La hermana luna (Las Siete Hermanas 5)

Lucinda Riley

Fragmento

cap-3

1

Recuerdo con exactitud dónde me encontraba y qué estaba haciendo cuando me enteré de que mi padre había muerto.

—Yo también recuerdo dónde me encontraba cuando me pasó a mí. —Charlie Kinnaird clavó en mí aquella penetrante mirada de ojos azules—. Bueno, ¿dónde estabas?

—En la reserva natural de Margaret, recogiendo caca de ciervo con una pala. Ojalá me hubiera pillado en un escenario mejor, pero no fue así. En realidad no importa. Aunque…

Tragué saliva con dificultad y me pregunté cómo demonios era posible que aquella conversación —o, mejor dicho, entrevista— se hubiera desviado hacia la muerte de Pa Salt. En aquel momento, estaba sentada en la sofocante cafetería de un hospital delante del doctor Charlie Kinnaird. Desde el instante en que entró, me había percatado de que aquel hombre llamaba la atención con su mera presencia. No era solo que resultara asombrosamente atractivo gracias a aquella constitución esbelta y elegante, al traje gris de buena confección y al cabello ondulado de color caoba oscuro; poseía, además, un aire de autoridad natural. Varios miembros del personal del hospital que estaban sentados a mi alrededor habían descuidado sus cafés para levantar la mirada y dedicarle un saludo respetuoso cuando pasó junto a ellos. En cuanto llegó a mi lado y me tendió la mano para presentarse, una levísima descarga eléctrica me recorrió de arriba abajo. Después, cuando se sentó delante de mí, me fijé en aquellos dedos largos que jugueteaban sin parar con el busca que sujetaban, lo cual revelaba cierto nivel de energía nerviosa subyacente.

—¿«Aunque» qué, señorita D’Aplièse? —apuntó Charlie, cuya voz mostraba un suave acento escocés.

Me di cuenta de que era obvio que no estaba dispuesto a dejarme salir del jardín en el que me estaba metiendo yo sola.

—Eh… Es solo que no estoy segura de que Pa esté muerto. Es decir, claro que lo está, porque ha desaparecido y él nunca fingiría su muerte ni nada por el estilo… Sabría cuánto dolor causaría algo así a todas sus hijas… Pero es que lo siento cerca de mí todo el tiempo.

—Si te sirve de consuelo, creo que esa reacción es perfectamente normal —respondió Charlie—. Muchos familiares de fallecidos con los que hablo me dicen que perciben la presencia de sus seres queridos después de que hayan muerto.

—Por supuesto. —Su tono me pareció un tanto condescendiente, aunque debía recordar que estaba hablando con un médico, con alguien que trataba a diario con la muerte y con los seres queridos que esta deja atrás.

—Es curioso, la verdad. —Suspiró, levantó el busca del tablero de la mesa de melamina y empezó a darle vueltas y más vueltas entre las manos—. Como acabo de mencionar, mi padre también murió hace poco, y me asedian lo que solo puedo describir como visiones de pesadilla en las que el hombre, y te estoy hablando de forma literal, ¡se levanta de la tumba!

—¿No estabais unidos, entonces?

—No. Puede que fuera mi padre biológico, pero ahí empezó y acabó nuestra relación. No teníamos nada más en común. Está claro que tú sí estabas apegada al tuyo.

—Sí, aunque lo irónico es que Pa nos adoptó a mis hermanas y a mí cuando éramos bebés, así que no hay ningún tipo de conexión biológica entre nosotros. Sin embargo, no podría haberlo querido más. De verdad, era un hombre increíble.

Charlie esbozó una sonrisa al escuchar mis palabras.

—Bueno, entonces eso sin duda demuestra que la biología no desempeña un papel fundamental en si nos llevamos bien o no con nuestros padres. Es una lotería, ¿no te parece?

—Lo cierto es que no creo que lo sea —repliqué tras decidir que solo podía ser yo misma, incluso en una entrevista de trabajo—. Creo que nos entregan los unos a los otros por una razón, tanto si tenemos lazos de sangre como si no.

—¿Quieres decir que todo está predestinado? —Enarcó una ceja cínica.

—Sí, pero sé que la mayor parte de las personas no estarían de acuerdo conmigo.

—Yo entre ellas, me temo. Como cirujano cardiovascular, debo tratar a diario con el corazón, un órgano que todos identificamos con las emociones y el alma. Por desgracia, yo me he visto forzado a verlo como una masa de músculos… que encima falla a menudo. Me he formado para ver el mundo de un modo estrictamente científico.

—Creo que hay lugar para la espiritualidad en la ciencia —contraataqué—. Yo también he recibido una formación científica rigurosa, pero hay demasiadas cosas que la ciencia no ha explicado todavía.

—Tienes razón, aunque… —Charlie echó un vistazo a su reloj de muñeca—. Parece que nos hemos desviado por completo del tema que nos ocupaba, y tengo que estar de vuelta en la clínica dentro de quince minutos. Así que, perdóname por volver a los negocios, pero ¿qué te ha contado Margaret sobre la finca Kinnaird?

—Que son más de dieciséis mil hectáreas de monte y que estás buscando a alguien que conozca a los animales autóctonos que podrían habitarla, en concreto los gatos monteses.

—Sí. Con la muerte de mi padre, heredaré la finca Kinnaird. Él la utilizó como patio de recreo personal durante años; cazó, pescó, practicó el tiro y dejó secas las destilerías de la zona sin pensar ni por un momento en la ecología de la finca. Para ser justos, no es del todo culpa suya: a lo largo del último siglo, su padre y numerosos antepasados varones antes que él aceptaron de buen grado el dinero de los tratantes de madera de los astilleros. Se cruzaron de brazos y se quedaron mirando mientras se deforestaban enormes extensiones de bosques de pino caledonio. En aquella época no sabían hacerlo mejor, pero en estos tiempos, cuando disponemos de tanta información, sí. Soy consciente de que será imposible revertir la situación por completo, al menos mientras yo viva, pero estoy ansioso por iniciar el proceso. Tengo al mejor encargado de fincas de todas las Highlands, será él quien dirija el proyecto de reforestación. También hemos arreglado el pabellón de caza donde vivía mi padre, así que podemos alquilarlo a gente que quiera respirar el aire fresco de las Highlands y a alguna partida de caza organizada.

—Muy bien —contesté al tiempo que intentaba reprimir un escalofrío.

—Está claro que no apruebas que maten animales.

—No puedo estar de acuerdo con la muerte innecesaria de animales inocentes, no. Pero sí comprendo por qué tiene que suceder —añadí a toda prisa.

A fin de cuentas, me dije, estaba solicitando un empleo en una finca de las Highlands, donde matar ciervos era una práctica no solo habitual, sino obligatoria por ley.

—Con tus antecedentes, estoy seguro de que sabes que el hombre ha destruido todo el equilibrio natural de Escocia. No quedan depredadores naturales, como lobos u osos, que mantengan bajo control la población de ciervos. Hoy en día esa tarea recae sobre nosotros. Al menos podemos llevarla a cabo con la mayor humanidad posible.

—Lo sé, aunque debo ser del todo honesta y decirte que jamás sería capaz de participar en una cacería. Estoy acostumbrada a proteger a los animales, no a matarlos.

—Entiendo tu postura. He echado una ojeada a tu currículum y resulta impresionante. Además de licenciarte con matrícula

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