Los bichos raros también se enamoran

Katherine Pancol

Fragmento

Rose invitó a Leo a cenar un martes por la noche, ocho días antes de Navidad.

Dudó en hacerlo mientras esperaba en los escalones de acceso al laboratorio donde habían pasado la jornada estudiando la Lamprohiza splendidula, una pequeña luciérnaga de la familia de los lampíridos que vivía en Alsacia y producía una prometedora molécula para el tratamiento del cáncer, además de poseer efectos regeneradores del tejido cutáneo. El director del laboratorio ya se frotaba las manos ante la idea de explotar ese descubrimiento.

Casi de inmediato, se preguntó si era buena idea invitarlo a cenar. Se mordió las uñas, arrugó y alisó el borde de su bata de laboratorio, que sobresalía por debajo del abrigo, y calculó el número exacto de días que quedaban para Navidad. Leo estaba a punto de volver a Nueva York. Tenía que hacerlo, era una cuestión de cortesía, una forma de celebrar que su colaboración de esos últimos seis meses había ido bien, que había sido fructífera, que sus trabajos podrían desembocar en un auténtico avance científico para los enfermos de cáncer de mama y de pulmón, y también para los grandes quemados. Rose adoraba ser útil. Le parecía una palabra bellísima, y si había dos cosas que amaba por encima de todo, eran las palabras y los insectos.

A partir del día siguiente, el laboratorio estaría cerrado durante las fiestas navideñas. Así que era ahora o nunca.

—¿Estás libre para cenar esta noche?

—¿Cenar? ¿Tú y yo?

—Sí... Bueno... Quizá podríamos...

Leo había mostrado una pequeña sonrisa, como si ella acabara de caer de la luna en corsé y medias de rejilla, con un cubo de meteoritos en la mano. Se había pasado los dedos por el pelo, se lo había alborotado y había dicho:

—Guau... Espera un segundo...

Ella había pensado que tampoco era una petición tan descabellada. Que no era para tirarse de los pelos.

—Tengo que consultar mi agenda.

Había sacado el móvil del bolsillo de su parka.

—Tengo un montón de cosas que hacer antes de marcharme...

Repasó las notas de su agenda y frunció el ceño. Cualquiera habría creído que se sentía contrariado.

—Me has pillado de improviso... ¡Las mujeres sois tan rápidas!

¡Me he lucido! Eso me enseñará a querer ser amable. ¿Qué es lo que me dijo la psicóloga la última vez? «Rose, debe situarse en el centro de un círculo, imponer una distancia y, cuando sienta un impulso, no dejarse presionar por él, sino intentar averiguar si le apetece de verdad hacer lo que le han pedido, o si solo repite comportamientos adquiridos que no son los suyos. En resumen, debe preguntarse si va a actuar bajo alguna influencia o si es su elección. Hágase esta pregunta: “¿Qué es lo que yo, Rose Robinson, quiero?”. Y solo después, actúe en consecuencia».

No había tenido tiempo de llegar al centro del círculo. Se había precipitado, se había ofrecido en bandeja, con las manos atadas a la espalda y dos ramitas de perejil en la nariz: haz de mí lo que quieras.

—Oh, bueno, no tenemos ninguna obligación de... Era solo por si...

—No, no, no te lo tomes a mal, Rose. Eso nunca.

Había adoptado el tono del médico que tiene a su cargo a un peligroso psicópata a quien intentara enfundar una camisa de fuerza, y ella se había crispado.

—Me gustaría mucho cenar contigo, pero tengo que redactar un artículo para mi universidad de Nueva York. Aún no lo he terminado y debo entregarlo mañana temprano...

Había hecho una mueca seguida de un ruido de succión para aspirar un pequeño resto atascado entre dos dientes. Se había pasado la lengua varias veces antes de tragarlo, satisfecho, y morderse los labios.

Ella había preferido mirar a otro lado.

Vale, de acuerdo, él no estaba nada mal. Las chicas del laboratorio desfallecían ante su mechón castaño, su forma de ponerlo en su sitio, echándolo hacia delante, para luego colocarlo en el último momento; la indolencia con la que hundía las manos en los bolsillos de su bata; su postura siempre erguida, y ese hoyuelo en su mejilla izquierda cuando sonreía. Hablaban de su mirada grave y seria, de sus ojos negros, misteriosos... Pero de ahí a imaginarlo perseguido por una horda de féminas, tampoco había que exagerar. Él entraba en la categoría de «normal plus». Nariz normal, boca normal, hombros normales, un poco encorvado, cintura alta, piernas largas. A ella le encantaban sus largas piernas, pero no sus pantalones amarillos. Los pantalones de Leo Zackaria eran a menudo amarillos. A veces violetas o burdeos, pero casi siempre amarillos. Y, como colofón, unos inmundos zapatos marrón oscuro. Ella intentaba deliberadamente no utilizar el término «calzado», porque lo que él llevaba en los pies no merecía esa consideración. Tendría su edad, unos veintinueve años, quizá treinta; no llevaba alianza, no decía «nosotros» y no utilizaba jamás el pronombre posesivo de la primera persona del plural. En los seis meses que llevaban trabajando juntos, en los que cada día deslizaban su bandeja de la comida por el bufet de la cafetería del laboratorio, él no había pronunciado nunca el nombre de una chica o de un chico con tono afectuoso. Nadie lo había acompañado en la copa de Navidad de la empresa, mientras que los otros colegas habían acudido casi todos flanqueados por una compañera o compañero. Se rieron como locos cuando Kirsten presentó a su amigo Niels diciendo «mi mitad». Niels lucía una pajarita de lunares, se ponía de puntillas para llegar a los hombros de Kirsten y debía vestir ropa de la sección juvenil de Monoprix. Los ojos de Leo brillaron, llenos de lágrimas contenidas. Rose aguantó la respiración hasta que se ahogó. Leo le tuvo que dar unas palmaditas en la espalda diciendo: «¡Compórtate, Rosa, compórtate!». Su nombre, pronunciado con acento cubano, se deslizó como una caricia hasta sus riñones. Tuvo la impresión de que estaban unidos, de que eran cómplices..., de que iba a proponerle matrimonio ahí mismo. Era uno de sus fantasmas. Una petición de matrimonio en forma de flechazo. ¡Tachán! Estoy loco por ti. ¿Quieres ser mi mujer?

Pero esas cosas solo sucedían en las películas.

Esa tarde, en los escalones del laboratorio, mientras las farolas de la vía de circunvalación parpadeaban, pálidas, entre las gotas de lluvia, ellos interpretaban otra secuencia. Y ella tenía un papel nada lucido.

—Bueno, quizá pueda organizarme... Entregaré mi artículo con veinticuatro horas de retraso, tampoco es tan grave —terminó por decir, y se secó una gota que pendía de la punta de su nariz.

Ella se preguntó si sería de lluvia o de moco.

—Me gustaría pasar por casa para cambiarme —añadió—. ¿Quieres que nos encontremos en la Taberna Alsaciana? Rendiremos homenaje a nuestra luciérnaga y, además, me encanta el chucrut. No tengo muchas ocasiones de comerlo en Nueva York.

Él se echó a reír de buena gana, algo que no parecía pegar demasiado con

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