Cuento de hadas

Fragmento

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Era marzo, la época del año favorita de Joy Lammenais, en el valle de Napa, a casi cien kilómetros al norte de San Francisco. Las colinas onduladas lucían un brillante verde esmeralda, que perdería intensidad cuando aumentasen las temperaturas, y que se secaría y desluciría con el calor del verano. Pero de momento todo era fresco y nuevo, y las viñas se extendían varios kilómetros por todo el valle. Los visitantes lo comparaban con la Toscana italiana y algunos incluso con Francia.

Joy había estado allí por primera vez con Christophe veinticuatro años antes, cuando ella estaba cursando un máster en Administración de Empresas y él asistía a clases de posgrado en Enología y Viticultura, ambos en Stanford. Él le había explicado en detalle que la enología estudiaba la elaboración del vino y la viticultura, la plantación y el cultivo de la uva. Su familia llevaba siglos haciendo vinos famosos en Burdeos, donde su padre y sus tíos gestionaban la bodega y las viñas familiares, pero su sueño siempre había sido viajar a California y aprender de los vinos, los viñedos y los viticultores del valle de Napa. Christophe había confesado entonces a Joy que quería tener una pequeña bodega propia. Al principio solo era una esperanza vaga, una fantasía que nunca haría realidad. Daba por supuesto que volvería a Francia para hacer lo que se esperaba de él, como habían hecho antes sus antepasados y parientes. Pero se enamoró de California y del estilo de vida estadounidense, y se fue apasionando cada vez más por los viñedos del valle de Napa durante el año que estuvo en Stanford. La repentina muerte de su padre a una edad temprana mientras Christophe aún se encontraba allí le dejó una inesperada fortuna para invertir y, de repente, abrir su propia bodega en Estados Unidos no solo se volvió apetecible, sino también viable. Cuando los dos terminaron sus cursos en junio, él viajó a Francia en verano para explicarle el proyecto a su familia y volvió en otoño para llevar a cabo su plan.

Joy era la mujer más fascinante que había conocido nunca y tenía una gran variedad de aptitudes. Poseía un don innato para todo lo relacionado con los negocios o las finanzas. Y al mismo tiempo era pintora y artista, había asistido varios veranos a cursos en Italia y podría haberse dedicado perfectamente al arte. De hecho, en la universidad le había costado tomar la decisión. Sus profesores de Italia la habían animado a que se olvidase de los negocios, pero al final se impuso su lado práctico y dejó la pintura como una afición que le encantaba para centrarse en sus objetivos empresariales. Tenía una capacidad instintiva para detectar los mejores negocios y quería trabajar en una de las sociedades de inversión especializadas en alta tecnología de Silicon Valley, antes de fundar algún día su propia sociedad de capital riesgo. Hablaba continuamente sobre este tema con Christophe.

Cuando se conocieron ella no tenía ni idea de vino y él le enseñó lo que sabía durante el año que pasaron juntos. En realidad, no sentía demasiado interés ni por los viñedos ni por las bodegas, pero él lo explicaba todo de una forma tan vívida que casi parecía mágico. A Christophe le gustaba hacer vino tanto como a ella pintar o las inversiones creativas. Sin embargo, a Joy la agricultura le parecía un negocio arriesgado. Muchas cosas podían ir mal: una helada temprana, una vendimia tardía, lluvias excesivas o escasas. Pero Christophe decía que ahí residía parte de su misterio y de su gracia, y cuando todos los ingredientes cuajaban, se obtenía una cosecha inolvidable de la que la gente hablaría siempre, capaz de convertir un vino del montón en un extraordinario don de la naturaleza.

A medida que ella visitaba una y otra vez el valle de Napa en su compañía, empezó a entender que Christophe llevaba la elaboración de vino en lo más profundo de su alma y en su ADN, y que tener una bodega respetada representaba para él el máximo logro que podía alcanzar y su mayor anhelo. En aquel entonces ella tenía veinticinco años y él uno más. Joy había tenido la suerte de conseguir un empleo en una legendaria sociedad de capital riesgo poco después de licenciarse y le encantaba lo que hacía. Cuando Christophe volvió de Francia a finales de verano buscando un terreno que comprar y viñas que pudiese replantar como deseaba, de acuerdo con todo lo que había aprendido en Francia, le pidió que lo acompañase, pues respetaba los consejos de Joy sobre los aspectos financieros de cualquier transacción. Ella le ayudó a comprar su primer viñedo y para noviembre ya había adquirido seis, todos ellos colindantes.

Las viñas eran viejas y él sabía exactamente lo que quería plantar. Le dijo a Joy que prefería que su bodega fuese pequeña, pero que algún día tendría el mejor pinot noir del valle, y ella le creyó. Le explicaba las sutilezas de los vinos que probaban, sus defectos y sus virtudes, cómo podrían haberse modificado o mejorado, o cómo deberían haber sido. Le dio a conocer los vinos franceses, entre ellos el que su familia había elaborado y exportado durante generaciones desde el Château Lammenais.

Había comprado otra finca en la colina que dominaba las viñas y el valle, y le dijo que allí iba a construir un pequeño château. Mientras tanto, vivía en una cabaña con un cuarto y una confortable sala de estar con una enorme chimenea. Los fines de semana pasaban allí muchas noches íntimas, durante las cuales él compartía con ella sus esperanzas y ella le explicaba qué debía hacer para que funcionara la parte empresarial del proyecto y para diseñar un plan de financiación.

Pasaron las Navidades juntos en la cabaña. Se quedaban de madrugada en el pequeño porche admirando la naturaleza en todo su esplendor. Como el padre de Christophe había fallecido hacía poco, y su madre lo había hecho muchos años antes, no le apetecía volver a Francia para pasar las fiestas con sus tíos y prefirió quedarse con Joy. Ella tampoco podía volver a casa a pasar la Navidad con su familia. Su madre había muerto joven de un cáncer cuando Joy tenía quince años y su padre, que era mucho mayor que su esposa, había quedado destrozado y había muerto tres años después. Ella y Christophe crearon un mundo propio en el lugar al que él la había llevado, y el joven francés le preparó una increíble cena de Navidad compuesta de oca y faisán, que combinaban a la perfección con los vinos que había elegido.

En primavera empezó a construir su château, tal como había anunciado. Joy descubrió que Christophe era una suerte de visionario, pero que sorprendentemente siempre realizaba lo que decía y llevaba sus ideas del plano abstracto a la realidad. Él nunca perdía de vista sus metas y ella le enseñaba a alcanzarlas. Él describía lo que veía en el futuro y ella le ayudaba a cumplir sus sueños. Christophe tenía unos planes maravillosos para el château.

Encargó que le trajeran la piedra de Francia y dijo que no quería nada demasiado solemne ni demasiado grande. En líneas generales, basó el diseño en el château de su familia, de cuatrocientos años de antigüedad, y le entregó al arquitecto incontables bocetos y fotografías de lo que tenía en mente, con las modificaciones que consideraba que le quedarían bien a la finca que había elegido, mostrándose inflexible con respecto a las proporciones. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Había escogido una colina con unos preciosos árboles añejos alrededor del claro en el que deseaba levantar su hogar. Decía que iba a poner rosales rojos por todas partes, como en su vivienda de Francia, y lo diseñó todo con un arquitecto paisajista que se entusiasmó con el proyecto.

La casa estaba muy avanzada cuando en verano le pidió a Joy que se casase con él. Para entonces llevaban saliendo más de un año. Estaba construyendo su bodega en medio de las viñas al mismo tiempo que edificaba su château, que era una joya. A finales de agosto celebraron una pequeña ceremonia en una iglesia cercana a la que asistieron dos de sus empleados en calidad de testigos. Todavía no habían hecho auténticas amistades en el valle. Se tenían el uno al otro, y con eso les bastaba por el momento. Coincidían en que el resto de cosas vendrían más adelante. Estaban formando una vida en común, y ella respetaba profundamente la pasión de Christophe por la tierra y por su terreno. Lo llevaba en las venas y en el alma. Las uvas que cultivaba eran para él seres vivos que había que mimar, nutrir y proteger. Y lo mismo opinaba de su esposa. La cuidaba como un precioso regalo, ella florecía y prosperaba al calor de su amor y lo quería con la misma intensidad.

