El desafío de proteger a la señorita Salisbury (Salón Selecto)

Begoña Gambín

Fragmento

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Capítulo 1

Londres 1842

La niebla flotaba entre las calles de Londres como si fuesen ríos etéreos. Los destellos de la luna creciente incidían en ella, lo que provocaba que se apreciase de un color lechoso entre las tinieblas que se prodigaban por doquier.

El caminar pausado pero firme de Donald Wetherall, marques de Fairfax y heredero al ducado de Kenwood, rompía la neblina produciendo remolinos a su paso.

Se sentía satisfecho. Feliz.

Acababa de despedirse de sus amigos del Club de los Benditos, de una cena espléndida regada con buen vino y muchas risas. Siempre que podía le gustaba acudir a esa cita mensual para rememorar los buenos momentos —y malos, que también los había— junto a sus compañeros de Eton. Era un tiempo distendido entre hombres en el que los problemas se quedaban en la puerta y solo estaba permitido estrechar los lazos de amistad.

Rememorar junto a sus amigos los encuentros en aquella aula de Eton cuando eran niños, donde se les castigaba con alguna tarea con la que reflexionar sobre sus malas conductas por haber efectuado alguna fechoría, siempre los avocaba a las carcajadas más desternillantes. Eric Chadwick, vizconde de Collington, había imitado al profesor de aritmética, el señor Thorton, mientras dormitaba y únicamente levantaba la cabeza para recibir a los alumnos que eran enviados a esa sala con las mismas palabras: «Otro bendito, pase pase, no se quede ahí en la puerta.»

Y así había nacido el Club de los Benditos, en el que algunos de los actuales nobles más relevantes de la sociedad, continuaban fomentando la amistad que había surgido de la necesidad de establecer lazos de fraternidad con otros compañeros.

Era tal la euforia que sentía que había decidido volver andando a su casa de soltero en Brook Street para relajarse un poco antes de dejarse abrazar por Morfeo.

Cuando más ensimismado estaba, unas gotas golpearon su sombrero de copa lo que le avisó de que iba a comenzar a llover. O más acertadamente, de que iba a caer una tromba de agua, así que su paseo se convirtió en una carrera por llegar cuanto antes a su vivienda. Pero en cuanto sus pasos acelerados desembocaron en Hanover Square, el chaparrón se esfumó tan rápido como había llegado.

Cruzaba la plaza, otra vez con paso calmoso, cuando creyó oír lo que le pareció unos tenues sollozos. Giró la cabeza de un lado a otro en busca del sonido amortiguado. Otro gimoteo propició que localizase el lugar de donde provenían. Sin pensárselo un segundo, se encaminó hacia allí mientras achicaba sus ojos para enfocarlos mejor. Localizó un gran bulto deforme en el suelo, pegado a la fachada de una de las mansiones que rodeaban la plaza. Según se acercaba no tuvo ninguna vacilación en reconocer a una persona envuelta en una capa oscura con capucha.

Los tenues lamentos arreciaban con fuerza a cada paso del marqués y se fueron convirtiendo en agónicos gemidos que encogió su corazón. ¿Qué le ocurría a aquella mujer?

Porque esos lloros pertenecían a una mujer. Sin la menor duda.

En cuanto llegó frente a ella se agachó apoyado en su bastón con empuñadura de nácar, y meditó cómo actuar puesto que no quería asustarla. Su rostro estaba oculto por la capucha y parecía apoyado sobre las rodillas flexionadas de la mujer. Su cuerpo se sacudía a cada lamento bajo su abrigo empapado.

No pudo evitar sentir lástima hacia ella.

—¿Puedo ayudarla? —susurró con voz contenida.

En escasos segundos, la mujer detuvo su llanto y calmó su agitación.

—¡Lárguese! —gritó.

—No puedo dejarla así. Está empapada. ¿Me permite acompañarla a algún lugar? ¿Le busco un coche de punto?

Se encontraban en una de las zonas de Londres donde vivía la aristocracia y, aunque lo que podía apreciar de la capa que llevaba la mujer no parecía de mala calidad, sí que daba la impresión de estar muy ajada. La luz que emitía la luna le facilitó apreciar cómo el cuerpo de la mujer se tensaba.

—Váyase, por favor —reclamó la voz femenina, que a él le pareció joven.

El sollozo que a continuación brotó de su garganta lo sobrecogió.

No entraba en su ser dejar a una mujer, fuese dama o no, abandonada de esa manera. Su conciencia no se lo permitiría. Alargó el brazo y posó su mano en lo que parecía un hombro para después bajarla por su espalda en un intento por transmitirle comprensión.

—¡Aparte sus asquerosas manos de mí! —exclamó la joven al tiempo que elevaba la cabeza y su capucha resbalaba hacia tras, lo que permitió despejar su faz—. ¡No me toque! —le gritó debatiéndose de su mano.

Al recibir la iluminación de la luna, Fairfax pudo contemplar largas guedejas de cabello mojado que cubrían parcialmente un semblante con una palidez casi fantasmal. Frunció el ceño. Ese rostro demacrado le sonaba mucho, le recordaba a alguien a quién había tratado con asiduidad.

—Shhh, tranquila, no voy a hacerle ningún mal.

La joven lo miró con los ojos desorbitados, pero sin dejar entrever si lo había reconocido. En realidad, a ella no le interesaba él lo más mínimo. La tromba de agua que acababa de caer le había dejado empapada hasta el alma y el refugio de su capa desgastada tan solo le servía para ocultarse de ojos ajenos. Al fin y al cabo, porque un hombre —y menos un aristócrata— se compadeciese de ella, su congoja no iba a desaparecer. La llevaba incrustada en ella desde hacía mucho tiempo, se le había metido hasta en los huesos. Lo que la mente le pedía era que debía seguir luchando y ver qué posibilidades se le ocurrían para ponerle remedio a su situación, pero su cuerpo ya no le respondía. Estaba a punto de desfallecer.

—¡Señorita Salisbury! —exclamó el marqués, estupefacto, al escudriñar con su mirada y reconocer ese rostro.

¡No podía ser! Hacía años que él no la veía, pero esa belleza trigueña era imposible de olvidar.

Mariana Salisbury había sido compañera de su prima Margaret en la Escuela de Señoritas de lady Acton. Él había bailado con ella, y compartido cenas, paseos y conversaciones en multitud de ocasiones.

Recordó que, en aquel entonces, en varias ocasiones había pensado que, si no hubiese sido porque se había prendado de inmediato de lady Jane Walpole, posiblemente habría sido ella quien le hubiese hecho palpitar su corazón. Era tan bella que cortaba la respiración.

De eso hacía ya cuatro años. Su juventud lo había hecho vulnerable a esas preciosas jóvenes que estaban siendo preparadas para el matrimonio con mucho esmero, y su corazón estaba presto a caer cautivado y sentirse impactado por un rostro angelical.

Aunque lo que ahora podía apreciar de ella poco tenía que ver con la joven alegre y llena de vida que recordaba.

—Señorita Salisbury, permítame ayudarla —pidió con ternura.

Desde que su prima se había casado con el vizconde Ditton no recordaba haberla visto en muchas más ocasiones. Tampoco es que supiese qué había sido de ella en ese tiempo, ni se había interesado por saberlo, ni recordaba haber escuchado ningún cotilleo sobre ella. Pero lo que sí que tenía claro era que en esos momentos necesitaba auxilio.

Su rostro no podía expresar más desaliento, más abatimiento. Estab

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