Helen no puede dormir (Hermanas Walsh 5)

Marian Keyes

Fragmento

1

Estaba pensando en comida. Es lo que hago cuando me hallo en medio de un atasco. Lo que hace cualquier persona normal, desde luego, pero ahora que me paraba a pensarlo, llevaba sin probar bocado desde las siete de la mañana, o sea, diez horas. En la radio pusieron una canción de Laddz —la segunda vez ese día, a eso lo llamo yo mala suerte— y mientras la empalagosa melodía invadía el coche, sentí un impulso breve pero poderoso de estamparme contra un poste. Más adelante, a mi izquierda, había una gasolinera con el rótulo rojo de refrescos colgando del cielo de manera seductora. Podría salir de este atasco y comprarme una rosquilla, pero las rosquillas que vendían en las gasolineras eran tan insípidas como las esponjas que encuentras en el fondo del mar. Casi preferiría frotarme con ellas. Además, una bandada de buitres negros estaba sobrevolando los surtidores de gasolina y quitándome las ganas. No, decidí, aguantaré y…

¡Un momento! ¿Buitres?
¿En una ciudad?
¿En una gasolinera?

Miré de nuevo y vi que no eran buitres sino gaviotas. Gaviotas irlandesas corrientes y molientes.

Entonces, pensé: «No, otra vez no».

Quince minutos después detuve el coche delante de casa de mis padres, me tomé un momento para tranquilizarme y busqué la llave. Tres años atrás, cuando me fui de casa, mis padres insistieron en que les devolviera la llave, pero yo —con mi mentalidad estratégica— me había aferrado a ella. Mamá habló de cambiar la cerradura, pero teniendo en cuenta que ella y papá tardaron ocho años en decidirse a comprar un cubo amarillo, ¿qué probabilidades había de que consiguieran algo tan complicado como instalar una cerradura nueva?

Los encontré sentados a la mesa de la cocina, bebiendo té y comiendo un pastel. La gente mayor. Qué vida se daban. Incluso los que no hacían Tai Chi. (Que yo sí haré.)

Levantaron la vista y me miraron con mal disimulado resentimiento.

—Traigo novedades —dije.

Mamá recuperó la voz.
—¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí.
—Ya no. Nos deshicimos de ti. Pintamos tu cuarto. Nunca hemos sido tan felices.

—He dicho que traigo novedades. Esas son mis novedades. Vivo aquí.

El pánico trepó por el rostro de mamá.
—Tú ya tienes una casa —bramó, pero estaba empezando a perder su aplomo. Después de todo, seguro que había estado esperándolo.

—No —repuse—. Desde esta mañana no tengo donde vivir. —¿Los de la hipoteca? —Había palidecido (debajo de la re glamentaria base de maquillaje naranja de las madres irlan desas). —¿Qué ocurre? —Papá estaba sordo, y se desconcertaba a menudo. Era difícil saber cuál de esas dos incapacidades dominaba en cada momento.

—No ha pagado su HIPOTECA —le dijo mamá en el oído bueno—. Le han EMBARGADO el piso.

—No he podido pagar la hipoteca. Lo dices como si la culpa fuera mía. De todas formas, el tema es más complicado.

—Tienes novio —dijo esperanzada mamá—. ¿Por qué no te vas a vivir con él?

—Veo que la católica implacable está cambiando sus ideas. —Bueno, tenemos que evolucionar con los tiempos.

Meneé la cabeza.
—No puedo irme a vivir con Artie. Sus hijos no me dejan. —No exactamente. Solo Bruno. Me odiaba a muerte. Iona, en cambio, era bastante simpática conmigo, y Bella me adoraba—. Vosotros sois mis padres. Amor incondicional, ¿recuerdas? Tengo mis cosas en el coche.

