Un bombero en el sex shop (Cuerpos pasionales 5)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

Pasaban varios minutos de las nueve de la noche. En el parque de bomberos sonó la alarma; Jorge, el operador de sala de los bomberos, que era quien cogía las llamadas, sacó la cabeza por la ventana de su oficina acristalada y gritó:

—Fuego en Rubí treinta y cinco.

Los chicos se prepararon en cuestión de segundos, tal como lo hacían siempre —se entrenaban para eso—, y salieron en el camión, con la sirena y a todo gas.

Al llegar a la calle indicada, que no era muy ancha, se encontraron con el pandemonio al que ya estaban acostumbrados: demasiada gente mirando desde el otro lado, mientras que varios vecinos del edificio salían corriendo ante la humareda que se estaba extendiendo con rapidez.

—Dejen sitio, señores. —Tronó la voz de Darío, el cabo, mirando a los espectadores y haciendo gestos para que la gente reculara.

Una mujer se acercó a él presa de los nervios.

—El humo sale del cuarto de contadores y creo que llega hasta el almacén de la tienda.

—Apártese, señora. —Sus compañeros Izan, Joaquín, Aniceto, Pepe y Miguel ya habían entrado en el local, y también a la escalera con las mangueras—. ¿Queda alguien dentro del edificio? —preguntó Darío mirando a la mujer que le había hablado.

Ella miró a su alrededor.

—No lo sé. Hay varios vecinos a los que no veo.

Darío soltó una maldición por lo bajo.

—Izan, revisa los pisos, no se sabe si queda alguien dentro —ordenó.

La humareda se extendía rápidamente por la escalera, Izan subió los peldaños de tres en tres, llamó con el puño a las dos puertas del primer piso y, al no contestar nadie, les dio una patada y las abrió. Se aseguró de que estaban vacíos y fue al segundo piso.

Oyó los ladridos de un perro y supo que estaba detrás de alguna de las puertas, las golpeó y, al abrir de un porrazo la segunda, se le encaró un perro «mil leches» diminuto que apenas levantaba un palmo del suelo. El chucho tenía mala baba y se le lanzó a la pernera del pantalón, aunque no pudo morderlo por la tela kevlar y Nomex de la que estaba hecho el uniforme, y le gruñó enseñando los dientes.

—Eres una rata con manchas, sal de ahí —le gritó haciendo un gesto con la mano para señalarle las escaleras.

Subió al ático y oyó música a todo volumen. Aporreó las dos puertas y un hombre abrió la primera de ellas. El humo se había convertido en una neblina espesa en la escalera.

—Salga de aquí, hay fuego en el bajo.

El inquilino no se lo hizo repetir y corrió hacia abajo.

La música venía del otro lado del rellano. Izan golpeó la puerta, y al no obtener respuesta la echó abajo; escuchó una voz que cantaba a todo pulmón la canción que salía de un reproductor de CD.

—¿Hay alguien ahí? —Por mucho que gritara nadie iba a oírlo. Al llegar al baño, supo que una mujer estaba dentro, duchándose, el agua corría. Golpeó la mampara y escuchó alboroto dentro.

—¿Quién diablos está ahí? —Una chica asustada y con mala leche, cubierta solo por una toalla, se plantó ante él.

—Tápate, hay fuego en el edificio. Tienes que salir de aquí, rápido. —La apremió.

Para su sorpresa, la chica no entró en pánico. Corrió hacia una habitación y salió al cabo de unos segundos con un liviano vestido.

—Vamos —ordenó él.

—De ninguna manera, no puedo irme sin Perla.

—¿Perla? ¿Quién es Perla?

—Mi gata.

—¿Dónde está?

—Cuando se asusta se pone debajo de la cama —dijo y fue hacia el dormitorio. Izan la miraba y se daba cuenta de que no era tan joven como le había parecido en un primer momento—. Perla, Perla...

—Date prisa.

—Lo intentaré, pero no será fácil sacarla de ahí.

—Déjame a mí —exclamó él perdiendo la paciencia.

Se agachó al lado de la cama y vio unos ojos brillantes que lo miraban desde la parte más alejada. Trató de meterse bajo el mueble, pero su envergadura no se lo permitió.

—Yo me meteré.

Izan vio cómo ella se arrastraba hasta que solo asomaban sus pequeños pies, al final de unas torneadas pantorrillas. Oyó que llamaba a la gata.

