Todo lo que somos (Serendipity Magazine 3)

Hollie Deschanel

Fragmento

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Prólogo

Mía arrugó la nariz nada más sentir el escozor del vodka bajar por su garganta. Se había sentido mucho más liviana desde que aceptó acudir al pub de moda en Barcelona junto a sus amigas y compañeras de trabajo. Era muy complicado mantener la ansiedad controlada cuando la vida la ponía entre la espada y la pared con situaciones cada vez más complicadas. Quizá por eso no dudó en asentir con la cabeza esa misma mañana, en el pasillo de la redacción, en el momento que Bárbara sugirió que necesitaban una noche de chicas.

Tenía la cabeza embotada y el corazón herido. Cualquier mujer en su situación se habría escondido debajo de las mantas de la cama a esperar que, con suerte, el dolor de su pecho desapareciera. Por supuesto, Mía no era tan fatídica. Casi siempre optaba por permanecer en movimiento, incluso en las peores épocas, y una mala relación no iba a hundirla.

—Odio esto de no poder bailar —se quejó Vega, una de sus amigas, mientras se atusaba la larga y ondulada melena rubia con los dedos—. ¿Por qué la gente se cree que la pista debe ser una jungla donde reclamar una pareja sexual? Míralos, no dejan de refregarse los unos con los otros.

A su lado, Mía lanzó un vistazo en dirección a la pista de baile. La gente solía acoplarse allí para rozarse con todo el que se pusiera a tiro. Sonrió. Nunca había encontrado satisfacción alguna en menear las caderas al son de los últimos éxitos de reguetón, pero sabía que Vega vivía por y para el perreo, y eso de estar encerrada en una discoteca sin poder bailar la ponía de mal humor.

—¿Qué tal si pedimos otra ronda de chupitos? —sugirió Mía, y se relamió los labios. Esa noche estaba dispuesta a cogerse la borrachera de su vida. E iba por el buen camino, porque empezaba a reírse de todo y le costaba enfocar a quien tenía delante—. Invito yo.

—¡Pero que esta vez sea vodka de piruleta! —Bárbara, su otra amiga, se acercó de inmediato a la barra.

—La última ronda y se acabó, por favor —dijo Martina.

La única que parecía contener aún un poco de sentido común era ella, Martina. De las cuatro, era la más sensata junto a Mía, pero a veces le tocaba ser el ancla de aquel barco que nadaba a la deriva en un mar repleto de alcohol.

El camarero les sirvió una fila de chupitos que sujetaron antes de brindar y llevárselos a los labios. Mía jadeó al sentir el resquemor en su garganta. Tan desacostumbrada como estaba a beber, el alcohol le quemaba por dentro. O tal vez estaba reparando aquellas heridas abiertas que Luis le había dejado a modo de recordatorio.

Por unos instantes recordó lo que le había dicho ese día. «Estás enferma. Necesitas ir a terapia. No es normal que seas un témpano de hielo». Sus palabras sí que quemaron. De la misma forma que si le hubiese caído encima una ola gigante de lava. «No voy a perder más mi tiempo en alguien como tú».

Mía se frotó la cara y respiró hondo. No lo culpaba. Apostaba a que ningún hombre volvería a acercarse a ella en cuanto supiera que era un pedazo de piedra insensible que no se excitaba con nada ni con nadie. La libido y ella eran incompatibles. Agua y aceite. A veces sí que le apetecía tener sexo, pero enseguida se bloqueaba y se cerraba en su mundo.

Luis no era el único que, en los últimos dos años, la había hecho sentir un bicho raro. Ella ya iba a terapia, hablaba semanalmente con una psicóloga increíble, pero a la hora de dar el último paso, no era capaz. Su cuerpo la traicionaba, se enfriaba. Y hacía sentir mal a las dos partes implicadas.

—Dios —Bárbara, a su lado, la sacó de su ensoñación—, ¿habéis visto semejante maromo? —Señaló a un rubio muy alto que se había acoplado en la esquina de la barra, algo cabizbajo—. Porque estoy casada, sino le entraba ahora mismo.

—Qué cerda —Vega se carcajeó de su amiga—. Si no tienes posibilidades. Es demasiado guapo, y te aseguro que esos solo van a por las rubias tetonas a las que no les importará si las deja insatisfechas.

—¿Y por qué las iba a dejar insatisfechas? —cuestionó Bárbara, de pronto muy interesada.

Vega cogió aire antes de expresar su opinión.

—Porque los tíos guapos follan fatal.

—¿Eso lo sabes porque…?

—Una vez me lie con uno que estaba igual de bueno que ese y te aseguro que no llegué a sentir ni cosquillas. —Vega se encogió de hombros—. No valen la pena.

—Hugo es guapo —intervino Martina, sonriendo con diversión—. Ya sabemos por qué a veces pareces amargada.

Mía, viendo venir la tormenta que iba a desatarse, se escabulló con la excusa de ir al baño a refrescarse.

Adoraba a sus amigas, pero tenían una tendencia insana a buscarse las unas a las otras solo por el gusto de oír sus propias réplicas. Vega estaba saliendo con Hugo, su jefe en la redacción, y sí, era un hombre guapísimo. No como el rubio de la barra —que le lanzó una mirada curiosa al pasar por su lado—, sino más bien clásica. Bárbara estaba casada con un piloto francés que todavía no sabía pronunciar bien las erres, tenían un hijo y buscaban el segundo. Por el contrario, Martina salía con el director de Serendipity Magazine, donde todas trabajaban, y estaba intentando convencerlo de que ya era hora de casarse.

Todas ellas guardaban algo en común: habían encontrado el amor. La única que faltaba era Mía y se negaba en rotundo. Odiaba la idea de volver a caer en las garras de un sentimiento tan traicionero. Por más que tratase de solucionar sus propias limitaciones, no iba a conseguirlo si cuando tenía que demostrarlo, más allá de estar ahí, su cuerpo la saboteaba y la hacía ver como una anomalía.

Entró al baño, se mojó la cara y se quitó los restos de pintalabios con un poco de papel. Total, ya no le hacía falta. Esa noche solo pretendía salir un rato, beber y volver a casa a dormir la mona. Salir un poco de la rutina asfixiante de esa semana en la que Luis ya no estaba; ni él ni sus besos ni sus caricias.

Solo vacío.

Nada más salir, le dio con la puerta a alguien. Sus oídos captaron el quejido masculino que le hizo soltar un rápido «ayvacuántolosiento» que sonaba un poco pastoso debido a su borrachera. Alzó la mirada un poco y se cruzó con la cara más bonita del mundo.

Y no estaba exagerando.

Ese hombre —el rubio de la barra— la contemplaba con la sombra de una sonrisa en los labios. Sus ojos azules resplandecían como dos zafiros perdidos en mitad de la nieve. Su nariz era algo amplia, su mentón cuadrado, sus labios carnosos y el pelo le caía en mechones desordenados por el rostro. En su oreja izquierda brillaba un pendiente de plata en forma de cruz, que colgaba de una argolla. Pero incluso cuando su rostro era simétrico y armonioso, lo que más le llamó la atención de él fue el pequeño lunar que la saludaba desde la esquina de su ojo.

—No pasa nada —repuso él, y su voz era ronca, muy sexy—, es normal que no me hayas visto.

—Esto me pasa por ir con prisas.

—¿Tienes que volver con tu novio?

Mía notó una sacudida en el estómago. Sabía que tenía que sentirse mal por Luis, pero la reacción de su cuerpo se debió a que escucharlo le estaba provocando diversas emociones muy confusas en ese instante.

Tragó saliva y negó con la cabeza.

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