El château todavía no estaba terminado en sus primeras Navidades de casados, de modo que seguían viviendo en la sencilla cabaña de Christophe, que se adecuaba perfectamente a su vida tranquila. Para entonces Joy estaba embarazada de tres meses, y Christophe quería que su hogar estuviese acabado para cuando naciese su primer hijo en junio. Ella había dejado su puesto en Silicon Valley tras casarse, ya que no podía ir y volver tan lejos a diario, y trabajaba arduamente ayudándole a montar su bodega. Ella llevaba el negocio y él se ocupaba de las vides. Joy tenía una barriga redonda y hermosa cuando se trasladaron al château en mayo, tal como Christophe había prometido. Pasaron un mes allí, mientras ella pintaba preciosos frescos y murales por las noches y los fines de semana, esperando la llegada de su primer hijo, y trabajaba en la oficina de su nueva bodega los días laborables. Christophe le había puesto su nombre: Château Joy, Castillo Alegría, una descripción perfecta de la vida que llevaban.

Se despertaban cada día con ganas de ir a trabajar y comían juntos en casa para hablar de sus progresos y de los problemas que iban resolviendo. Él había plantado las vides respetando todos los principios con los que se había criado; dos de sus tíos ya los habían visitado, habían dado el visto bueno a todo lo que hacían y les habían dicho que en veinte años sería la mejor bodega del valle de Napa. Las vides crecían bien y en el château ya se sentían como en su hogar. Lo habían acondicionado con mobiliario rústico francés que habían encontrado en subastas rurales y tiendas de antigüedades, y que eligieron entre los dos.

El bebé llegó con la mansedumbre y la placidez con la que habían ido cobrado forma el resto de sus planes durante los últimos dos años. Fueron al hospital por la mañana cuando Joy le avisó de que había llegado el momento, poco después de desayunar. Bajaron en coche de la colina y por la tarde Joy tenía una preciosa niña entre los brazos mientras Christophe miraba a su esposa lleno de asombro. Todo había sido muy fácil, sencillo y natural. Desde el preciso momento en que nació, la pequeña tenía el cabello rubio claro y la piel blanca de su madre, y los ojos azul intenso de su padre. Todo apuntaba a que sus ojos seguirían siendo azules, pues los de su madre también lo eran. Y su piel era tan clara que Christophe decía que parecía una flor, una camelia, de modo que la llamaron Camille.

Volvieron al château al día siguiente para empezar su vida juntos. Camille creció con dos padres cariñosos en un pequeño y exquisito château en medio de la belleza del valle de Napa, con vistas a los viñedos de su padre. Y la predicción de los tíos de Christophe resultó acertada. A los pocos años, producía uno de los mejores pinot noir de toda la región. Su negocio era sólido, su futuro estaba asegurado, todos los viticultores importantes del valle de Napa los respetaban y admiraban, y muchos le pedían consejo. Christophe contaba con años de tradición familiar a sus espaldas, además de un instinto casi infalible. Su mejor amigo era Sam Marshall, el dueño de la mayor bodega del valle. Él no tenía la tradición familiar ni los conocimientos en viticultura francesa de su amigo, pero poseía un talento innato para producir grandes vinos, era valiente e innovador, y tenía más terrenos que nadie en el valle; a Christophe le gustaba intercambiar ideas con él.

Su esposa Barbara y Joy también eran amigas, y las dos parejas solían juntarse con sus hijos los fines de semana. Cuando Camille nació, los Marshall ya tenían un niño de siete años, Phillip. El pequeño se quedaba embelesado con el bebé cuando las dos familias se reunían para comer los domingos. Christophe les preparaba unos copiosos ágapes franceses; Sam y él hablaban de negocios y las mujeres vigilaban a los niños. Cuando Camille cumplió dos semanas, Joy dejó que Phillip la cogiese en brazos. Pero la mayoría de las veces el niño prefería trepar a los árboles o correr por los campos, coger fruta de los huertos o montar en bicicleta por el camino de acceso.