—Perla, Perla, cariño... —Por lo visto el animal se dejó coger—. Ya puedes tirar de mí. —Oyó que le decía la mujer.

Cogió los pies descalzos y tiró, por un momento el aliento se le quedó atascado en la garganta... ¡no llevaba bragas! Pensó que con el susto y las prisas se le habría olvidado ponérselas. «Joder, joder, joder».

—Venga, que no tenemos todo el día. —La apremió para alejar de su mente la visión de aquellas partes íntimas.

Carla se calzó, cogió su móvil y las llaves de su coche de encima de la mesita del vestíbulo y salió detrás de él.

Bajaron corriendo, y en el segundo piso se hallaba el perro ladrando.

—Vamos, Aníbal —lo llamó ella tosiendo por la neblina de humo. El chucho debía conocerla, pensó Izan, porque la siguió hacia la calle.

Al salir al exterior, sus compañeros ya estaban instalando una especie de ventilador en el vestíbulo del edificio.

—El fuego está controlado, jefe —dijo Miguel—. Se ha quemado el cuarto de contadores y el almacén de la tienda, supongo que por un cortocircuito.

—Bien, ¿ha habido muchos daños? ¿El edificio corre peligro?

—No creo —negó Aniceto—. Se ha extendido al almacén por el mismo cableado, las paredes parecen robustas.

—De todas maneras, que los inquilinos se busquen un lugar para pasar la noche. Mañana vendrá el técnico para asegurarse de que todo está bien. —La voz de Darío era alta y clara.

Al mirar a su entorno, Izan vio a la mujer del ático rodeada de las personas que debían ser sus vecinos. En sus ojos había inquietud, no le extrañaba. Él estaba acostumbrado al fuego; sin embargo, para los que no debía ser una experiencia terrible. Por lo menos no se había desatado la histeria que había vivido en otros casos.

Observó a un par de ancianas que, con sus batas de felpa, parecían dos grandes pasteles de fresa y nata; una sostenía a la gata y la otra se veía en serios problemas para que el perro no le mordiera los tobillos. Había otra mujer de mediana edad que vestía un chándal negro, y el tipo del ático con unos pantalones flojos y un jersey que se adaptaba a su cuerpo delgado.

—¿Son los habitantes de este inmueble? —preguntó el cabo acercándose al grupo.

—Sí —contestó Carla—, faltan los del segundo. Los voy a llamar. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó al sacar el móvil del bolsillo.

—El cableado de los bajos se ha incendiado, ¿alguien sabe dónde vive la dueña de la tienda? O su teléfono para llamarla. —Izan se había acercado a su superior, Darío.

—Soy yo. —Sus ojos se engancharon, era la mujer del ático—. Carla Silvestre.

Izan miró el cartel del negocio «Sex shop Dos rombos», y luego a ella, con lo que le pareció diversión en sus ojos. En aquel momento, una pareja con un niño pequeño se unió a ellos.

—Viven en el segundo —informó una de las ancianas—. Damián Soler, el otro, suele llegar más tarde.

Con aquel comentario, Izan supo que esas mujeres estaban pendientes de todo lo que pasaba en el edificio; eran «las viejas del visillo», en todos lados había alguien así. Como la señora Lucía lo era del suyo.

El capitán de la policía se les acercó y les comunicó que acordonarían el inmueble hasta la mañana siguiente que fuera el técnico, que hasta entonces no podrían entrar en sus casas. Se oyeron gruñidos de todos, en especial de las dos ancianas.

—Agente, ¿seguro que nadie va a meterse en nuestros pisos?

—Seguro, señoras, una unidad se quedará aquí para impedirlo. Si no tienen a nadie con quien pasar la noche, podemos llevarlas a un hotel.

—Señor, no pensará que vamos vestidas para ir a un hotel —dijo la que tenía la bata rosa—. Además, solo llevamos lo puesto.

—No se preocupe por eso. —El agente se había encontrado con casos parecidos.

—Claro que me inquieta —terció la anciana que vestía de blanco.

Carla veía que el agente perdería la paciencia de un momento a otro.

—Angelita, Pepita, este señor os llevará a un lugar muy discreto.

Ellas la miraron, y con un cabeceo asintieron al agente.

—Gracias, señorita —le agradeció cuando ellas no pudieron escucharlo.

—No ha sido nada.

