Cariño, soy tu debilidad más dulce (Darling 3)

Mar Poldark

Fragmento

carino_soy_tu_debilidad_mas_dulce-2

Capítulo 1

Bienvenida al infierno

La sensación que me produce volver a casa no es muy diferente a la de bailar sobre un patíbulo. El estómago va a traicionarme en algún momento, me pondrá en evidencia y seré regañada como esas tantas veces que llegaba del colegio con una mala nota o tras haberle pegado a un compañero.

Mi aspecto provocaba en los niños un atisbo tan repleto de diversión que cada sílaba de la palabra bruja parecía saber demasiado dulce y deliciosa. Como toda niña de mi edad, podría haberme escondido tras las faldas de una profesora cariñosa que acariciase mi cabeza y me prometiese que todo iría bien, pero no siempre he tenido demasiada paciencia, y menos aun cuando tengo un hermano mayor que sabe sacar lo peor de mí.

Al salir del coche, la suave brisa hace mecer mis mechones anaranjados como si me diese la bienvenida. Shere, el lugar donde me crie, no parece estar tan enfadado conmigo como yo pensaba; me recibe con su cielo repleto de esponjosas nubes blanquecinas, además de su aspecto pintoresco, donde destaca el humo que escapa de las chimeneas y con él va acompañado el olor a leña quemada.

Estiro un poco los brazos y maldigo en voz baja el dolor de culo que me ha provocado esta hora y media conduciendo; tengo las piernas entumecidas debido al incesante control que tenía en los pedales. No estoy acostumbrada a usar el coche en distancias tan largas, prefiero caminar por las calles de Londres dejándome abrazar por sus días lluviosos.

Ya estoy aquí y tengo ganas de irme.

Intento desechar ese pensamiento lo más rápido posible. Si me aferro a él, la incomodidad se verá en mi rostro y no me apetece que mi padre me recuerde que las comidas familiares son para disfrutarlas, no para poner mala cara.

La zona donde vivo no ha cambiado nada desde la última vez que estuve aquí. La hilera de casas que compone mi barrio sigue teniendo la mitad inferior de la fachada en madera blanca y la superior en un ladrillo anaranjado que termina en forma de uve. Los marcos de las ventanas destacan por su color verde estridente, y la naturaleza no para de hacer de las suyas por nuestro jardín delantero.

Supongo que mi padre no ha tenido tiempo de sacar el cortacésped para que las pequeñas flores de pétalos rojos que empiezan a subirse por la valla de piedra no se coman la casa.

Mi mirada busca movimiento en la vivienda que hay justamente enfrente de la mía. Me centro en las cortinas blancas que se mecen en la ventana de la segunda planta y no puedo evitar preguntarme si los padres de Declan habrán vuelto de su viaje interminable o si simplemente es él quien está dentro.

Para acabar con mi curiosidad, lo más sencillo sería eliminar la corta distancia que nos separa, tocar al timbre para encontrarme de bruces con mi respuesta, para después romperme un poquito más por su forma de ignorarme o estallar de júbilo si me deja pasar.

Cuando era niña no tenía la valentía suficiente (además del permiso) para quedarme con él las noches de verano. Por eso solía subirme a la casa del árbol que mi padre construyó para mí cuando cumplí ocho años y desde allí me imaginaba cómo sería tener una fiesta de pijamas, jugar a la consola o saber secretos de mayores que para mí eran un auténtico mundo.

—Kathleen. —Doy un respingo al escuchar mi nombre, no sé en qué momento he dejado que mi mente vuele al pasado. Giro la cabeza con lentitud para encontrarme con los brazos cruzados del buen Johnny: mi padre y mi jefe—. ¿Piensas quedarte en la puerta mucho tiempo? Vamos, pasa.

Sí, sargento.

Pongo los ojos en blanco preguntándome por qué he accedido a meterme en la boca del lobo. Cuando cumplí los veinte años, me atreví a poner un pie fuera de casa con la esperanza de no volver jamás. La partida de Dixon me había roto el corazón y las continuas responsabilidades que se entrelazaban a mi garganta simulando un bonito collar comenzaban a asfixiarme.

Por eso me enfrenté a mis padres con la única intención de seguir sus pautas a cambio de que me dieran la libertad de irme lejos de ellos. Y me había ido muy bien. El dolor seguía latente en mi pecho porque la traición y las cansadas ganas de gritar me acompañaban diariamente, pero al menos tenía mi pequeño castillo donde refugiarme.

—Deja la maleta en el recibidor, después de la cena puedes subirla a tu habitación.

Encojo los hombros al tiempo que me empapo con el delicioso olor de la carne braseada con especias que suele hacer mi madre. Me siento como si estuviéramos en Navidad y, en cuestión de pocos minutos, toda la familia se sentara a la mesa.

El salón sigue estando dividido en dos. La parte más cercana al jardín delantero está decorada con un papel de pared verde manzana con pétalos de color rojo. La enorme alfombra con formas geométricas que le regaló la abuela a mamá en uno de sus últimos cumpleaños cubre gran parte del suelo.

La chimenea alza sus ascuas y el suave chisporroteo da vivacidad a la estancia. Recuerdo las noches más frías de diciembre, donde me despertaba temblorosa y corría escaleras abajo con la intención de hacerme un ovillo a pocos metros del calor de las llamas.

Papá solía regañarme cuando se levantaba para ir al trabajo, pero no me importaba que gruñera si al día siguiente podía volver a hacer lo mismo sin ningún tipo de consecuencia.

Miro hacia atrás y me encuentro con el sofá de tres plazas en beis y con uno pequeñito donde solía estudiar para mis exámenes. Siempre he sido muy inquieta y mi única forma de concentrarme era abrir un poco la puerta corredera que da al jardín, subir los pies sobre el reposabrazos y leer en voz alta el temario hasta quedarme sin voz.

La segunda parte de la estancia es más simple: cuenta con una mesa rectangular con tres sillas a ambos lados, y una preside las numerosas cenas que hemos vivido allí. Teníamos un piano bastante viejo con el que me obsesioné cuando me enamoré de Beth March y su gran talento para acariciar sus teclas.

—Podrías haberte venido conmigo anoche —dice mi padre y me despierta nuevamente de mis pensamientos—, me habría quedado a cargo del Johnny’s mientras tú ayudabas a mamá con la cena de hoy.

—Tenía asuntos que atender.

La verdad es que no quiero quedarme más tiempo del necesario.

Diría que este encuentro pretende unir a nuestra familia, pero lo único que me recuerda es que me sentiré tan diminuta que querré salir corriendo.

Nuestras costumbres se perdieron en el momento en que Dixon decidió coger su maleta y marcharse a Manhattan. Sin él no hubo ningún tipo de Navidad especial, Acción de Gracias o cumpleaños emblemáticos. Era como si hubiese arrastrado por completo nuestra felicidad, o por lo menos la mía.

—Lo dudo.

Su comentario me incomoda lo

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