El príncipe negro

Iris Murdoch

Fragmento

Prólogo. Recordando a Iris

Prólogo

Recordando a Iris

Voy a contar cómo empecé a leer a Iris Murdoch. Confío en que este sencillo relato que refiere mi experiencia personal, como lector, de las novelas de Iris Murdoch sea útil al lector español que comience ahora a leer a esta autora, y, para quienes ya la conozcan, sean estas páginas una invitación a seguir leyendo. Acababa yo de llegar a Londres con veintiséis años. Mi primera salida al extranjero con la excepción de un corto viaje a Bayona y San Juan de Luz en automóvil con mis padres cuando tenía dieciséis. Creo que llevaba año y medio —dos como máximo— en Londres. Aún vivía en una buhardilla, cerca de Brent Station, en Golders Green, un importante barrio judío del norte de Londres, lleno por aquel entonces de toda la vitalidad y el gusto por la vida de las clases acomodadas de la judería anglosajona. Hacia 1968 había yo pasado la fase de los Cambridge Certificates y los exámenes de lengua y literatura inglesa. Estaba ya en condiciones de seguir con facilidad las películas, leer un periódico al día, entender todos los headlines, los titulares de los periódicos de la tarde, participar en conversaciones propiamente dichas, redactar textos en inglés. Me matriculé casi gratis en una organización muy de inspiración laborista —que era el partido político entonces en el poder, con Harold Wilson de primer ministro—. Se llamaba City Litterary Institute, familiarmente conocido con la abreviatura de Citylitt. Allí hice un curso sobre tres novelas inglesas del momento, a saber: El señor de las moscas, de Golding; La plenitud de la señorita Brodie, de Muriel Spark, y La campana, de Iris Murdoch. Aún sigo considerando La campana una novela muy importante en la narrativa de Iris Murdoch. Se ha dicho —por ejemplo A. S. Byatt en su estudio sobre Iris Murdoch— que nuestra autora es capaz de combinar la seriedad con una dimensión genuinamente popular. Y esto explica el enorme éxito de ventas y de lectores que tuvo desde un principio. La frase inglesa que resume quizá su tirón popular es It makes compulsive reading. Sólo con Patricia Highsmith he experimentado yo análogo tirón, que impide dejar cualquiera de las novelas de estas autoras una vez empezadas y a su vez nos impulsa a adquirir una tras otra todas las obras que publican año tras año. Por supuesto se trata de dos escritoras muy distintas, que estoy comparando sólo por razón de su arrastre narrativo. Pero volviendo a La campana: me pareció fascinante su tratamiento de la homosexualidad masculina y también sus descripciones de la vida rural inglesa en una pequeña comunidad anglicana. Ahora, tantos años después, casi treinta y cinco, temo no ser capaz de desglosar los elementos de la integral sentimental que aquella novela, que leí muchísimas veces seguidas, tuvo en mi conciencia. Me pareció que Michael Meade y la abadesa y todas las discusiones sobre la homosexualidad y la actitud de los cristianos de aquel momento respecto de este asunto eran, definitivamente, lo más verdadero y lo más profundo que yo había leído sobre el asunto hasta la fecha. También sigo considerando que el tratamiento del amor homosexual de una pareja, de la vida en pareja, que aparece en otra novela de Iris Murdoch titulada Una derrota bastante honrosa, es válido y auténtico hoy día. Pero con esto no se agota, ni mucho menos, la fascinación que sentí leyendo una tras otra sus novelas. En una nota sobre la autora publicada en Diario 16 el 6 de mayo de 1989, escribí: «Iris Murdoch cumple setenta años este año y yo llevo veinte leyendo sus novelas. Se dice pronto. Desearía explicar este sentimiento de familiaridad —tan antiguo y tan desde un principio— con una autora a la que he conocido personalmente tan sólo hace unos pocos meses. Familiarizarse con un autor es un proceso semiconsciente. Lo más característico de esa familiaridad es un doble sentimiento —confirmado invariablemente con cada nueva novela— de sentirse adivinado y, a la vez, en condiciones de adivinar todo lo que piensa ese autor. Esta segunda parte del sentimiento es quizá ilusoria, aunque yo no creo que lo sea. Es un sentimiento de intimidad con un autor que funciona como una relación personal (que en mi caso particular no requirió nunca ir en busca del autor de carne y hueso), y sin embargo se trata de una relación personal que arrastra lo puramente literario más allá de sí mismo».

Me encontraba muy aislado en Londres en 1968. En comparación con otros novelistas españoles contemporáneos míos, como Javier Marías o Vicente Molina Foix, y no obstante haber obtenido yo un título de licenciado en filosofía por la Universidad de Londres, no acabé nunca de romper el aislamiento de mis años londinenses. Siempre he considerado que yo fui el único culpable de mi aislamiento y relativa incomunicación. Hay pocos grupos humanos tan amigables, ingeniosos, inteligentes y divertidos como la clase universitaria inglesa que yo he conocido. Tuve muchas oportunidades de relacionarme con todos ellos, que sólo aproveché en parte debido a mi absurdo solipsismo sentimental y timidez de aquellos años. Así que las novelas de Iris Murdoch fueron mi manera más directa —dentro de lo indirecto— de entrar a formar parte, al menos como lector, de la vida inglesa. Quizá el lector de esta introducción se vea forzado a sonreír en este punto. Lo que de hecho estoy diciendo es, lo reconozco, un tanto absurdo: estoy diciendo que mi conocimiento de la Inglaterra real de aquel momento se produjo, en gran medida, a través de y por analogía con la lectura de la obra de ficción de Iris Murdoch. Supongo que como heredera de lo que Leavis denominó The Great Tradition de la narrativa inglesa (que es una tradición realista), Iris Murdoch fue capaz de combinar en sus relatos, en sus personajes, una precisa tipología social junto con una considerable dosis de individualización. Supongo que el talento para mezclar ambas cosas es, sólo en parte, consciente. El trazado de caracteres —que a mí me parece una de las grandes tareas del novelista— tiene que combinar con gran finura lo identificable, lo tipificado, con lo singular de esa imitación de los universales concretos que somos los seres humanos individualmente considerados. Dentro de esta misma línea, uno de los aspectos que más me interesaron de Iris Murdoch en aquellos años londinenses fue una especie de familiaridad temática. Andaba yo brujuleando en mis poemas y en mis cartas y diarios en un asunto que luego recogería sistemáticamente en Relatos sobre la falta de sustancia: esta misma idea de la falta de sustancia la formula Iris Murdoch de muy diversas maneras, pero dentro de una misma línea platonizante, diciendo que los seres humanos somos esencialmente buscadores y encontradores de sustitutos, noción que yo ponía directamente en conexión con un célebre pasaje de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, donde se dice que «el género humano no puede soportar demasiada realidad». Es la idea platónica de que los seres humanos vivimos en cuevas de espaldas al sol, al bien, a la verdad, y que percibimos sólo sombras de sombra

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