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Capítulo 2

Izan estaba más callado de lo normal y sus compañeros lo notaron. Mientras volvían al parque de bomberos, no había abierto la boca.

Sus pensamientos estaban en aquella mujer sin ropa interior que era la dueña de un sex shop. Nunca la hubiese imaginado vendiendo juguetitos eróticos. Es que era tan menuda que al principio la había confundido con una muchacha.

—Tío, no veas lo que nos hemos reído dentro de aquella tienda —le dijo Joaquín—. Hay pollas de todas las medidas y colores; y un montón de cosas que ya me gustaría a mí saber para qué sirven.

Los demás rieron.

—Eso, eso, ya te gustaría a ti —se burló Aniceto.

—Me dirás que tú sabes. —Joaquín era el más veterano del grupo. Tenía cuarenta y cinco años y estaba casado.

—Más que tú, sí. Solo se trata de que te guste jugar y dar placer a tu mujer. Y ella te lo puede dar a ti también. —Aniceto tenía treinta y cinco años y estaba casado con Elvira, de treinta y dos. A ambos les gustaban los juegos en la cama. Claro que era algo íntimo que no iban contando por ahí.

—Bfff... yo satisfago a mi Conchita mejor que esas pollas de silicona.

Su compañero lo miró entrecerrando los ojos, preguntándose si se estaba pegando un farol.

—No se trata de eso, tienes que ser atrevido y tener la mente abierta.

—¿Me estás llamando «carca»?

Todos soltaron una risotada.

—No, solo te digo que te sorprenderías de lo bien que te lo puedes pasar usando juguetitos.

—¿Tú eres cliente de esta tienda? —La pregunta pareció una acusación.

—Yo voy a otra; y cuando Elvira quiere sorprenderme, también.

Izan escuchaba a sus compañeros sin decir nada, a él también le gustaba jugar. Sin embargo, consideraba que para eso tenías que tener una pareja estable, una confianza absoluta en la otra persona. Algo que no le había ocurrido desde que llegó a Tarragona. Con su anterior pareja se lo habían pasado muy bien utilizando juguetitos, aunque reconocía que todos habían sido para el placer femenino.

Las exclamaciones y las burlas se terminaron al llegar al parque de bomberos, cada uno hizo su trabajo y subieron al piso de arriba a echarse.

Todos estaban descansando mientras Izan redactaba el informe. Se ofreció voluntario, pretendía opositar para subir de categoría. Levantó la mirada de la pantalla del ordenador y recordó aquellas piernas perfectamente torneadas. Se las imaginó rodeándole las caderas y soltó un taco. Sería una noche muy larga.

***

Todos los vecinos maldecían, y cada uno se fue marchando a casa de algún pariente. Carla, con su gata en brazos, se fue a casa de su cuñada Eva.

—¿Qué ha pasado? —preguntó preocupada, la había llamado hacía un rato diciéndole si podía ir a pasar la noche allí.

—Se ha incendiado el cuarto de contadores y el fuego ha pasado al almacén.

—¡¿Cómo?! ¡¿Estás bien?! —exclamó Eva.

—Sí, ya había cerrado, estaba dándome una ducha cuando un bombero me ha hecho salir de casa a la carrera.

—Vaya, qué mala suerte.

Eva sabía que ese negocio en particular había sido el sueño de su hermano antes de perder la vida en aquel trágico accidente de tráfico hacía dos años.

—No te preocupes, nadie ha sufrido daño alguno y la tienda está asegurada. —Carla trató de mostrar una tranquilidad que no sentía.

Su cuñada la abrazó cuando se dio cuenta de que debía ser ella la que la animara y no al revés.

—¿De verdad que estás bien?

—Me iría de perlas una copa de vino para que se me pase el susto.

—Qué idiota soy. —Eva supo que su cuñada se había envuelto en una coraza de fortaleza desde que había perdido a Isaac. Sirvió dos copas de vino blanco—. ¿Has cenado? Claro que no, si estabas en la ducha.

—No tengo hambre.

—Me lo imagino, pero comerás algo.

Fue al frigorífico y sacó un trozo de tortilla de patatas, la calentó al microondas y la puso delante de Carla.

—No me apetece —protestó cuando le puso los cubiertos en la isla de la cocina, donde estaban sentadas.

—Ya lo sé, Carla, pero te irá bien para templar los nervios.

