El devenir (El Legado del Dragón 2)

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Tiempo atrás, los mundos de los dioses, los hombres y las hadas coexistían. En época de paz, en época de guerra, en época de abundancia y en época de carestía, todos se mezclaban libremente.

A medida que la rueda del tiempo giraba, hubo quienes dejaron a un lado a los viejos dioses para adorar a los de la codicia, para dejarse llevar por el deseo de dominar tierra y aire y de alcanzar la gloria de lo que algunos consideraban progreso.

Del estercolero de la codicia, la ambición y la gloria brotaron el miedo y el odio. Algunos dioses entraron en cólera ante aquella pérdida de respeto y homenaje, y, en algunos, esa ira tornó en una sed de posesión y destrucción. Sin embargo, en su mayoría eran más sabios y templados, así que vieron que la rueda del tiempo giraba como debía y expulsaron a aquellos de los suyos que usaban sus grandes poderes para asesinar y esclavizar.

Mientras los mundos de los hombres convertían a los dioses en objeto de mitos, los que se consideraban santos perseguían a cualquiera que decidiera adorar según las costumbres antiguas. Tales actos, antes tan comunes como las flores silvestres de un prado, se castigaban con tortura y una muerte desagradable.

El miedo y el odio no tardaron en alargar sus frágiles dedos hacia las criaturas feéricas. Las sabias, antes veneradas por sus poderes, de repente se consideraban seres malvados, igual que los sidhe, que no se atrevían a extender las alas por miedo a la flecha de un cazador. Los cambiaformas se convirtieron en monstruos malditos que devoraban carne humana, y las sirenas, en criaturas que tentaban a los marineros para procurarles la muerte.

Con el miedo y el odio, las persecuciones sacudieron los mundos y enfrentaron a hombres contra hombres, hadas contra hadas y hombres contra hadas en una época sangrienta y brutal alentada por los que afirmaban pisar suelo sagrado.

Así que, en el mundo de Talamh y en otros, llegó el momento de tomar una decisión. El líder ofreció a los seres feéricos, a todas sus tribus, la misma elección: darles la espalda a las costumbres antiguas y seguir las leyes de los hombres o conservar las suyas y su magia y aislarse de los otros mundos.

Las hadas eligieron la magia.

Al final, después de los largos y justos debates que tales temas requerían, el taoiseach y el consejo llegaron a un acuerdo. Escribieron leyes nuevas. Se animaba a todos a viajar a otros mundos, a aprender de ellos, a probarlos. Quien decidiera vivir fuera cumpliría las normas del otro mundo y una única ley inquebrantable de Talamh: la magia nunca debe usarse para hacer daño a los demás, sino para salvar vidas. E incluso en ese caso era obligatorio regresar para un juicio en el que se aclarase la pertinencia de tales actos.

Así que, generación tras generación, lograron mantener la paz en sus fronteras. Algunos se marcharon a otros mundos; otros se trajeron parejas de esos mundos y se asentaron en Talamh. Los cultivos crecían en los verdes campos, los troles trabajaban en las profundidades de las minas, los animales deambulaban por los densos bosques y las dos lunas brillaban sobre las colinas y los mares.

No obstante, los lugares tan pacíficos, verdes y fértiles siembran el hambre en los corazones oscuros. Con el tiempo, un dios desterrado se coló entre los mundos y llegó a Talamh con ansias de venganza. Se ganó el corazón de la joven taoiseach, que lo veía como él deseaba que lo viera: alguien guapo, bueno y cariñoso.

Juntos tuvieron un hijo, puesto que eso era lo que él buscaba: un niño por el que corría la sangre de la taoiseach, que era sangre de las sabias con unas cuantas gotas de la de los sidhe, y la suya, la sangre de un dios.

Todas las noches, mientras la madre dormía un sueño encantado, el dios oscuro se bebía el poder del bebé, lo consumía para añadirlo al propio. Pero la madre despertó y lo vio por lo que era. Salvó a su hijo y lideró las tropas de Talamh en una gran batalla para expulsar al dios caído.

Cuando lo consiguieron y cerraron con hechizos los portales para evitar que volvieran a cruzarlos él y sus seguidores, la taoiseach entregó el bastón y lanzó de nuevo la espada al Lago de la Verdad para que otra persona la empuñara, para que otra persona liderara.

Crio a su hijo y, cuando llegó la hora, tal y como decretaba la rueda del tiempo, el joven sacó la espada de las aguas del lago para ocupar su lugar como líder de las hadas. Y, como líder sabio que era, mantuvo la paz estación tras estación, año tras año. Durante sus viajes, conoció a una mujer humana y se enamoraron. La llevó a su mundo, a su gente, a la granja que era de su madre y de él, y que había sido de la familia de su madre, y de la familia de su familia, antes de eso.

Fueron días felices, tanto que juntos tuvieron un bebé. Durante tres años, la niña creció sin conocer nada más que el amor, la magia y la paz que su padre predicaba con la misma fuerza con la que la tomaba de la mano.

Aquella niña tenía un valor incalculable, ya que no se conocía a nadie más que llevara la sangre de las sabias, los sidhe, los dioses y los seres humanos. El dios oscuro fue a buscarla usando los retorcidos poderes de una bruja traidora para atravesar el portal. La encerró en una jaula de cristal que colocó en las profundas aguas verde pálido del río en el que pensaba dejarla hasta que sus poderes crecieran un poco más. Esta vez no tendría que beberse un bebé poco a poco, sino tragarse otro de golpe, cuando estuviera maduro.

Sin embargo, ella ya era más poderosa de lo que él sospechaba. Más de lo que incluso ella sospechaba. Sus gritos atravesaron el portal y llegaron hasta Talamh. Su rabia rompió el cristal embrujado e hizo retroceder al dios incluso antes de que las hadas, conducidas por su padre y su abuela, entraran en batalla.

Aunque la niña estaba a salvo, el castillo del dios había quedado destruido y se alzaron protecciones nuevas en el portal, la madre de la niña no descansaba tranquila. Exigió que regresaran al mundo de los hombres, sin la magia que ahora consideraba perversa, y que mantuvieran allí a su hija sin que recordara su lugar de nacimiento.

Desgarrado entre el amor y el deber, el taoiseach vivió en ambos mundos, creando el mejor hogar posible para su hija, regresando a Talamh para gobernar y, así, mantener a salvo tanto su mundo como a su niña.

El matrimonio no sobrevivió y, con el girar de la rueda del tiempo, tampoco lo hizo el taoiseach a su siguiente batalla, en la que su propio padre lo asesinó.

Mientras la niña crecía pensando que su progenitor la había abandonado y sin saber lo que albergaba su interior, criada por una madre cuyo miedo la empujaba a socavar la autoestima de su hija, otro joven sacó la espada del lago.

Y así crecieron en mundos distintos, de niña a mujer, de niño a hombre. Ella, desgraciada, hacía lo que le ordenaban. Él, decidido, mantenía la paz. En Talamh,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos