El griego de mis amores (Algo de ti 3)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Tres años y medio antes

Rosa Makris, viuda de Papadakis, se había arreglado a conciencia para esa boda. Incluso se había embutido en un vestido tan estrecho que era imposible que no se le marcara hasta el carnet de identidad.

El tocado del pelo era más horroroso que llevar un nido de pájaro en la cabeza, pero lo había elegido su hija mayor, Adara, y era lo que le tocaba llevar.

Como representante de la familia de la novia, tenía que dejar el pabellón bien alto. Además, rodearse de toda la gente que había acudido le venía muy bien para su carrera profesional, o al menos eso pensaba. Aunque tampoco podía dejar de advertir que algunos la miraban de manera extraña y con cierto descaro.

Un camarero pasó por su lado cargado con una gigantesca bandeja de copas de champán. Le detuvo un segundo para requisarle un par de ellas y le dejó continuar.

Adara le había dicho que no hacía falta que entrara a ayudarla a vestirse, y obedientemente se había quedado fuera de su dormitorio. Aunque tampoco estaba muy lejos. Esperaba en el corredor.

Había hilo musical en toda la casa, y por suerte para Rosa, no sonaba la música clásica y aburrida que, con toda seguridad, les gustaba a todas aquellas personas importantes. Gracias a Dios, tenían muy buenos cantantes en Grecia.

La gente deambulaba por todos los lados de la magnífica mansión. Pero donde más estaban, era en la zona del salón, justo por la que ella había pasado unos minutos atrás.

Estaba bastante enfadada con Adara., pero se había prometido a sí misma no decirle nada para no arruinarle la ceremonia, aunque le parecía increíble que no hubiera invitado a nadie de la familia excepto a su hermana Daniella y a ella. Y claro, Daniella, ofendida, se había negado a ir y había puesto la excusa—tampoco era tanta excusa si lo pensaba bien— de tener que quedarse con el pequeño Cole de apenas un año.

Apuró una de las copas y respiró hondo. Del cuarto de Adara no hacían más que entrar y salir mujeres. Imaginó que una de ellas se trataba de su futura suegra —todavía no habían sido presentadas—, las otras, no tenía ni idea.

No pensaba admitirlo nunca, pero la incomodaba estar esperando allí, en el corredor, como si fuera una simple desconocida, y no la madre de la novia.

Seguro que si Daniella la hubiera visto en ese momento, la habría obligado a regresar a casa, y con toda la razón del mundo.

Paseó la vista por alrededor fingiendo que le interesaban las estúpidas lámparas azules que colgaban del techo, los ridículos y carísimos muebles, y el peligroso y resbaladizo suelo de mármol.

Desde donde se encontraba veía a los criados que salían de la cocina con canapés y bebidas y a los invitados que iban de una sala a otra curioseando todo. También podía ver la entrada al enorme jardín donde habían colocado una carpa para celebrar el convite.

Abandonó la copa vacía sobre una mesa de cristal, sin importarle si dejaba huella, y se disponía a beber de la segunda cuando, por el pasillo, descubrió que se acercaba el futuro marido de Adara, Fabio Thalassinos, acompañado de un hombre superguapo, superatractivo, super todo junto... Moreno, ojos verdes, gallardo y con un porte varonil que la hizo salivar.

¡La leche! En aquel momento se preguntó qué era lo que estaba haciendo ella con su vida. Todavía era joven, y continuaba siendo bonita y divertida, y para más inri, viuda desde hacía más años que Matusalén.

Con disimulo se levantó los pechos. Con disimulo y con una mano, ya que en la otra seguía sosteniendo una copa. Se irguió sobre los tacones, metió tripa todo lo que pudo, y con aire sofisticado —eso se le daba de miedo— esperó a que llegaran a su altura.

—Señora Papadakis ¿qué está haciendo aquí? —la preguntó Fabio, mirándola sorprendido—. ¿Por qué no está con Adara?

—No me trates de usted, Fabio, que me haces muy mayor. Llámame Rosa.

—De acuerdo, Rosa. ¿Por qué no estas con tu hija?

—Adara me ha dicho que hay mucha gente ayudándola y que no me necesita. —Fabio frunció el ceño. También era un hombre muy guapo y, desde luego, parecía mucho más responsable que la cabeza loca de su hija—. No pasa nada, yo estoy aquí aprovechando a... mirarlo todo.

Sin poder evitarlo, sus ojos recorrieron al hombre soberbio y elegante que lo acompañaba. Se pasó la lengua por el labio inferior y lo mordió con suavidad.

—Rosa, te presento a Vasili Dalaras, no sé si os conocéis.

Le sonaba su nombre, pero no tenía ni idea de qué. Quizá era otro tenista profesional como Fabio, o su entrenador. Cuerpo atlético sí que tenía.

—No tengo el gusto —respondió, sonriendo a Vasili con una de sus mejores caídas de pestañas. ¡Qué rabia! Hacía mucho que no intentaba ligar con nadie y se sentía un poco patética.

Vasili estrechó sus dedos con los suyos y Rosa sintió su calor en todo el cuerpo. Él se inclinó sobre ella para darle un par de besos en las mejillas. ¡Qué bien olía!

—Es un placer, Rosa.

¡Y qué voz! Era como estar escuchando el ronroneo de un gato. Todo el vello de su anatomía se puso de punta.

—El placer es mío —contestó.

Cristopher, el hermano de Fabio, una de las pocas personas que Adara le había presentado, entró por la puerta del jardín con paso rápido y se detuvo al lado de ellos.

—Tienes que venir, Fabio. —Con la cabeza le señaló al exterior—. El organizador de bodas quiere saber cómo dispusisteis las mesas al final.

Su futuro yerno los miró a ella y a Vasili.

—Con vuestro permiso, el deber me llama. Luego os veo.

—Sí, no te preocupes —dijo Vasili regalándole a Rosa una sonrisa de quitar el hipo —. Rosa y yo nos haremos compañía mutuamente. Si me lo permites, claro —dijo risueño preguntándole a ella.

No supo por qué, Rosa se acordó de una frase muy famosa que decía: «no permitas que nadie te baje la autoestima. Las bragas sí, pero la autoestima jamás».

Nunca iba a poder olvidar la boda de Adara y Fabio, pues ese día conoció a un hombre increíble, caballeroso, educado. Lo que llamaban ahora «un empotrador». ¡Menuda noche la de aquel año!

Qué lástima que sus vidas no volvieran a cruzarse más a pesar de que él vivía en Santorini y ella en Creta. Dos de las islas más preciosas de Grecia. Y ya no solo que no se cruzaran, sino que no se buscaran.

Ella supo que él era el dueño de una importante cadena de hoteles en Grecia, y él, que Rosa tenía un programa de televisión nocturno donde leía las cartas del tarot. Por lo que encontrarse de nuevo habría sido de lo más fácil.

Tal vez Vasili fue un orgulloso para dar el primer paso, o fuese ella que, en aquel momento, con Cole tan pequeño y Daniella estudiando Puericultura, no tenía tiempo para una relación más seria.

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Capítulo 1

Hacía tiempo, exactamente cada t

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