Un beso bajo el firmamento (Trilogía Hampshire 1)

Elizabeth Urian

Fragmento

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Capítulo 1

Parroquia de Charlton, Hampshire, agosto de 1812

—Vamos a llegar tarde —sentenció Elijah Marlow.

Por enésima vez, sacó el reloj de bolsillo y lo observó con el ceño fruncido. A su lado, una preciosa jovencita de aspecto resignado contemplaba la punta de su delicado zapato que sobresalía del dobladillo de su vestido.

—Pareces sorprendido, hermano. Te advertí de que esto ocurriría.

Elijah lanzó un gruñido de disgusto y notó, sin ni siquiera levantar la mirada, que Clara sonreía.

—No te muestres tan complacida contigo misma —dijo alzando el rostro hacia su dirección.

Como sospechaba, su querida hermana era el vivo retrato de la hilaridad. Incluso el hoyuelo era visible en su lado izquierdo —él tenía uno igual, pero en la mejilla contraria—.

—¿Cómo no voy a hacerlo? Recuerdo con total claridad mi consejo: miéntele y dile que la reunión es una hora antes; solo así llegaremos puntuales. ¿Me hiciste caso? Nooo. ¿Por qué tener en cuenta la advertencia de la pobre Clara cuando es mejor vernos en esta situación una y otra vez?

—¿Pobre? No dramatices, por favor. Además, sabes bien que no me gusta mentir.

—Y es una buena filosofía —asintió con la cabeza—, si no fuera porque la puntualidad no es la mayor virtud de tía Sally y porque jamás llegamos a tiempo si de ella depende. Deberías grabártelo a fuego de una vez.

—No siempre es así —se defendió.

—Por supuesto que sí. Lo que ocurre es que tú no siempre nos acompañas y no lo vives en carne propia. Por suerte, yo hace años que aprendí la lección. Siempre que está en mi mano miento como una bellaca y le informo que salimos una hora antes de lo previsto.

Elijah observó a Clara a caballo entre el horror y la fascinación. A pesar de sus diecisiete años y esa apariencia tan juvenil, poseía una madurez considerable. Quizá se debiera al haber estado criada gran parte de su vida por la hermana pequeña de su padre y por él mismo. Ambos habían tratado de mantener su infancia y que su crecimiento no difiriera demasiado del resto de niñas de su edad. Ahora que la miraba, con ese rostro redondo, la boca curvada y sus preciosos ojos verdes relucientes, podía afirmar que se estaba convirtiendo en una magnífica mujer. En todos los sentidos.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

Le satisfizo ver cómo cambiaba su rostro. La complacencia desapareció para dar paso a la emoción.

—Oh, cómo odio cuando haces eso.

—¿El qué? ¿Quererte? —fingió que no la entendía—. No puedo evitarlo. Te adoro.

Ella le lanzó un fuerte manotazo que contradecía su apariencia angelical.

—Sabes perfectamente que me desarmas cuando me dices eso. Solo lo haces para terminar una discusión que no puedes ganar. —Le dio con el abanico que no había abierto todavía y que sostenía en su mano.

—¡Augh! —protestó, en broma, porque no le había hecho daño.

—Querida Clara. —La voz femenina los sorprendió a ambos—. Una señorita no debe mostrar ese tipo de comportamientos tan violentos y típicos de personas incivilizadas.

Tía Sally —como la llamaban siempre— entró en el salón en el que la esperaban sin previo aviso y sin una pizca de acritud en sus palabras. Se la veía serena y elegante, un estado natural en ella. Se esmeraba mucho por tener una buena apariencia, pero no era necesario esforzarse para conseguirlo. En opinión de Elijah, la mujer poseía una predisposición natural al envejecimiento tardío. En su abundante cabello no relucía ni una cana y conservaba un color castaño claro y ondulado muy similar al de Clara. Las pocas arrugas que se podían apreciar en su rostro no mostraban su verdadera edad y sabía que ella se congratulaba por ello.

—Me ha provocado él —replicó su hermana.

—Te tengo dicho que una señorita no debe caer en tales banalidades. Ni siquiera por un hermano molesto.

—¡Yo no soy molesto! —protestó, indignado, por haber recibido una parte de la culpa.

—Por supuesto que lo eres, querido Elijah. Aun así, te queremos igual. —Le lanzó una mirada de sufrida complacencia—. ¿Qué haces todavía sentado? Llegaremos tarde.

Y salió de la habitación dejando a Elijah perplejo por el descaro de su tía y con las risitas de mofa de Clara resonando en sus oídos.

La calesa estaba esperándolos en la puerta de la propiedad. Elijah fue el último en recorrer el largo camino empedrado que separaba la puerta de la vivienda del muro exterior que daba la bienvenida al hogar de los Marlow. Un sirviente estaba ayudando a subir a las dos mujeres. Su destino era la residencia de los Charlton, un espectacular terreno que se remontaba a más de cuatro generaciones atrás. Los Charlton eran también la familia más rica de la región. No pertenecían a la nobleza, pero antaño estuvieron emparentados con ella.

La relación con ellos era muy cercana, pues su tía y la anfitriona eran muy amigas. Para Phillip y Mary Charlton, cualquier excusa era buena para invitar al médico, al párroco, al mayor comerciante de la zona y a los Marlow, entre otros. Disfrutaban celebrando cumpleaños, reuniones informales, bailes, meriendas o lo que se les ocurriera. Estando tan lejos de las diversiones o los entretenimientos, aunque para algunos resultaba un sueño inalcanzable, ellos se esforzaban por amenizar la plácida rutina rural. Dudaba que hubiera alguien que no apreciara a esa familia.

—Este vestido de color melocotón te sienta de maravilla, Clara. Hace juego con tus mejillas —soltó tía Sally tan pronto la calesa se puso en marcha.

—Sí, me gusta mucho. —Su hermana se pasó las manos enguantadas por el vestido—. Me alegra haber hecho caso a Cordelia.

Elijah cerró los ojos al oír el nombre. Fue algo instintivo. Al abrirlos no pudo evitar fijarse en que su tía lo miraba con cierto disgusto pintado en el rostro.

—No empieces, Elijah, que te conozco —reconvino ella.

Como siempre que salía a relucir el nombre de la hija mayor del médico, Elijah se puso a la defensiva.

—Siempre empieza ella.

Una vez más, si sonó pueril, lo pasó por alto. Un hombre, por mucho que ya sobrepasara la treintena, tenía derecho a mostrarse como le viniera en gana.

—Pues a mí me cae bien —intervino Clara—. Es amable con todos, menos contigo, tiene buen gusto y siempre acierta en sus consejos y sugerencias.

—Evidentemente —replicó él—, estás influenciada a su favor porque es la hermana de tu mejor amiga. Además, no me extraña que tenga un ego tan inflado si la alabas de tal modo.

—¡Elijah, basta! —Tía Sally parecía disgustada—. Eres un hombre hecho y derecho. El cabeza de familia. Cuando te comportas así no te reconozco en absoluto. Debería darte vergüenza.

—¿Por qué me increpas solo a mí? Quizá a ella le vendría bien escuchar una de tus regañinas.

—Cordelia no es parte de mi familia, aunque en más de una ocasión he verbalizado mi aflicción por el penoso espectáculo que nos ofrecéis. Siempre estáis atacándoos entre vosotros y, a decir verdad, resulta muy molesto e incómodo para todos. El comportamiento de ambos es muy infantil.

Elijah, como tantas otras veces, lo pensó con detenimiento. Se conocían de

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