Sam Marshall había sido un chico de la región que había trabajado muy duro para conseguir todo lo que tenía y que se tomaba en serio el negocio, al igual que Christophe, un rasgo por el que Sam admiraba a su joven amigo francés. Siempre le había molestado que los empresarios de éxito de la ciudad, o de sitios tan lejanos como Los Ángeles, o incluso Nueva York, compraran una finca, plantaran unas cuantas viñas y se hicieran llamar viticultores y vinateros, mientras alardeaban sin saber nada y se dedicaban a darse aires. Sam los llamaba «viticultores domingueros» y le resultaban insoportables, una opinión que compartía con Christophe. Aunque este creía que los secretos para elaborar un gran vino tenían que transmitirse de generación en generación, respetaba a Sam por haber aprendido todo lo que sabía en una sola. Trabajaba con tanto ahínco, estaba tan deseoso de aprender y respetaba tanto la tierra y lo que obtenían de ella, que Christophe le tenía un profundo afecto. Los dos preferían la compañía de viticultores serios como ellos, que tenían información y experiencia valiosas que compartir. El negocio del vino atraía a muchos aficionados. Gente con dinero que compraba bodegas consolidadas, sobre todo nuevos ricos deseosos de presumir. Por otra parte, la vieja guardia de la aristocracia de San Francisco también había ido acudiendo al valle a lo largo de los años. Esta élite se mantenía apartada de los demás, celebraba fiestas muy formales dentro de los confines de su selecto grupo y menospreciaban a todo el mundo, aunque de vez en cuando admitían en su seno a los viticultores más importantes, como Christophe, a quien, sin embargo, los miembros de esta aristocracia no le interesaban en lo más mínimo.

Camille creció en el ambiente alegre que sus padres crearon a su alrededor, entre las dinastías vinícolas del valle de Napa y unos cuantos amigos íntimos. Su terreno fue aumentando a medida que su padre compraba más parcelas, plantaba más viñas y contrataba a un responsable de viticultura toscano llamado Cesare, que no le caía nada bien a la madre de Camille porque esta torcía el gesto cada vez que él entraba en la oficina o salía de una estancia.

Joy siguió a cargo de la parte empresarial de la bodega mientras Camille crecía y se entretenía en la bodega o jugaba en las viñas después del colegio. Ella siempre decía que quería ser como su madre y su padre, trabajar algún día en la bodega y estudiar en Stanford como ellos. Todo lo que sus progenitores hacían le parecía perfecto y quería continuar con las mismas tradiciones. Había viajado a Burdeos muchas veces para visitar a sus primos y sus tíos abuelos, pero le encantaba estar en el valle de Napa, que consideraba el lugar más bonito del mundo. Al igual que su padre, no quería vivir en Francia, y Joy estaba de acuerdo con los dos. Los Marshall siguieron siendo los mejores amigos de la familia, y Phillip alternaba entre ser el enemigo de Camille y su héroe a medida que iba creciendo. Al ser siete años mayor que ella, le tomaba mucho el pelo. Por ejemplo, había cursado su último año de instituto cuando ella tenía solo diez años. Pero en más de una ocasión la había protegido al ver que alguien la intentaba acosar. Camille era como una hermana pequeña para él, y la niña se entristeció cuando se fue a la universidad y pasó a verlo solo en vacaciones.

Joy tenía cuarenta y cuatro años y Christophe uno más el verano que Camille cumplió diecisiete y su madre descubrió que tenía cáncer en una mamografía rutinaria. Ese hecho puso su mundo patas arriba. Los médicos decidieron extirpar solo el tumor y no el pecho, y consideraron que podrían curarla mediante un agresivo tratamiento de quimioterapia y radiación durante un año. Christophe estaba desbordado y Joy se encontraba fatal después de los tratamientos, pero incluso así iba a la bodega un rato cada día, donde Camille hacía todo lo que podía para ayudarla. Joy era increíblemente valiente y estaba decidida a superar la temida enfermedad. Ese invierno vivió momentos muy duros, pero nunca perdió las ganas de vivir e hizo todo lo necesario para curarse. Después diría que lo había hecho por Camille y Christophe. Doce meses más tarde estaba curada, el cáncer había remitido, y todos pudieron volver a respirar tranquilos. Había sido un año horrible, y el hecho de que hubiesen aceptado a Camille en Stanford no significó nada para ninguno de ellos hasta que supieron que Joy volvía a estar sana.

Ella y Christophe celebraron que Camille se graduara en el instituto y le organizaron una fiesta por su decimoctavo cumpleaños. La vida les sonreía otra vez. La fiesta era para chicos de la edad de Camille, sobre todo compañeros de clase, pero también asistió un grupo de padres para disfrutar de la celebración con Joy y Christophe. Los Marshall estaban entre ellos y les dijeron que Phillip viajaba ahora continuamente por motivos de trabajo promocionando sus viñas y que le iba bien. Había pasado seis meses en Chile trabajando en la bodega de un amigo y, un año antes, había estado en Ciudad del Cabo, dos regiones vinícolas que a menudo se comparaban con el valle de Napa. Phillip estaba aprendiendo el oficio por todo el mundo.

Les tranquilizó ver que Joy tenía muy buen aspecto y, después de cenar, Barbara, la esposa de Sam, confesó a Joy en voz baja que le habían descubierto lo mismo que a Joy un año antes y que la semana siguiente se iba a someter a una operación en San Francisco, en su caso una doble mastectomía. Ella era diez años mayor que Joy y le preocupaba mucho lo que le depararía el futuro. Las dos mujeres hablaron sobre el tema largo rato y Joy insistió en que se pondría bien. Parecía que Barbara quería creerla pero no era capaz. Estaba muy asustada, y Sam también. Al principio habían decidido no decírselo a Phillip porque no querían que se preocupase y lo habían aplazado todo lo que habían podido. Pero, ante la inminencia de la intervención, iban a darle la mala noticia en cuanto volviese de su último viaje.

Joy había sido muy franca con su hija y Camille había visto lo mal que se había llegado a encontrar su madre durante la quimioterapia. A Joy le preocupaba el historial de su familia, pues su madre había muerto de cáncer de mama a los cuarenta años, pero Barbara no tenía antecedentes de casos en la suya. Le había caído un rayo encima cuando menos se lo esperaba y, por muy exitoso que fuese su marido, la cantidad de dinero que tuviesen para los posibles tratamientos o lo mucho que se querían, Barbara no dejaba de estar muy enferma. Era una mujer hermosa, y confesó a Joy que le preocupaba quedar desfigurada, además del dolor de la cirugía reconstructiva. Su matrimonio era tan sólido como el de Joy y Christophe, y ese era el mayor desafío al que se habían enfrentado jamás, al igual que les había ocurrido a los Lammenais. Sabían que otros matrimonios del valle de Napa no eran tan íntegros como el suyo. Siempre había cotilleos sobre los vecinos y sobre quién se acostaba con quién. Era una región pequeña y muy competitiva donde abundaban la ambición social y las relaciones extramatrimoniales entre conocidos.

Joy y Christophe nunca habían pertenecido a ninguno de los grupos disolutos de la zona, ni tampoco les interesaba hacerlo. Se trataba del mismo caso de sus amigos. Eran gente sensata, a pesar del enorme éxito de Sam. Barbara había sido auxiliar de vuelo antes de casarse. Y ahora él tenía la bodega más grande y lucrativa del valle, que era todo un reclamo para arribistas y nuevos ricos. En la zona había mucho dinero invertido, y muchos viticultores ganaban grandes fortunas, como Sam y Christophe. La única concesión de los Marshall a su posición y el imperio que Sam había fundado era el Baile de la Vendimia que daban cada año en septiembre. En una ocasión, después de volver de un viaje a Venecia, Barbara había organizado un baile de máscaras con disfraces muy elaborados, aunque más como una broma que como cualquier otra cosa. Sin embargo, a todos los invitados les gustó tanto que los Marshall siguieron celebrando como una tradición anual el baile de máscaras. Joy y Christophe habían asistido cada año a pesar de las protestas de él, que se quejaba de lo ridículo que se sentía con un disfraz de época Luis XV con bombachos hasta las rodillas, peluca y máscara.

