El hombre que traicionó a Minerva Ravenscroft (Bilogía Traición en el Támesis 2)

Bethany Bells

Fragmento

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Un breve resumen...

Por si te sirve de ayuda, debes saber que lady Minerva Ravenscroft, hija del duque de Manderland, llamada cariñosamente Minnie, desapareció misteriosamente hace siete años, cuando solo tenía quince. Con la ayuda del rey, la familia removió cielo y tierra buscándola, pero resultó inútil.

Tuvo que pasar todo ese tiempo hasta que, gracias a una carta interceptada por el hermano mayor de Minerva, lord Arthur Ravenscroft, marqués de Badfields, se supo que tras ese misterio estaba lord Dankworth, enemigo jurado de su padre, y un hombre embarcado en una intriga que se remonta a los tiempos de la amenaza napoleónica, y que poco a poco se va desvelando gracias a los esfuerzos de tres amigos: el duque de Gysforth, el marqués de Rutshore y el marqués de Badfields (protagonistas de la trilogía Un día en el Támesis, en la que se narra todo lo que te estoy contando).

Badfields descubrió que lord Dankworth se mueve en dos niveles: uno, intrigando contra la Corona como líder de una sociedad secreta llamada La Estirpe, de la que forman parte caballeros de gran importancia, y cuyas intenciones todavía no se han desvelado; otro, en el submundo de Londres, tras organizar una red que controla la delincuencia, un buen modo de conseguir fondos para sus intrigas, bajo el título de «Rey en la noche».

También descubrió que Minnie se encontraba prisionera en un lugar cuyo nombre no se mencionaba, pero que, gracias a algunos detalles, una amiga de lord Rutshore, Theodora Black, pudo deducir que se trataba del sultanato de Aljana.

La señorita Black, especialista en Historia antigua, se embarcó en un plan muy arriesgado, idea del mismísimo valí de Egipto, y, a qué engañarnos, de haber sido las cosas de otro modo podría haberse convertido en un auténtico fiasco. Por suerte, en el viaje coincidió con Sultán Yazid Ibn Keled Al-Kabir, príncipe de Aljana, que no solo la salvó y la ayudó, sino que, también, la conquistó. (Esta historia se cuenta en el primer libro de esta bilogía, El hombre que sedujo a Theodora Black).

Dora logró escapar con Minnie, y regresaron a Londres. Otro tipo de persona hubiese considerado que con eso era suficiente, que, ahora, lo que contaba era recuperar el tiempo perdido y vivir feliz y tranquilo el resto de la existencia; pero no lady Minerva Ravenscroft. De ningún modo lady Minerva Ravenscroft.

Ella prometió matar a un hombre y ahora ha vuelto para cumplirlo. Quizá entonces terminen las pesadillas...

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Prólogo

Manderland House, dormitorio de Arthur Ravenscroft

Londres, mayo de 1820

—¡Arthur! ¡Arthur!

Nada, imposible. Su hermano se había quedado totalmente dormido, tumbado de cualquier modo sobre la colcha. Algo normal, con lo borracho que había llegado. ¡Si casi no se tenía en pie, al entrar en el dormitorio! Menuda contrariedad, porque ella lo había estado esperando en su habitación para contarle que se marchaba, que no lo soportaba más. Que se iba para casarse en Gretna Green con Nick Burton, el ayudante de las caballerizas.

Y ahora, ¿qué? No quería irse sin decírselo al menos a él, que seguro que la comprendería, pero estaba visto que no iba a quedar más remedio. Siempre podría escribirle desde su nuevo hogar, una vez que estuviera casada.

—Duerme, hermanito —susurró, los labios casi tocando la mejilla de Arthur, antes de plasmarle un beso lleno de cariño.

Le quitó los zapatos, tiró un poco de la colcha para taparle el estómago y volvió en silencio a su dormitorio. Allí tenía preparada su bolsa de viaje con todo su dinero, sus joyas y el abrigo. Se lo puso y salió por la ventana.

La noche era agradable y silenciosa, sin apenas luna. Nick, un joven rubio, alto y desgarbado, la esperaba junto a la verja, tal como habían convenido. Caminaba de un lado a otro, con las manos en los bolsillos. Parecía nervioso. Lógico. ¡Como para no estarlo! Llevaba poco más de un mes trabajando en Manderland House y ya se estaba yendo en mitad de la noche, robando la pertenencia más valiosa del duque: su hija.

—Llegas tarde, Princesita —le dijo al verla—. Temí que te hubieras arrepentido.

—Nunca. —Dejó que la besara en los labios. ¡Qué sensación! Le provocaba cosquillas por todo el cuerpo. ¡Era maravilloso estar enamorada!

Nick la cogió de la mano y la condujo al exterior, hasta donde tenía preparado uno de los carruajes más pequeños del duque, a unos metros del muro de piedra que rodeaba Manderland House. Con él, se dirigirían a toda velocidad a Gretna Green, para evitar que los alcanzasen, y en pocos días sería su esposa.

Él sugirió que viajase dentro, donde podría dormir un poco, pero ella se negó, no quería separarse de su lado. Subieron juntos al pescante y se alejaron hasta perder de vista las luces de la mansión. Minnie sintió un chispazo de pena por su madre y por Arthur, y por el recuerdo de cómo era su padre unos años antes, cuando todavía la quería.

¿Por qué había dejado de hacerlo? No lograba entenderlo, no recordaba haberse portado mal. Siempre fue una niña inquieta, incluso revoltosa, aunque nada de eso parecía haber impedido que el duque de Manderland la adorase. «Eres mi hija. Mi niña, mi luna y mi sol», le decía al darle el beso de buenas noches. «No hay nada en este mundo que pueda hacer que deje de quererte».

Pero lo había hecho, de pronto y de forma fulminante. Lo había demostrado de mil formas distintas desde entonces, y lo había confirmado con aquel horrible compromiso matrimonial que había buscado para ella. ¡El «Sátiro de Londres»! ¡Un hombre que tenía como cien años y que estaba tan gordo que ya no debía recordar cómo eran sus pies! Un depravado enfermo de sífilis, tal como había oído decir a Arthur cuando discutía con su padre por su culpa.

A eso quería condenarla... Cada vez que pensaba en ello, la sangre se helaba en las venas de Minnie. ¿Cómo alguien para quien has sido la luna y el sol podía decidir cometer tal atrocidad?

«No te ha querido nunca, tonta», se decía. Pero no, no era verdad. Recordaba bien el calor de sus abrazos. Un niño siempre notaba eso, y ella había sido una pequeña que se había sentido muy querida. ¿Qué pasó? ¿Qué pudo haber hecho tan atroz...?

Minnie se estremeció. No quería pensar en ello, era todo demasiado espantoso. Por suerte, gracias a Nick, ya no importaba.

—¡Es tan emocionante! —dijo, más que nada por romper el silencio. Él la miró de reojo en la penumbra. No replicó—. ¿Tienes miedo? —Lo agarró por el brazo y lo estrechó con cariño, apoyando la cabeza en su hombro—. No te preocupes, amor mío. —¡Se había atrevido a llamarlo así, como cuando estaban a solas en su dormitorio! Se sintió audaz, adulta, hermosa y deseada—. Cuando estemos casados, mi padre no podrá hacerte nada. Se verá obligado a aceptar la situación. Y mi hermano Arthur nos apoyará. Verá lo feliz que me haces y aprenderá a quererte

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