La esperanza perfecta (Hotel Boonsboro 3)

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

ENTRE GRUÑIDOS Y SUSPIROS, el viejo edificio se dispuso a dormir. Bajo el cielo estrellado, sus muros de piedra relumbraban, alzándose sobre la Plaza de Boonsboro como habían hecho durante más de dos siglos. Hasta los cruces estaban tranquilos ya, extendidos entre charcos de sombras y luces. Todas las ventanas y escaparates de Main Street parecían dormir, mecidos por el bálsamo de la noche estival.

Ella debería hacer lo mismo, se dijo Esperanza. Acostarse, estirarse. Dormir.

Eso sería lo sensato —y se tenía por sensata—, pero el largo día la había dejado inquieta y, se recordó, Carolee llegaría fresca y madrugadora para ocuparse del desayuno.

La gerente podía dormir más rato.

En todo caso, apenas era medianoche. Cuando vivía y trabajaba en Georgetown, rara vez se había retirado a descansar tan pronto. Claro que entonces dirigía el Wickham y, si no andaba resolviendo algún problemilla o atendiendo una solicitud de un cliente, salía a disfrutar de la vida nocturna.

La localidad de Boonsboro, escondida a los pies de las Blue Ridge Mountains de Maryland, quizá tuviera una historia sustanciosa y celebrada y, sin duda, sus encantos —entre los que se encontraba el remozado hotel que ella regentaba ahora—, pero no era famosa por su vida nocturna.

Eso cambiaría algo cuando su amiga Avery abriera su restaurante y bar de copas. ¿Y no sería divertido ver lo que la activa Avery MacTavish hacía con su nueva empresa en el edificio de al lado y, en la Plaza, justo enfrente de su pizzería?

Antes de que acabara el verano, Avery manejaría dos restaurantes, pensó Esperanza.

Y decían que el fenómeno era ella.

Esperanza echó una ojeada a la cocina: limpia, resplandeciente, cálida y acogedora. Ya había cortado la fruta, comprobado las reservas y rellenado el frigorífico, de modo que todo estaba listo para que Carolee preparara el desayuno para los clientes, ahora recogidos en sus habitaciones.

Había terminado el papeleo, comprobado todas las puertas y hecho las rondas para ver si había algún plato, u otra cosa, fuera de su sitio. Deber cumplido, se dijo, pero aún no le apetecía retirarse a su apartamento de la tercera planta.

Se sirvió una generosa copa de vino, hizo una última ronda por el Vestíbulo y apagó la lámpara de araña de la mesa central decorada de vistosas flores estivales.

Pasó la arcada y comprobó por última vez la puerta principal antes de dirigirse a las escaleras. Acarició apenas la barandilla de hierro.

Había echado un vistazo a la Biblioteca, pero volvió a hacerlo. No era obsesiva, pensó. Cualquier cliente podía haber entrado allí a tomarse un café irlandés o coger un libro. Pero la estancia estaba tranquila, serena como las demás.

Miró de nuevo. Tenía clientes en esa planta. Los Vargas —Donna y Max—, que llevaban veintisiete años casados. La noche en el hotel, en la habitación Nick y Nora, era un regalo de cumpleaños para Donna de su hija. Qué detalle.

Sus otros clientes, una planta más arriba, en Westley y Buttercup, habían elegido el hotel para su noche de bodas. Le gustaba pensar que los recién casados, April y Troy, se llevarían con ellos recuerdos bonitos y duraderos.

Comprobó la puerta del porche de la segunda planta. Entonces, impulsivamente, la abrió y salió a la noche.

Con la copa en la mano, cruzó la ancha terraza de madera y se recostó sobre la barandilla. Al otro lado de la Plaza, el piso que había sobre Vesta estaba oscuro y vacío, ahora que Avery se había ido a vivir con Owen Montgomery. Reconocía —para sí, al menos— que echaba de menos mirar y saber que su amiga estaba allí, al otro lado de Main Street.

Pero Avery estaba donde debía estar, pensó Esperanza, con Owen, su primer novio y, por lo visto, el último.

Él sí que era detallista.

Y ella los ayudaría a organizar la boda —novia de mayo, flores de mayo—, allí, en el Patio, como lo había hecho Clare la primavera pasada.

Pensando en ello, Esperanza recorrió con la vista Main Street, hacia la librería de Clare. Pasar la página había sido una apuesta arriesgada para una joven viuda con dos niños y otro en camino. Pero ella había conseguido que funcionara. Clare tenía un don para hacer que las cosas salieran bien. Ahora era Clare Montgomery, la mujer de Beckett. Llegado el invierno, otro bebé completaría la familia.

No dejaba de ser curioso que sus dos amigas llevaran tanto tiempo viviendo en Boonsboro y ella se hubiera mudado allí no hacía ni un año aún. La nueva del pueblo.

De las tres, ella era la única que seguía allí, en el corazón de la localidad.

Era una bobada que las echara de menos, porque las veía casi todos los días, pero, en noches inquietas como esa, a veces anhelaba, solo un poco, tenerlas aún cerca.

Habían cambiado tantas cosas, para todos, en el último año…

Ella era feliz en Georgetown, con su casa, su trabajo, su rutina. Con Jonathan, aquel capullo que le había puesto los cuernos.

Esperanza tenía planes de futuro, sin prisas, sin precipitación, pero planes de futuro, al fin y al cabo. El Wickham había sido su hogar. Conocía su ritmo, sus tonos, sus necesidades. Y había hecho un trabajo excelente para los Wickham y el capullo de su hijo, Jonathan.

Iba a casarse con él. No, no había compromiso formal, ni promesas concretas, pero el matrimonio y el futuro estaban en la mesa.

No era tonta.

Y todo el tiempo que habían estado juntos —o al menos en los últimos meses—, él durmiendo en su cama o ella en la de él, el capullo había estado viéndose con otra. Alguien de su elevado estrato social, por decir algo, musitó Esperanza con persistente amargura. Alguien que no trabajaba diez o doce horas al día, o más, en el exclusivo hotel, sino que se alojaba en él, en su suite más exclusiva, claro.

No, no era tonta, pero había sido demasiado confiada y se había sentido humillada y perpleja cuando Jonathan le había dicho que haría público su compromiso —con otra— al día siguiente.

Humillada y perpleja, se dijo una vez más, sobre todo porque en aquel momento estaban desnudos y en la cama de Esperanza.

Claro que él también se había quedado perplejo cuando ella le había dicho que saliera de allí inmediatamente. No parecía entender por qué su relación debía cambiar.

Aquel único instante generó muchos cambios.

Ahora era la gerente del Hotel Boonsboro, un pueblo del oeste de Maryland, lejos de las luces brillantes de la gran ciudad.

Ya no pasaba su tiempo libre organizando cenitas superespeciales, ni comprando en una boutique los zapatos perfectos para el vestido perfecto que llevaría en el siguiente evento.

¿Echaba de menos todo aquello? ¿Su boutique de confianza, su sitio preferido para comer, los preciosos techos altos y el pequeño patio cercado de flores de su casa? ¿O los nervios de preparar el hotel

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