—Si yo tengo que asistir, tú también —le había dicho Sam en repetidas ocasiones—. Barbara me mataría si no lo hiciese —añadía arrepentido.

Él la complacía de buen grado para hacerla feliz y ella estaba preciosa con cualquiera que fuese el disfraz que se hubiera puesto.

—Deberíamos haber hecho una barbacoa la primera vez y así ahora no tendríamos que disfrazarnos como idiotas cada año —mascullaba Sam sonriendo afablemente.

Siempre era una velada espectacular con comida deliciosa, baile con una orquesta de San Francisco y fuegos artificiales sobre sus interminables viñedos.

A diferencia del pequeño y elegante château de Joy y Christophe, su casa era enorme y ultramoderna, la había construido un famoso arquitecto mexicano, y albergaba una colección de arte contemporáneo y moderno mundialmente famosa. Tenían siete Picassos que solían ceder a museos, numerosos Chagalls y obras de Jackson Pollock que a Joy le encantaba ver, habida cuenta de su profundo amor por las bellas artes.

Camille se pasó el verano después de la graduación en el instituto trabajando con su madre en la oficina de la bodega, tal y como había hecho desde que había cumplido quince años. Era el cuarto año que hacía esto y tanto a ella como a sus padres les hacía mucha ilusión que fuese a Stanford. Camille pensaba acudir a la escuela de Administración de Empresas para obtener un máster después de trabajar varios años para sus padres, y así tomarse un descanso antes de la escuela de posgrado. No tenía intención de trabajar en ningún otro sitio, aunque su padre decía que un año con su familia en Burdeos le vendría bien y le ayudaría a mejorar su francés, algo que era muy útil en su negocio, pero ella nunca se alejaba mucho de ellos, ni tenía intención de hacerlo. Era la chica más feliz del mundo en Château Joy, trabajando y viviendo con sus padres.

Joy visitó a Barbara Marshall con regularidad a lo largo del verano. Al comenzar la quimioterapia estaba muy enferma, y su marido y su hijo parecían muy asustados cada vez que Joy o Christophe los veían. Se encontraba peor de lo que Joy había llegado a estar en ningún momento. Cuando Camille empezó las clases en Stanford, volvía a casa los fines de semana con más frecuencia de lo que a su madre le parecía adecuado. Esta le dijo a Christophe que Camille estaba demasiado apegada a ellos y que se aislaba más de lo que le convenía a su edad. Joy pensaba que debía aventurarse a conocer mundo, al menos por un tiempo.

—Quiere estar aquí —decía él sonriendo a su esposa, y luego la besaba—. Es nuestra única hija, no la espantes.

A Christophe le encantaba que Camille estuviera con ellos, además del propio hecho de que lo desease. Cuando ella era más pequeña se habían planteado tener otro hijo, pero su vida era demasiado perfecta tal como era y, una vez que Joy superó la enfermedad, se había hecho demasiado tarde.

Chris siempre decía que no le importaba no tener un hijo varón. Quería que Camille llevase la bodega cuando ellos fuesen mayores y estaba convencido de que lo haría bien. Tenía el talento de su madre para los negocios, y él había procurado conscientemente que el tamaño de la bodega y los viñedos fuese manejable. No quería un imperio tan grande como el de Sam Marshall y prefería que Château Joy fuese especial, pequeña y exclusiva. Era el tamaño ideal para ellos, les permitía llevar el negocio sin problemas, con alguna que otra disputa con Cesare sobre los viñedos.

