La inconveniencia de seducir a un bastardo (Serie Chadwick 4)

Mariam Orazal

Fragmento

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Prólogo

Mayfair, Londres, 1821

Michael Resthorme controló a fuerza de pura obstinación el temblor que lo recorría. Cuadró los hombros y alzó la barbilla tanto como pudo. A sabiendas de que su comportamiento estaba siendo minuciosamente estudiado, imprimió tanto odio en su mirada como le fue posible. Tampoco debía fingir demasiado; el rencor era su forma natural de enfrentarse al momento presente.

Ese hombre, el conde de Sheffield, se hallaba de pie tras una gran mesa de despacho. Todo en él y en cada enser que le rodeaba exudaba fastuosidad, tanta que de no estar tan furioso se le habría desencajado la mandíbula. Pero lo estaba, y por eso en lugar de lucir boquiabierto, sus dientes castañeteaban entre sí como los de un perro callejero, que no estaba muy lejos de lo que él era en realidad, por mucho que esas arpías lo hubieran sumergido en el agua y frotado hasta ponerle la piel rosácea.

—Siéntate, Michael. Me gustaría hablar contigo.

No solo no se sentó, sino que entrecerró los ojos y fulminó a su carcelero con ira apenas contenida. No quería oír su nombre en aquella boca. No quería ni siquiera tener que soportar su presencia. Había perdido la cuenta de las veces que había tratado de escapar, pero aquel mayordomo estirado, Wilkins, tenía una facilidad pasmosa para interceptar sus intentos de fuga. A él también lo odiaba, aunque de un modo menos beligerante.

—Yo no quiero hablar. Deje que me vaya.

Lord Sheffield lo miró con una mezcla de frustración y lástima. Detestaba más que nada su compasión. No tenía ningún derecho a sentirla. ¿Cómo se atrevía, el muy déspota?

—No puedo dejar que te vayas, hijo.

—Yo no soy su hijo —siseó con tanta rabia que le quemó la garganta.

El conde, resignado a aquel nuevo enfrentamiento, sí que tomó asiento. Esa mañana parecía mucho más controlado que el día que apareció en la habitación donde el señor Zimman lo dejaba quedarse a dormir. Podía recordar su rostro serio y preocupado cuando vio «las condiciones en que vivía». Creía que llegaría allí, haría su anuncio y sería recibido con agradecimiento, como lo haría un cachorrillo a quien tienden una mano cálida en una noche fría. Pero Michael, a sus catorce años, ya no era un cachorrillo, sino un lobo escarmentado. Sabía quién era el conde de Sheffield y los lazos que los unían. Su madre no había dado demasiados detalles de su progenitor, pero no había sido capaz tampoco de ocultar las pocas pertenencias que guardaba de él. Michael conoció el escarnio de su existencia a la tierna edad de siete años y nunca olvidó esa valiosa lección.

—Sé que no quieres serlo. Y parece que tienes una idea preconcebida de cuál fue mi comportamiento con tu madre. Ignoro de dónde has sacado esas ideas, pues estoy seguro de que Mariane no te las inculcó, pero en cualquier caso son equivocadas. Traté de decírtelo ese día, pero…

—¿Para qué me ha traído aquí? —interrumpió, cada vez más furioso por sus mentiras—. ¿Para qué me ha hecho vestir ridículo? ¿Es que quiere humillarme? —Esbozó una sonrisa gélida, impropia de sus catorce años, que tuvo el eco justo en la expresión del conde—. ¿Cree que puede?

Aquel hombre no tenía una sola oportunidad de herirle, ofenderle o dañarle en modo alguno. ¿Qué podía hacerle un aristócrata a un chico como él? Michael no tenía nada que pudieran arrebatarle. No tenía un techo, no tenía posesiones y ni siquiera un cuerpo fuerte que malograr. No tenía una madre tampoco; ya no. Era un desposeído y una rata callejera.

—Jamás haría nada que te perjudicase, Michael. Te lo dije el día que te traje a esta casa.

De eso hacía tres semanas, en las que el conde lo había dejado a cargo de una serie de doncellas y lacayos que lo habían estado martirizando para que comiera y se asease. Michael se había opuesto a todo. Había dormido en un cuartucho por decisión propia y tomado la comida estrictamente necesaria de la cocina a deshoras. Apenas habían logrado meterlo en vereda esa mañana, y solo porque la amable señora Grendall, el ama de llaves, lo había camelado con sus palabras dulces hasta que no quedó un solo rastro de carbón en su cuerpo o bajo sus uñas.

—Lo único que quiero —continuó— es que disfrutes de una vida cómoda y que no sufras ninguna escasez. Eso para empezar.

Michael sabía poco o nada de comodidad y mucho o todo de soportar escasez. En su corta vida ya había empleado al menos la mitad del tiempo trabajando para tener un mínimo estipendio con el que ayudar a su madre. Desde que ella falleció, aquellos pingües chelines que el señor Zimman le daba semanalmente por su trabajo en la mina, eran lo único que le separaba de la mendicidad. Aun con eso, Michael volvería a Durham con los ojos cerrados. Preferiría incluso robar antes que vivir bajo el techo de aquel hombre desalmado que había permitido que su madre viviera en condiciones infrahumanas.

Había tratado de engatusarlo, contándole esa historia inverosímil de que jamás había conocido su existencia. Con expresión cínica y altiva, había intentado convencerlo de que había sido su madre quien había desaparecido sin dejar rastro. Y que él incluso la había buscado. ¡Que la había querido! Michael tragó saliva al recordarlo para controlar el nudo de bilis que quiso emerger de sus entrañas. Ese maldito hipócrita no iba a salirse con la suya, y desde luego no iba a conmoverlo con promesas y lujos.

—¿Y para acabar? —le preguntó en tono insolente.

Al conde le irritaban sus modales; no podía negarlo. Trataba de no decir nada al respecto, pero apretaba los labios cuando Michael respondía intempestivamente. Y él, a su vez, no podía dejar de notarlo, ni de provocarlo.

—Algún día, me gustaría que me vieras como a un padre.

El despacho tenía un fuerte olor a papel, tinta y cera de velas. Sería un sitio agradable, pensó con fugaz curiosidad, si no estuviera situada en aquella terrorífica mansión en la que todos querían someterlo y mantenerlo cautivo. Cualquier prisión, por bonita y acogedora que fuera, podía ser un infierno para un chico criado en la más absoluta libertad.

—Yo no tengo padre —soltó en el mismo tono petulante y despreocupado que había aprendido a usar con la banda de Gilliam, los matones que siempre lo hostigaban cuando volvía de la mina.

—Mi querido niño, desde luego que lo tienes. Y lo tendrás siempre, lo quieras o no. Yo no podría dejar de ser tu padre más de lo que puedo dejar de ser conde.

«¡Ja! Los tiene bien puestos», farfulló mentalmente. Se le había dado bastante bien «dejar» de ser su padre durante catorce años. ¿Por qué se creía con derecho ahora a reclamar obediencia? Iba apañado si esperaba sumisión por su parte.

—Váyase al infierno.

La expresión de disgusto que compuso aquel rostro distinguido y arrogante casi lo hizo capitular. A punto estuvo de rebajar el tono o agachar la cabeza, pero entonces recordó la agonía de su madre y sus últimos días de vida, llena de dolor y de pena, desahuciada por la imposibilidad de pagar un médico.

—Michael… ¿acaso no te gustaría tener una familia? ¿No estás cansado de vivir en aquel cuarto pequeño y sin ventilación? —El conde miró la superficie de su mesa d

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