—¿Qué? ¿Todas?
—No. —Había pasado el día con dos tipos que cobraban en negro. Los pocos muebles que me quedaban estaban ahora apilados en una inmensa nave de trasteros de alquiler, pasado el aeropuerto, a la espera de que volvieran los buenos tiempos—. Solamente la ropa y las cosas de trabajo. —Bastantes cosas de trabajo, la verdad, pues había tenido que despedirme de mi despacho hacía un año. Y también bastante ropa pese al montón de trapos que había tirado conforme llenaba las cajas.

—¿Cuándo terminará esto? —preguntó mamá con voz quejumbrosa—. ¿Cuándo llegarán nuestros años dorados?

—Nunca. —Papá habló con inesperada contundencia—. Ella es parte de un síndrome. Generación Boomerang. Hijos adultos que regresan a casa de sus padres. Lo he leído en Grazia.

Lo que Grazia decía iba a misa.
—Puedes quedarte unos días —concedió mamá—. Pero te lo advierto, puede que decidamos vender la casa e irnos de crucero por el Caribe.

Teniendo en cuenta lo bajos que estaban los precios de las viviendas, con la venta de esta casa probablemente no les llegaría ni para un crucero por las islas Aran. Pero mientras regresaba al coche para empezar a descargar cajas decidí no restregárselo. A fin de cuentas, me estaban dando cobijo.

—¿A qué hora es la cena? —No tenía hambre pero quería conocer los hábitos.

—¿Cena?

No había cena.
—Ahora que estamos los dos solos ya no nos molestamos en preparar la cena —confesó mamá.

La noticia me dejó consternada. Bastante mal me sentía ya sin necesidad de que mis padres se comportaran de repente como si estuvieran en la sala de espera de la muerte.

—Entonces, ¿qué coméis?

Se miraron con cara de pasmo y luego miraron el pastel. —Eh… pastel, supongo.

En otros tiempos semejante arreglo no hubiera podido convenirme más —a lo largo de toda nuestra infancia, mis cuatro hermanas y yo habíamos considerado una actividad de alto riesgo comer las cosas que cocinaba mamá—, pero últimamente no era yo.

—Entonces, ¿a qué hora es el pastel?
—A la hora que te apetezca.

Su respuesta no me satisfizo.
—Necesito una hora.
—A las siete, entonces.
—Bien. Oíd… vi una bandada de buitres sobrevolando una gasolinera.

Mamá apretó los labios.
—En Irlanda no hay buitres —señaló papá—. San Patricio los expulsó.

—Tu padre tiene razón —convino enérgicamente mamá—. No viste ningún buitre.

—Pero… —Callé. ¿Para qué hablar? Abrí la boca para aspirar aire.

—¿Qué haces? —Mamá me miró alarmada.
—Estoy… —¿Qué estaba haciendo?—. Estoy intentando respirar. Tengo el pecho obturado. No hay espacio suficiente para que me entre aire.

—Claro que hay espacio. Respirar es la cosa más natural del mundo.

—Creo que se me han encogido las costillas, como le ocurre a la gente vieja con los huesos.

—Solo tienes treinta y tres años. Espera a llegar a mi edad, entonces lo sabrás todo sobre encogimiento de huesos.

Aunque desconocía la edad de mamá —mentía sobre ella de manera elaborada y sistemática, unas veces haciendo referencia al decisivo papel que desempeñó en el levantamiento de 1916 («Ayudé a pasar a máquina la Declaración de Independencia para que el joven Padraig la leyera en los escalones de la Oficina General de Correos»), otras hablando maravillas de los años adolescentes que pasó bailando «The Hucklebuck» cuando Elvis venía a Irlanda (Elvis nunca vino a Irlanda y nunca cantó «The Hucklebuck», pero si intentas aclarárselo coge carrerilla y asegura que Elvis hizo una visita secreta camino de Alemania en la que cantó «The Hucklebuck» porque ella se lo pidió)— parecía más grande y robusta que nunca.

—Respira, vamos, vamos, hasta un niño puede hacerlo —me alentó—. ¿Qué piensas hacer esta noche? ¿Después de tu… pastel? ¿Vemos la tele? Tenemos grabados veintinueve episodios de Cena conmigo.

—Eh… —No quería ver Cena conmigo

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