Una buena mujer

Danielle Steel

Fragmento

1

La mañana del 14 de abril de 1912, Annabelle Worthington leía tranquilamente en la biblioteca de la casa familiar, con vistas al extenso jardín tapiado. Empezaban a aparecer los primeros signos primaverales, los jardineros habían plantado muchas flores y todo estaría precioso cuando sus padres regresaran al cabo de unos días. El hogar que compartía con ellos y su hermano mayor, Robert, era una mansión imponente en la parte norte de la Quinta Avenida de Nueva York. Los Worthington, y la familia de su madre, los Sinclair, eran parientes directos de los Vanderbilt y los Astor, y de una forma más indirecta también estaban emparentados con todas las sagas más influyentes de Nueva York. Su padre, Arthur, era propietario y director del banco más prestigioso de la ciudad. Su familia llevaba varias generaciones en el negocio bancario, igual que ocurría con la familia materna en Boston. Su hermano Robert, de veinticuatro años, ya llevaba tres trabajando para su padre. Y, por supuesto, cuando llegara el día de la jubilación de Arthur, Robert pasaría a dirigir el banco. Su futuro, del mismo modo que su historia, era predecible, desahogado y seguro. Annabelle agradecía haberse criado bajo la protección de ese entorno.

Sus padres se querían mucho, y Robert y ella siempre se habían llevado bien y mantenían una relación muy cercana. Nunca había ocurrido nada que los hubiera disgustado ni entristecido de veras. Los problemas menores con los que se topaban eran despreciados o resueltos con facilidad. Annabelle había crecido en un mundo perfecto y dorado, había sido una niña feliz, rodeada de personas amables y cariñosas. Los últimos meses le habían resultado muy emocionantes, aunque habían quedado algo empañados por un pequeño contratiempo. En diciembre, justo antes de Navidad, la habían presentado en sociedad en un baile espectacular que sus padres habían dado en su honor. Era su puesta de largo y todo el mundo insistía en que era la debutante más elegante y carismática que Nueva York había visto en años. A su madre le encantaba celebrar fiestas por todo lo alto. Había mandado cubrir el jardín con una carpa y ponerle calefacción. Decoraron la sala de baile de la mansión con un gusto exquisito. La orquesta que habían contratado era la más cotizada de la ciudad. Asistieron cuatrocientas personas. Y el vestido que lució Annabelle la convirtió en una princesa de cuento.

Annabelle era una joven pequeña, delgada, delicada, más diminuta incluso que su madre. Era una muñequita rubia con el pelo largo, sedoso y dorado, y con unos ojos azules enormes. Era guapa, tenía las manos y los pies pequeños, y unas facciones perfectas. Cuando era niña, su padre no se cansaba de repetirle que parecía una muñeca de porcelana. A los dieciocho años, tenía una encantadora figura esbelta y bien proporcionada, y una gracia gentil. Todo en ella reflejaba la aristocracia de la que provenía y en la que habían nacido tanto Annabelle como sus antepasados y su círculo de amigos.

La familia había disfrutado de unas Navidades entrañables a los pocos días de su presentación en sociedad y, después de todas las emociones, las fiestas y las salidas nocturnas con su hermano y sus padres, en las que lucía vestidos finos a pesar del frío invernal, la primera semana de enero Annabelle contrajo una gripe muy fuerte. Sus padres se preocuparon mucho cuando vieron que la gripe se convertía rápidamente en bronquitis y, luego, casi en neumonía. Por suerte, su juventud y salud general la ayudaron a recuperarse. Aun con todo, estuvo enferma con fiebre por las noches durante casi un mes. El médico opinaba que era poco sensato que viajara estando todavía tan débil. Sus padres y Robert llevaban varios meses preparando un viaje en el que querían visitar a algunos amigos en Europa, y Annabelle seguía convaleciente cuando se marcharon en el Mauretania a mediados de febrero. Habían viajado en ese mismo barco todos juntos varias veces, así que su madre se ofreció a quedarse en Nueva York con la muchacha, pero cuando llegó el momento de partir, Annabelle estaba lo bastante recuperada para quedarse sola en Nueva York. Había insistido en que su madre no se privara de ese viaje que había estado esperando durante tanto tiempo. A todos les dio pena dejarla sola y Annabelle también se sintió muy decepcionada de no poder ir, pero incluso ella admitió que, aunque ya se sentía mucho mejor, seguía sin verse con fuerzas para embarcarse en un periplo que duraría dos meses. Le aseguró a su madre, Consuelo, que cuidaría de la casa mientras estuvieran fuera. Sus padres confiaban plenamente en ella.

Annabelle no era de esa clase de chicas por las que uno tuviera que preocuparse, ni de las que se aprovechaban de la ausencia paterna. Lo único que lamentaban tremendamente sus progenitores era que no pudiese acompañarlos, igual que le pasaba a la propia Annabelle. Mantuvo el tipo mientras se despedía de ellos en el muelle Cunard en febrero, pero cuando volvió a casa se sintió abatida. Se entretenía leyendo y haciendo distintas tareas del hogar que satisfarían a su madre. Se le daban muy bien las labores, así que se pasaba horas remendando sábanas y manteles muy elegantes. Aún se sentía un poco débil para asistir a eventos sociales, pero su mejor amiga, Hortense, la visitaba con frecuencia. Hortense también había hecho su presentación en sociedad ese año, y las dos amigas eran inseparables desde la infancia. Hortie ya tenía un pretendiente y Annabelle había hecho una apuesta con ella, convencida de que James pediría su mano en Semana Santa. Annabelle ganó la apuesta, pues acababan de anunciar su compromiso hacía una semana. Annabelle se moría de ganas de contárselo a su madre, quien no tardaría en volver. Tenían que atracar en Nueva York el 17 de abril, tras haber partido de Southampton cuatro días antes en un barco nuevo.

Los dos meses sin su familia se le habían hecho largos, pues Annabelle los había echado mucho de menos a todos. No obstante, le habían dado la oportunidad de recuperarse totalmente y de leer infinidad de cosas. Después de terminar sus tareas domésticas, se pasaba las tardes y las noches en la biblioteca de su padre, inmersa en sus libros. Sus favoritos eran los que hablaban de hombres importantes o de temas científicos. Nunca le habían interesado mucho las novelas románticas que leía su madre, y todavía menos los libros que le prestaba Hortense, ya que le parecían insulsos. Annabelle era una joven inteligente, que absorbía los acontecimientos mundiales y la información actual como una esponja. Eso le daba mucho tema de conversación con su hermano e incluso él reconocía en privado que la profundidad del conocimiento de la muchacha lo ponía a veces en ridículo. Aunque Robert tenía madera para los negocios y era increíblemente responsable, le encantaba ir a fiestas y salir con amigos, mientras que Annabelle solo era sociable en apariencia, pues tenía un talante serio y una inmensa pasión por aprender, por la ciencia y los libros. Su sala predilecta de la casa era la biblioteca paterna, donde pasaba buena parte del tiempo.

La noche del 14 de abril, Annabelle se quedó leyendo en la cama hasta la madrugada, así que se levantó a una hora tan tardía que resultaba extraña en ella. Se lavó los dientes y se peinó nada más salir de la cama, se puso una bata y bajó adormilada a desayunar. Mientras bajaba la escalera, le dio la impresión de que en la casa reinaba un silencio poco común y no vio a ninguno de los sirvientes. Se asomó a la recocina y se encontró a varios de ellos arremolinados alrededor de un periódico, que doblaron al instante. Enseguida se dio cuenta de que su fiel ama de llaves, Blanche, había esta

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