Dulce redención (Trilogía Tentación 3)

J. Kenner

Fragmento

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1

En el pasado…

Alejandro Lopez estaba al lado de su padre. Sostenía la Glock negra en el campo de tiro, bajo el inclemente sol del desierto. Tenía diez años y era alto para su edad, larguirucho y delgado. La cabeza casi le llegaba al hombro de su padre. Faltaba muy poco para que lo superara en altura. Y en fuerza.

Eso sería bueno. Puede que entonces dejase de tener miedo. Quizá en ese momento podría decirle a su padre que quería que volvieran a llamarlo Alex, como lo hacía su madre cuando solo estaban los dos. Cuando estaban a salvo. Antes de que ella muriera.

Casi no la recordaba, pero todas las noches se obligaba a pensar en sus abrazos y en las historias que le contaba antes de dormir. En ellas, él era Alex, un valiente, y luchaba contra los malos.

Su madre nunca le dijo quiénes eran, pero él conocía la respuesta. Los hombres con los que vivía. Todos, pero el peor su padre. El Lobo.

Tragó saliva para librarse del nudo que tenía en la garganta y se obligó a contener el temblor de hombros y a mantener un rostro inexpresivo. No estaba permitido demostrar emociones en presencia de El Lobo. Sin excepciones ni excusas.

Los moratones de su cuerpo confirmaban esa regla.

Necesitaba trabajar mucho. Mejorar. Enterrar bien hondo todo lo que sentía para que su padre jamás viera el odio. O, lo que era peor, el miedo.

Debía abrirse camino en ese lugar. Tenía que encontrar la manera de hacerse un hueco, a pesar de que en su interior albergara un odio intenso y profundo. Aunque estuviera planeando su venganza.

Tenía que hacerlo, porque era la única forma de estar a salvo, de asegurarse de que su padre no decidiría deshacerse de él, tal como había hecho con su madre.

El Lobo jamás lo había admitido. Sin embargo, Alex había aprendido hacía mucho tiempo que era mejor escuchar que ha­blar. Con el paso de los años, había oído cosas. Y aun­que solo era un niño cuando su padre se lo llevó por la fuerza de vuel­ta al desierto, guardaba recuerdos. Y se había asegurado de que El Lobo jamás lo supiera.

«El Lobo».

Así era como a su padre le gustaba llamarse a sí mismo. Así obligaba a todos los habitantes del complejo a llamarlo cuando hablaban de él.

«El Lobo ha convocado una reunión, ve a su despacho».

«El Lobo está cabreado. La operación de Phoenix se ha ido a la mierda. No te acerques a él».

«El Lobo tiene a Frank en el punto de mira. Está jodido…».

Alex nunca volvió a ver a Frank. Una putada, porque siem­pre le había caído bien. Aquel hombre de pelo canoso acostum­braba a darle caramelos de tofe envueltos en celofán amarillo. Pero Frank habló con alguien con quien se suponía que no debía, y El Lobo se enteró. Y ese fue su final.

El Lobo se movió. Estaba a su lado y llevaba el arma en la mano como si tal cosa.

—¿Has estado practicando, Alejandro?

Alex asintió con la cabeza.

—Sí, padre.

Todos estaban obligados a llamarlo «El Lobo». Todos menos él. Su padre quería que Alex supiera a quién pertenecía. Y Alex se cuidaba mucho de llamarlo «padre» cuando le hablaba, pero en sus pensamientos siempre era «El Lobo». Porque ese hombre no era un padre. No de verdad. No como los hombres que recordaba de Los Ángeles. Aquellos tipos amables y cariñosos a los que sus amigos llamaban «papá» o «papi», y hacia quienes corrían con los brazos abiertos para recibir abrazos y elogios.

Él también lo había deseado. Pero, al sentir el peso del arma en la mano, supo que jamás lo tendría.

—Comprobémoslo. —El Lobo hizo un gesto con la cabeza para señalar hacia un lugar concreto de aquella vasta y árida extensión del desierto de Nevada. A lo lejos habían dispuesto varios fardos de paja a los que habían pegado dianas de papel blanco con siluetas humanas pintadas en negro. Alguien había dibujado ojos de color rojo a todas las caras—. Ese hombre es tu enemigo. Te ha hecho daño. Te cree inferior por lo que eres y por lo que haces. ¿Tiene razón?

—No, padre.

Intentó que no le temblara la voz. Su padre lo asustaba cuando estaba de ese humor. En una ocasión lo vio abrirle el cráneo a un hombre que no respondió a una pregunta exactamente como quería que lo hiciera. Se llamaba Michael, y solía contarle anécdotas graciosas sobre un viaje que hizo a París. El pobre hombre ya no recordaba nada de aquel viaje.

La mayoría de los días, ni siquiera se acordaba de su nombre.

—¿Qué hacemos con los hombres que nos han hecho daño? —le preguntó El Lobo.

—Les damos una lección, padre.

Su voz le pareció débil incluso a él. Deseó que su padre no captara el miedo que intentaba disimular. Miedo y odio. Odiaba a ese hombre. Pero sabía que no podía permitir que se le notara.

—Sí. ¡Sí! —exclamó con un orgullo que hasta Alex percibió. Hizo que se sintiera mal—. Así habla un hijo mío. Ahora demuéstrame cómo les damos esa lección. El hombre que te hizo daño está justo ahí, mirándote desde la distancia. ¿Vas a dejar que te menosprecie?

—No, señor.

—Pues levanta el arma y demuéstrame lo que eres capaz de hacer.

Alex obedeció. Levantó la pistola haciendo un gran esfuerzo para evitar que le temblara el brazo y apuntó como le habían enseñado. Su padre quería que le diera a uno de los ojos rojos del blanco.

«Precisión y exactitud, Alejandro. Eso es lo que pido a mis lugartenientes. Eres mi hijo, pero debes ganarte tu lugar. Precisión, exactitud y lealtad absoluta».

Alex llevaba semanas practicando para dar en el blanco desde esa distancia. Era demasiado grande para un objetivo tan pequeño, unos veinte metros, y su padre esperaba que llegara al menos a cuarenta y que después practicase con un rifle. Respiró hondo, hizo una pausa para comprobar la dirección del viento y apretó el gatillo con suavidad.

Sintió el retroceso en los brazos y el estallido en los oídos, aunque su padre le permitía usar tapones durante la práctica.

Y luego se quedó helado.

Había fallado.

Los ojos rojos seguían intactos. Pero había un agujero entre ellos, una mancha negra en el papel blanco.

De todas formas, el objetivo habría muerto. Pero para su padre no sería suficiente.

—Acabas de decir que has estado practicando —dijo El Lobo decepcionado. Decepcionado y furioso.

—Lo he hecho, padre.

Notó el temblor de su voz y quiso echarse a llorar. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y supo que estaba actuando como un bebé.

—No has practicado lo suficiente. Mírame, chico.

Alex se volvió y levantó la cabeza despacio. Su padre frunció el ceño al tiempo que esa mirada severa se trasladaba de su cara al resto de su delgado cuerpo. En ese momento no fue solo su voz lo que delataba decepción. Alex la percibía en su actitud.

—Debes ser mejor —dijo El Lobo—. Dime, chico: ¿quién es tu padre?

Alex tragó saliva.

—Usted.

—¿Y has hecho que me sienta orgulloso?

Se obligó a no hacer una mueca. Ya sabía lo que vendría a continuación.

—No, padre.

El Lobo asintió despacio.

—Me alegro de que lo tengas claro. Y ahora… —añadió mientras lo golpeaba con el frío acero de la pistola en el mentón, impacto que le em

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