Mi karma y yo

Marian Keyes

Fragmento

Domingo, 1 de junio

5.15 ¡de la mañana!

Domingo, día de descanso. Pero no para una fracasada que está intentando rehacer su vida. El despertador está puesto para que suene a las seis. Sin embargo, ya estoy despierta.

El insomnio es un enemigo que ataca de muchas maneras. A veces aparece justo cuando me meto en la cama, y se queda rondando un par de horas. Otras noches permanece alejado hasta las cinco de la mañana, hora en que irrumpe y merodea unos veinte minutos antes de que suene la alarma. Es un trabajo de jornada completa lidiar con ese cabrón.

Hoy me despierto a las cinco y cuarto; empiezo a darle vueltas a muchas cosas. Opto por Zoe y le envío un mensaje.

Tas bien? xxx

Contesta al instante.

Siento lo d anoche. Pronto dejo d bbr tanto

No sé qué responder. Está bebiendo demasiado, pero también es cierto que tiene muchos problemas, y ¿en qué momento dejas de sentir pena por alguien y empiezas a sermonearle?

Me preocupo por eso durante diez o quince minutos, luego compruebo cómo va el proyecto de Ryan y, por suerte, nada ha ocurrido desde la última vez que miré. Más animada, veo vídeos de cabras cantoras y pierdo todo el tiempo que puedo hasta que súbitamente, como me ocurre unas noventa veces al día, me asalta el deseo de buscar a Gilda en Google. Pero no puedo, no debo, así que en lugar de eso entono el mantra: «Que estés bien, que seas feliz, que estés libre de sufrimiento».

No puedo contener el impulso de remontarme a aquella fatídi ca mañana dos años atrás, cuando me la encontré en el Dean & DeLuca de Nueva York. Yo estaba en la sección de bombones, buscando regalos para mamá y Karen, cuando alargué la mano hacia una caja al mismo tiempo que otra persona.

—Lo siento. —La retiré.
—No, quédeselos —dijo la mujer.

Sorprendida, caí en la cuenta de que conocía esa voz; pertenecía a la adorable Gilda, a quien había conocido en una cena justo la noche antes. Me di la vuelta. ¡Era ella! Llevaba su pelo rubio recogido desenfadadamente sobre la coronilla y vestía ropa de deporte holgada en lugar del elegante vestido de anoche, pero sin duda era ella.

Entonces Gilda me reconoció.
—¡Hola!

Parecía encantada de verme. Hizo el gesto de darme un abrazo pero se contuvo, como si temiera que su actitud fuese «desa certada». (Por lo que había podido observar, eso era lo que la gente de Nueva York temía más. Más incluso que los monstruos o el fracaso profesional o estar gordo.)

—¡Qué casualidad! —Experimenté un sentimiento cálido hacia ella—. ¿Vives por aquí?

—Vengo de entrenar a una clienta que vive cerca. Corremos juntas en el parque. —Nos sonreímos y, con cierta timidez, me preguntó—: ¿Tienes diez minutos para tomar un té?

—No puedo —respondí con sincero pesar—. Vuelo a Dublín esta misma tarde.

—¿Y qué me dices dentro de un par de semanas, cuando estés debidamente instalada? —Se ruborizó—. Me gustaría darte las gracias por el libro que escribiste. —Su rubor se intensificó, volviéndola hermosa como una rosa—. Espero que no te moleste, pero Bryce me pasó una copia. No pretendo incomodarte, pero quiero que sepas que lo encontré muy inspirador. Sé que es un libro que leeré una y otra vez.

—Muchas gracias —dije, cohibida—. Pero en realidad no es gran cosa…

—¡No te quites mérito! Hay mucha gente que ya se encargará de hacerlo por ti.

Pensé en el tipo horrible que había asistido a la cena de la noche anterior y, por la expresión de los ojos de Gilda, deduje que ella también.

—Oye —me dijo con una risita—, ¿qué te pareció la cena de anoche?

—¡Dios! —Enterré la cara en las manos y solté un gemido—. Tremenda.

