba tan elegante como siempre, ataviado con frac, y miró con admiración a su esposa, enfundada en un vestido de satén verde complementado con el juego de esmeraldas que le había regalado. Gracias a su espléndida generosidad, Louise volvería a lucir las joyas más deslumbrantes de toda la fiesta.
—Por supuesto, ¿cómo no iba a gustarme? Tu madre y tú no podríais haber escogido mejor en vuestra expedición parisina.
Cualquier otro hombre habría palidecido al ver la factura. La Casa Worth era famosa por cobrar precios estratosféricos a sus clientes, y aún más a los estadounidenses, y en esta ocasión se había mantenido fiel a su tradición. Pero Charles pensó que aquel vestido valía hasta el último centavo pagado y no puso la menor objeción. Podía permitírselo sin problemas, y quería que su mujer y su hija fueran felices. Le gustaba pensar que Eleanor sería la debutante más preciosa de esta o de cualquier otra temporada social. Y tanto él como su mujer habían puesto el mismo empeño en hacer que el fastuoso baile estuviera a la altura de las expectativas. Charles quería que aquella noche se convirtiera en un recuerdo memorable que Eleanor atesorara toda su vida. Y la suntuosa mansión de Nob Hill era, sin duda, el lugar perfecto para ello.
Charles le ofreció el brazo a su hija y ambos salieron del vestidor. Se dirigieron hacia la majestuosa escalera, seguidos de cerca por Louise. Wilson los contemplaba emocionada, con una sonrisa. Se sentía muy feliz por ellos. Sus señores siempre habían sido muy buenos con ella, y después de haber perdido a su hijo veinte años atrás se merecían toda la felicidad que la vida pudiera ofrecerles. Wilson estaría esperando a Eleanor para ayudarla a desvestirse al final de la noche, fuera la hora que fuese, y estaba segura de que sería muy tarde. Después de la espléndida cena del principio de la velada, se ofrecería un refrigerio a medianoche. Y hacia las seis de la mañana habría un desayuno para los invitados más jóvenes que se hubieran quedado hasta tan tarde, incluyendo los solteros que siguieran bailando y flirteando con las debutantes. Para entonces los mayores ya se habrían marchado, pero Wilson sabía que los jóvenes seguirían bailando hasta altas horas de la madrugada.
Al pie de la escalinata había una docena de criados, esperando para servir las copas de champán que portaban en bandejas de plata. La mitad de los miembros del servicio eran los que trabajaban habitualmente para la casa, mientras que la otra mitad habían sido contratados para la ocasión. El champán que servirían era una de las mejores añadas de la bodega personal de Charles, almacenado mucho antes de que se instaurara la Ley Seca, de modo que no habían tenido que comprar vino ni espumosos para tantos invitados. Y, como se trataba de una fiesta privada, no había ningún problema en servir alcohol. En ese momento la cocina ya estaba en plena actividad, con el cocinero y tres ayudantes preparando la comida y docenas de criados esperando para llevarla a las mesas. Louise lo había planificado todo meticulosamente. La casa estaba llena de flores, cientos de velas iluminaban las estancias y el salón de baile estaba preparado para recibir a los invitados. La anfitriona se había pasado semanas organizando la distribución de los asientos para asegurarse de que todo el mundo ocupaba el lugar que debía. Había una larga mesa para Eleanor y sus amistades, en la que también estarían los jóvenes más apuestos cuidadosamente seleccionados entre las mejores familias.
Los invitados empezaron a llegar. Los lujosos coches conducidos por chóferes fueron desfilando por el gran pórtico. Al entrar en la casa, un grupo de sirvientes se encargaba de recoger sus abrigos y sus pieles. Charles, Louise y Eleanor formaron un pequeño comité de recepción en el gran vestíbulo. Junto a ellos estaba el mayordomo, Houghton, que iba anunciando a los invitados conforme estos iban llegando. La velada era tan elegante y formal como cualquier gran evento social celebrado en Boston o Nueva York. La alta sociedad de San Francisco no desmerecía en absoluto a sus homólogas de la Costa Este.