Cesare ya llevaba años con ellos, pero Joy seguía tratándolo como a un intruso y no se fiaba de él. Era descuidado con sus cuentas para gastos menores, y el hecho de tener que darle explicaciones a ella del dinero le parecía innecesario y una imposición. Joy era inmisericorde a la hora de enfrentarse a él, una situación que los enfurecía a los dos, y discutían continuamente. Él casi nunca salía de la oficina sin dar un portazo. Christophe sospechaba que se embolsaba pequeñas cantidades de su cuenta de gastos, pero Cesare conocía íntimamente sus uvas y sus viñedos y los trataba como si fueran sus hijos. Tenía un instinto infalible para saber lo que había que hacer, y Christophe lo consideraba el mejor responsable de viticultura del valle y a cambio toleraba su falta de rigor con el dinero. A Christophe le importaban más sus uvas que el dinero que se quedaba Cesare. En cambio, Joy no tenía paciencia con él ni estaba dispuesta a dejar correr el asunto, y también acababa discutiendo con Christophe sobre el tema.

Christophe perdonaba con facilidad a Cesare sus pequeñas transgresiones, consciente de su profundo amor por la bodega y de su experiencia y meticulosidad con sus uvas. Unos cuantos dólares de pérdida no le parecían motivo para despedirlo, teniendo en cuenta el resto de factores.

Christophe era el brillante viticultor de Château Joy, responsable del éxito de la bodega, y su esposa representaba la faceta práctica del negocio, se ocupaba de los detalles y mantenía las cuentas en orden. Formaban un equipo perfecto.

Camille estaba contenta en Stanford, donde había conocido a mucha gente de otros rincones del país y del mundo, pero en cuanto tenía la oportunidad de volver a casa, no la desaprovechaba. Se había especializado en economía, al igual que Joy cuando estudiaba en la universidad. La mayoría de los estudiantes que conocía aspiraban a encontrar trabajo en sociedades financieras especializadas en tecnología punta de Silicon Valley o, si no, querían ir a Nueva York para buscar empleo en Wall Street. En cambio, lo único que Camille deseaba era terminar la carrera y ayudar a sus padres en su bodega. Le quedaban tres meses para licenciarse, tenía que terminar la tesina y aprobar los exámenes finales, cuando un fin de semana que estaba en Napa se fijó en un resguardo médico que había sobre el escritorio de su madre para recordarle que tenía que hacerse una mamografía. Inmediatamente le vino a la memoria la terrible época que habían vivido cinco años antes, cuando a su madre le habían diagnosticado el cáncer y se había sometido a tratamiento durante un año, gracias al cual la enfermedad no había reaparecido desde entonces.

Barbara Marshall no había tenido tanta suerte. Se había consumido con la quimioterapia, mientras el cáncer seguía extendiéndose, y había muerto ocho meses después de que le diagnosticasen la enfermedad. Sam y Phillip quedaron desolados. Habían pasado poco más de tres años. Phillip llevaba la bodega con su padre, tenía fama en el valle de ser un chico alegre y salía con muchas chicas. Le gustaban los coches caros y las mujeres guapas, y Camille solía verlo en su Ferrari rojo, siempre con una chica distinta. Ella se metía con él y él seguía tratándola como a una hermana pequeña, pero los siete años que los separaban suponían una gran diferencia cuando se tenían veintidós y veintinueve años. Él pertenecía a un mundo adulto, el de los viticultores importantes del valle, cuyos hijos eran de una edad parecida a la suya y tenían en común las responsabilidades que un día tendrían que asumir. Mientras tanto les quedaba mucho por aprender, cosa que Phillip se tomaba en serio, pese a haber dejado la universidad hacía mucho tiempo. Él le decía a Camille que todavía faltaba para que entrase en el mundo adulto, pero a ella le molestaba su actitud. Ella conocía la bodega de su familia prácticamente tanto como Phillip la de su padre, pero este no la trataba como si fuera un igual, más bien la trataba como a una adolescente y no como a la mujer adulta que ella se consideraba.

Camille había oído comentar a sus padres que Sam llevaba saliendo casi dos años con una congresista de Los Ángeles, pero nunca había coincidido con ella, y Sam siempre estaba solo o con Phillip cuando lo veía. Había envejecido a causa de la muerte de Barbara y parecía más serio que antes. Había sido una triste pérdida para todos y Camille siempre padecía por su madre cuando pensaba en ello.

—Sigues haciéndote las mamografías dos veces al año, ¿verdad, mamá? —le dijo Camille después de ver el aviso en su escritorio.