—Con ese Arnold lleno de manías y esa esposa tan agresiva. —Me dijo que solo los turistas venían a Dean & DeLuca.
—Yo no soy una turista y me encanta. Estos bombones son el regalo perfecto. Es una mujer cruel, nada más.

Esta Gilda era adorable.
—Cuando vuelva —dije—, tenemos que quedar para ese café. —Entonces tuve una idea. Gilda era entrenadora personal y nutricionista—. ¿Tú bebes café?

—A veces. Sobre todo té de frambuesa.
—¿Llevas una vida muy saludable?
—Me cuesta.

Su respuesta fue música para mis oídos.
—A veces —dijo— me resulta excesivo y me rindo a la tentación del chocolate y la cafeína.

El engranaje de mi cabeza ya estaba en marcha. Me habían dicho que debía perder cinco kilos.

—Creo que necesito una entrenadora personal. Imagino que tú no… Perdona, lo siento, probablemente estás hasta arriba de trabajo.

—Actualmente tengo bastante, lo cual es genial. —Claro…

Parecía estar pensando.
—¿Qué te interesa? ¿Cardio? ¿Tonificación? ¿Dieta?

—Ostras, no sé. Estar delgada, eso es todo.
—Creo que podría ayudarte. Debería echar primero un vistazo a lo que comes y podríamos correr juntas.

—El único problema es que no soy una persona deportista.

De pronto me asusté. ¿Dónde me estaba metiendo?
—¿Qué te parece si probamos… digamos… una semana? Para ver si conectamos.

—¿Una semana? —Caray, no te daban mucho tiempo para adaptarte en esta ciudad.

Sonrió.
—Aquí tienes mi tarjeta. No pongas esa cara de susto. Todo irá bien, ya lo verás.

—¿Tú crees?
—Sí, todo irá de maravilla.

9.48

Karen me llama.
—¿Qué estás haciendo?
—Trabajando. —Suspiro—. Oye, Karen, necesito ropa. No me entra nada. He engordado.

—¿Y qué esperabas después de zamparte todos esos pastelitos? Tartamudeando, digo:
—Pero… pero eran asquerosos.

Caigo en la cuenta de que siempre he creído que si un alimento no me gustaba quería decir que tenía cero calorías.

—Díselo a los pastelitos. Y a los demás carbohidratos que has estado metiéndote estos dos últimos meses.

—Vale. —La verdad es que me siento fatal—. Entonces ¿qué me pongo? —Aunque Karen es dos años menor, siempre le pido consejo.

—Puedo llevarte de compras más tarde.
—Nada de tiendas caras.

Sobra el comentario. Karen Mulreid es la reina de los chollos. Puede decirte en todo momento el dinero exacto que lleva en la cartera, incluidos los céntimos. A veces jugamos a eso. Me recuerda a Derren Brown, el famoso mentalista.

—Hablando de dinero —dice—, ¿cómo va tu nuevo libro? —Lento —respondo—. Lento e… inexistente. —En un arrebato de pánico, pregunto—: Karen, ¿y si no puedo escribir otro libro?

—¡Por supuesto que escribirás otro libro! ¡Eres escritora!

No lo soy. En realidad soy una esteticista que contrajo una extraña enfermedad y se curó.

—¿Chinos? —exclamo, alarmada—. Ni hablar.
—Ya lo creo que sí. —Karen me conduce hasta el probador. Los chinos son pantalones para hombres, esos cuarentones fanáticos del rugby de voz atronadora y sin el menor estilo. ¡No puedo llevar chinos!

—Los chinos de ahora son diferentes —asegura Karen—. Estos chinos son de mujer. Y no tienes elección, es lo único que te entrará hasta que desaparezca la barriga.

—Te lo ruego, Karen. —Me aferro a su brazo con mirada implorante—. No pronuncies esa palabra. Te prometo que me desharé de ella, pero no la pronuncies.

Después de conseguir que me pruebe un montón de prendas, me obliga a comprar dos chinos de color azul marino, algunas camisetas y un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos