Tormenta de verano en Gloucestershire (Serie Campiña 1)

Silvia Madi

Fragmento

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Capítulo 1

La sensatez de lady Godolphin

y el secreto de la infanta Blount

Bethany Blount

Me deshago de las sábanas con una punzada en el pecho. Después aparto el dosel de mi cama para levantarme, porque, pese a que preferiría dormir durante el resto de mi vida, ha llegado el momento. Hoy conoceré al hombre destinado a estar conmigo durante el resto de mis días, de mis tardes, de mis noches. Una tradición de la que he tratado de huir desde que tengo uso de conciencia y que, sin embargo, no me ha sido permitido rehuir. Mi padre ha sido claro durante toda mi educación: debo casarme. No hay alternativa. Y debo hacerlo con el hombre que él considere.

Me siento en el tocador y observo mi rostro contraído. No quiero ir. No quiero ponerme el vestido que mi doncella ha dispuesto para mí. No deseo maquillarme. No ansío escoger un collar del joyero de mi madre.

Especialmente lo último.

—¡Bethany, es hoy! —Mi hermana irrumpe en la habitación con estruendo y se sienta junto a mí. Lleva una sonrisa radiante dibujada en el rostro hasta que observa que no estoy lista (ni siquiera estoy cerca de estarlo), y su expresión se torna sombría cuando me pregunta—: ¿Qué hacéis? ¿No os habéis preparado aún? ¿Dónde está Lauren?

Lauren Godolphin, mi doncella y mejor amiga, aparece como si nos hubiese oído. En cuanto lo hace, sus ojos verdes, bajo ese cabello negro dispuesto en un perfecto y protocolario moño bajo, me observan como si hubieran visto un fantasma. Evito su mirada y me centro en mi espejo, donde mi hermana y esos tirabuzones rubios perfectos le hacen la competencia a la maraña despeinada que es mi cabello castaño hoy.

—Alteza —entona Lauren mirando a mi hermana—, ¿me permitís unos momentos con la princesa?

Cuando me giro hacia ella percibo que ha suavizado la expresión. No sé si ha sido porque mi hermana la ha mirado o porque ha notado que así no va a lograr que yo esté mejor, pero lo ha hecho, y con ello consigue que Eliza se levante del tocador, me mire con esos ojos azules profundos que heredó de nuestro padre (tan distintos a los míos, que heredé de nuestra madre) y, tras darme un suave beso en la mejilla, dedicándome toda su dulzura, abandone la cámara.

Antes de cerrar, sin embargo, expresa con algo de melancolía:

—Procurad ensayar la sonrisa, Bethany. Debéis... —suspira. Sabe que no necesita acabar la frase—. Si no lo hacéis por vos, hacedlo por la dinastía, por la memoria de nuestra madre. De verdad necesitamos esta alianza para...

—Lo sé —corto.

Ella vuelve a suspirar, asiente y se va.

Y entonces me derrumbo sobre el tocador.

La dinastía Blount no atraviesa su mejor momento. Hace un año, mi madre acudió a un encuentro real en Gawsworth, Cheshire. Allí desarrolló una fiebre a la que ningún médico pudo poner remedio. A Elizabeth y a mí, por más que insistimos, nos prohibieron acudir a despedirnos por el miedo a que contrajéramos la misma enfermedad, por lo que falleció en soledad, entre unas sábanas que no eran suyas. Pero, más allá de eso, se fue sin ese último abrazo que ni mi hermana ni yo perdonaremos jamás a quienes se ocuparon de ella. Y yo me quedé sin mi mayor apoyo, sin mi confidente, sin esa mujer que vivió lo mismo que estoy a punto de vivir yo hoy, sin ese consejo que tanto necesito. A raíz de ello, mi padre desarrolló una adicción insana al vino. Primero comenzó bebiéndolo en mayor cantidad en celebraciones aisladas: algún baile, alguna recepción; después, lo añadió a todas sus comidas; finalmente, la bebida ha acabado formando parte de su día a día a tal nivel que ha decidido abdicar para poder hacer de ella su única compañía.

—¿Qué sucede, alteza?

Me giro hacia Lauren con el ceño fruncido.

—¿Cuántas veces tengo que deciros que me llaméis Bethany, Lauren?

—Estamos en la corte. No es adecuado que os llame de otra manera.

—También lo estábamos cuando jugábamos en los jardines a los cinco años, y a los diez, y hace unos días, cuando leíamos junto a la celosía de flores del jardín, ¿recordáis?

—Claro que lo recuerdo. —Se acerca a mí, se sienta a mi lado y empieza a ordenarme el cabello—. Pero hoy es un día especial. Vais a convertiros en la prometida de alguien.

Suspiro, me giro hacia ella, cojo con cuidado sus muñecas para frenarla y, mirándola con fijeza a los ojos, entono:

—En efecto: voy a convertirme en la prometida de alguien. Pero vos, milady, no dejaréis de ser mi mejor amiga. —Sonrío.

—¿«Milady»? —Frunce el ceño. Jamás la llamo así.

—¿Veis? Los tratamientos protocolarios son extraños entre mejores amigas. —Sonrío más—. Al menos en privado. Llamadme así cuando lord Campbell de Cambridge venga con su estudiada y atractiva sonrisa a cortejarme. —Pongo los ojos en blanco.

Acabamos riéndonos y dejando los formalismos a un lado, y el ambiente se suaviza un poco más. Desde que somos pequeñas, mi hermana Elizabeth y yo hemos contado con varias doncellas. Sin embargo, Lauren siempre ha sido la más importante para mí. La más querida. Mi mejor y única amiga. La que estuvo a mi lado tras mi primer desengaño amoroso, cuando me encapriché con el cocinero al que apartaron de mi lado al descubrir que había tratado de darme la mano; cuando el mozo de cuadras me miró de aquel modo sugerente que me dejó suspirando durante semanas, hasta que ella lo encontró con una de las doncellas de mi hermana; incluso cuando murió mi madre, la peor temporada que pasé. Lauren siempre ha estado ahí, y ha hecho de todo este camino algo menos complejo, pues, lejos de lo que piensan las malas lenguas, ser de la realeza no es fácil, ser princesa menos aún, y estar sola es el culmen de la tristeza. Pero cuando Lauren, en días como hoy, comienza a cepillarme el cabello con esa calma, hace que todo parezca un poco menos doloroso.

—Ojalá pudiera cambiaros el sitio —susurra acariciando mis puntas.

—Odiáis esta vida tanto como yo, Lauren —respondo con un hilo de voz. Sé que lo hace por mí. De hecho, si pudiéramos, huiríamos a una casita diminuta a la campiña inglesa, donde pasaríamos las mañanas, las tardes y las noches entre pequeños huertos, libros y tazas de té. Ella deja ir una risita y suelta el cepillo. Después empieza a trenzarme el cabello.

—Lo sé, pero lo disimulo mejor.

Me encojo de hombros. Tiene razón. Siempre se le ha dado mejor que a mí seguir los formalismos. Yo, si pudiera, me escabulliría de mis obligaciones, de mi formación, de los eventos reales.

—Tampoco sería la solución. Solo podría huir de todo esto siendo plebeya, y eso no va a...

Abro los ojos de súbito. Lauren se tensa.

—Bethany, no —entona, terminándome el recogido.

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