Eleanor estaba radiante. Sus padres le iban presentando a los invitados que no conocía, y sus amistades la saludaban efusivamente y le decían lo deslumbrante que estaba con aquel exquisito vestido. Había conseguido combinar la elegancia de la alta costura con un toque de distinción, y sus padres se sentían muy orgullosos de ella mientras la multitud iba creciendo y empezaba a llenar los salones de la fastuosa mansión. Tardaron una hora en recibir a todo el mundo, hasta que finalmente pudieron unirse a sus invitados. Eleanor le susurró a su madre que aquello era como una boda sin novio. Louise se echó a reír.
—Sí, lo parece. Pero eso también sucederá muy pronto.
Sin embargo, Eleanor no tenía ninguna prisa por casarse, y sus padres tampoco. Por el momento le bastaba con saber que por fin formaba parte de la flor y nata de la sociedad, y quería saborear y disfrutar cada momento tanto como pudiera. En la fila de recepción había conocido a muchos jóvenes apuestos, pero la mayoría de los chicos de su edad le parecían demasiado ingenuos e infantiles. Algunos incluso se sonrojaron al saludarla, y luego se reunieron en corrillos para contemplar embobados a las jovencitas y beber champán. Algunos de los más valientes se acercaron a Eleanor para pedirle que les apuntara en su carnet de baile, y ella sacó la exquisita libreta que su padre le había entregado ese mismo día. Era un cuaderno esmaltado en rosa, con diminutas incrustaciones de diamantes y perlas en la cubierta, que había sido diseñado por Fabergé a principios de siglo. Una vez acabada la velada, Eleanor borraría el contenido de sus páginas marfileñas para poder utilizarlo en el siguiente baile al que asistiera. También tenía un lapicito esmaltado en rosa, con un diminuto diamante en la punta. La muchacha sacó el cuaderno de su pequeño bolso y anotó sus nombres. Cuando la vieron hacerlo, una multitud de jóvenes se arremolinó a su alrededor para pedirle bailar con ella. Una hora más tarde, cuando llegó el momento de la cena, el carnet de baile de Eleanor estaba prácticamente lleno. Sus amigas también habían recibido numerosas peticiones. Al entrar en el salón, Eleanor cuchicheó con ellas.
—Son muy guapos, ¿verdad? —les dijo a algunas de sus antiguas compañeras de la escuela de miss Benson; estas asintieron entusiasmadas.
Los jóvenes seleccionados por su madre parecían muy complacidos y formaban un grupo de lo más animado. Charlaron, rieron y se lo pasaron en grande durante toda la cena, bajo la atenta mirada de los mayores, que sonreían con gesto de aprobación. Aquellos bailes les traían gratos recuerdos y resultaba muy agradable ver a tantos jóvenes disfrutando y pasándolo bien juntos.
Eleanor bailó el primer vals con su padre. Luego Charles se acercó a su mesa, donde él y Louise estaban sentados con sus amigos de toda la vida, y sacó a su esposa a bailar. Entonces todo el mundo se lanzó a la pista. La orquesta que Louise había contratado era muy buena y Charles la felicitó por ello. La música se fue animando a medida que avanzaba la velada. Eleanor había tomado clases para la ocasión y, con todos los nombres que tenía anotados en su carnet de baile, no se sentó en toda la noche. Finalmente abandonó el salón con algunas de sus amigas y decidieron refugiarse en la biblioteca durante unos minutos para recuperar el aliento. Varios jóvenes las siguieron para continuar entablando conversación con ellas o para conocer a las chicas con las que aún no habían bailado.