—Claro que sí —contestó Joy, sentándose con uno de sus enormes libros de contabilidad mientras sonreía a su hija—. Estoy deseando pasarte parte del trabajo cuando vuelvas a casa.

Sabía de sobra lo competente, organizada y eficiente que era Camille. Había aprendido de su madre. Pero Camille sabía mucho más de los pormenores de la elaboración del vino que su madre. Christophe le había enseñado gran cantidad de cosas desde que era niña, muchas más de las que Joy había aprendido después de años en el negocio. Camille también lo llevaba en el ADN, como su padre. Joy se dedicaba a los negocios y las finanzas. Su hija y su marido estaban enamorados del vino.

—Aguanta, estaré aquí dentro de tres meses.

Camille sonrió a su madre. Joy le había vaciado un despacho y le hacía mucha ilusión la perspectiva de verla allí a diario. La última parte del sueño de la familia iba a hacerse realidad: tener a Camille trabajando codo con codo con ellos en la bodega a partir de entonces. Y, un día, ella se quedaría al cargo cuando ellos estuviesen listos para jubilarse; aunque todavía faltaba mucho para eso. Joy tenía cuarenta y nueve años y Christophe acababa de cumplir los cincuenta.

El mes siguiente a la visita de Camille, Joy estuvo ocupada con multitud de proyectos que aterrizaron sobre su escritorio, mientras Christophe elegía etiquetas para un nuevo vino y le pedía ayuda para la selección. Joy se encargaba de diseñar las etiquetas y a él le estaba costando decidirse entre las dos que más le gustaban. Camille ya había votado durante los días que había estado en casa.

Habían pasado cuatro semanas de la última visita de Camille cuando Joy encontró el recordatorio en el montón de papeles que había metido en un cajón y llamó al hospital para pedir cita para la mamografía. Era una prueba superficial, pues acababa de rebasar la marca de los cinco años y se consideraba que estaba curada, pero de todas formas le ponía nerviosa, no fuese a caerle otra vez el rayo. Su madre había muerto cuando tenía menos años que ella pero, como Christophe decía, llevaban una vida dichosa y no iba a pasarles nada malo. Siempre procuraba no pensar en el destino aciago de Barbara Marshall cuando él pronunciaba estas palabras.

Joy concertó la cita y aprovechó la oportunidad para quedar con gente en la ciudad, pues no iba muy a menudo. Había una hora y media de trayecto, pero San Francisco le parecía otro planeta cuando estaba en el valle de Napa. No le apetecía ir a ninguna otra parte; sin embargo, Christophe tenía que viajar periódicamente para promocionar sus vinos y visitaba Europa y Asia. Estaba deseando llevarse a Camille con él cuando la chica volviese para trabajar en la bodega con dedicación exclusiva.

En el hospital tenían el historial de Joy y la mamografía era una prueba rutinaria. La técnica le pidió que esperase a que un doctor hubiese visto la radiografía antes de vestirse, pero a la vez sonrió como si todo hubiese ido bien, así que Joy se tranquilizó y se quedó sentada sola en un consultorio contestando mensajes de trabajo.

Un doctor joven a quien ella no conocía entró en la sala. Joy fue incapaz de descifrar nada en sus ojos mientras él acercaba un taburete y se sentaba de cara a ella. Sostenía un sobre con las mamografías y empezó a hablar mientras las iba colocando sobre el negatoscopio de la pared. Señaló una zona gris del pecho donde antes no había ningún problema y se volvió para mirarla con expresión seria.

—Aquí hay una sombra que no me gusta nada, señora Lammenais. Si tiene tiempo, querría hacerle una biopsia hoy mismo. Considerando su historial, no me parece oportuno esperar. No le llevará mucho tiempo. Me gustaría saber lo que es.

Joy sintió como si el corazón le fuese a salir del pecho o a pararse del todo. Había oído las mismas palabras cinco años antes.

—¿Le preocupa?

Su propia voz le sonó como un graznido.

—Preferiría que esa sombra no estuviese ahí. Puede que no sea nada, pero debemos saber de qué se trata.

A continuación, su voz se volvió menos clara, y ella empezó a oírle

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