Cuando entraron en la biblioteca, Eleanor se fijó en un hombre alto, apuesto y de cabello oscuro que estaba leyendo atentamente un libro que había sacado de una de las estanterías. Al ver aparecer a las chicas, alzó la vista, sorprendido. Charles tenía una excelente colección de valiosos libros y primeras ediciones, y el hombre sonrió a Eleanor cuando esta pasó por su lado para ir a tomar un poco de aire fresco junto a una ventana abierta. Ella se fijó en que tenía unos ojos marrones cálidos e intensos.
—No ha parado de bailar en toda la noche —comentó el hombre mientras sus amigas se alejaban un momento y él devolvía el libro a la estantería—. Su padre tiene algunos ejemplares extraordinarios —añadió con admiración, y ella le sonrió.
—Los ha conseguido en sus viajes por todo el mundo, muchos de ellos en Inglaterra y Nueva York —respondió Eleanor.
El hombre sabía perfectamente quién era ella, ya que Charles les había presentado en la fila de recepción. Se trataba de Alexander Allen. Eleanor no lo había visto nunca antes, pero había oído hablar de él. Pertenecía a la otra gran familia de banqueros de la ciudad. Era bastante mayor que ella y la observó con una mirada casi paternal. Debía de tener algo más de treinta años y, al parecer, había ido solo.
—Le habría solicitado un baile, pero al principio de la velada estaba rodeada de tantos admiradores que pensé que su carnet estaría lleno.
No era alguien que soliera perseguir a jovencitas debutantes, pero tampoco quería parecer grosero por no haberle pedido un baile.
—Aún me quedan tres libres —repuso ella con aire inocente, y él se echó a reír.
Todo aquello resultaba tan nuevo para Eleanor que había en ella algo deliciosamente infantil.
—Pues apúnteme, aunque me temo que después de bailar conmigo ni sus zapatos ni sus pies volverán a ser los mismos. —Eleanor llevaba unos elegantes zapatos blancos de satén con hebillas de pedrería y perlas, diseñados también por Worth, al igual que su pequeño bolso, bordado con flores plateadas e incrustaciones nacaradas—. Le propongo una cosa: apúnteme para esos tres bailes, y si al final del primero sus zapatos quedan seriamente dañados, la liberaré para que se busque otras parejas para los dos restantes.
Ella se echó a reír, y luego sacó del bolso su cuadernito esmaltado en rosa. Alexander no quería quedar como un maleducado ante sus anfitriones al no invitar a bailar a su hija. Después de todo, la fiesta era en su honor.
—Me parece justo —dijo ella en tono alegre, y apuntó su nombre en dos páginas distintas.
El primer baile tendría lugar aproximadamente una hora más tarde y los otros dos hacia el final de la velada, ambos seguidos. Charlaron durante un rato, hasta que su siguiente pareja fue a buscarla para llevarla de vuelta al salón. Al salir de la biblioteca, ella se despidió agitando la mano y él sonrió. Después Alexander sacó otro libro de la estantería, algo que al parecer le resultaba más interesante que bailar, aunque ahora estaba deseando hacerlo con Eleanor. Había algo sencillo y refrescante en aquella joven, y también resultaba muy agradable hablar con ella. No mostraba la excesiva timidez de algunas debutantes ni tampoco la agresiva ambición de las chicas que buscaban encontrar marido cuanto antes. Tan solo quería pasarlo bien, y además era una joven muy hermosa de una elegancia exquisita.
Poco antes de que llegara su turno, Alexander Allen se dirigió de vuelta al salón. Para entonces ya habían despejado la mayor parte del espacio y solo quedaban algunas mesas pequeñas, en las que la gente se congregaba para beber y charlar. El ambiente estaba muy animado y daba la impresión de que todo el mundo lo estaba pasando en grande. Alexander se acercó a Eleanor para reclamar su primer baile. Ella pareció alegrarse de volver a verle.
—¿Está resultando la noche todo lo maravillosa que había esperado? —le preguntó él mientras se adentraban en la abarrotada pista.