Ella se obligó a comer un poco y luego se duchó para quitarse el olor a humo antes de meterse en la cama. Al salir del baño, su cuñada ya le tenía preparada ropa y la cama que había sido de Isaac antes de casarse.

Al quedarse sola, fue cuando Carla dio rienda suelta a la angustia. No sabía cómo había quedado la tienda, y se sentía como si le hubiese fallado a su marido. Lloró hasta quedarse dormida de puro agotamiento.

***

A la mañana siguiente, Eva le dejó ropa suya, le abrió el armario y le dijo que cogiera lo que quisiera. Se maquillaron y tomaron un café antes de marcharse.

—Recuerda que puedes quedarte el tiempo que quieras.

—Espero que el técnico nos diga que el edificio no ha sufrido daños.

—Llámame cuando sepas algo —dijo Eva, antes de darle un beso en cada mejilla para despedirse.

A las nueve, Carla estaba en el bar frente a la tienda, esperando que llegara el técnico. Un coche de la patrulla de la policía vigilaba que no se colara nadie en el edificio acordonado con cinta policial. Vio a varios hombres que se acercaban y hablaban con los agentes: dos de ellos vestían trajes impolutos; el tercero, alto como una torre, llevaba unos vaqueros y un jersey bajo una cazadora de cuero; y otro vestía informal, con unos pantalones caquis llenos de bolsillos y una sudadera negra.

Con ella se juntaron todos los vecinos, a la espera de noticias sobre sus viviendas. Los vieron entrar y, al cabo de una hora, salir. Carla se les acercó y les preguntó después de darse a conocer.

—La estructura está perfectamente, señora —habló uno de los trajeados—. Sus vecinos y usted pueden volver cuando quieran. Tendrán que hacer que alguien les revise la instalación eléctrica, los cables del inmueble son muy viejos, y a día de hoy en todas las casas hay muchos aparatos eléctricos. Deben reemplazarlos de arriba abajo; si no, cualquier día volverá a suceder lo mismo.

—Ayer se recalentó el cuarto de contadores y el fuego pasó hacia el almacén —añadió el otro que vestía elegante—. Tuvieron suerte de que no subiera hacia las viviendas.

Darío era el preparador de Izan, y le exigía que lo acompañara para que supiera qué hacer en todas las ocasiones o problemas con que se encontraban.

Izan observaba a Carla, nadie diría que era la misma que él había conocido el día anterior. Ese día llevaba unos pantalones anchos negros y una camisa roja cubierta por una americana. Parecía más alta, miró sus pies y vio los altos tacones sobre los que caminaba. El maquillaje suave junto con los labios rojo pasión hacían que los hombres se giraran a mirarla.

Si ya le había parecido guapa la noche anterior, ese día estaba fabulosa, atractiva y sofisticada.

Los dos que iban trajeados se despidieron y se marcharon.

Carla notó los ojos de uno, que se habían quedado clavados en su persona.

—¿Nos conocemos?

—Soy Izan Cruz, el bombero de anoche, este es mi jefe, Darío Fuentes —dijo el que vestía la chupa de cuero, tendiéndole una mano que ella estrechó.

—Oh, no os había reconocido.

Ellos sonrieron, y Carla se fijó en lo guapo que era Izan.

—Es lógico, ayer íbamos disfrazados.

Los tres rieron.

—Ha sido un placer, Izan, Darío, ahora tengo trabajo. Si me disculpáis voy a llamar al seguro.

—Te dejamos, si necesitas algún documento para la compañía de seguros, llámame. —Darío le tendió una tarjeta, que ella cogió y se guardó en el bolsillo del pantalón.

Carla los vio alejarse por la acera, admirando la planta de esos hombres. Al girarse vio que sus vecinos estaban detrás de ella. Les informó de las reparaciones que se debían hacer; y como ya se esperaba, Nieves, la mujer del primero primera, protestó. No le extrañó, siempre había sido así. Cada vez que alguien proponía hacer alguna modificación, ella alegaba que con su sueldo de funcionaria le era muy difícil pagar. La verdad era que era una solterona amargada que criticaba todo lo que hacían el resto de los vecinos. Carla estaba convencida de que era de esas personas que vivían pobres para morir ricas.

—Los cables de mi casa están en perfectas condiciones. Además, yo no tengo todos esos cacharros electrónicos que tenéis todos.

Damián, del segundo primera, que era arquitecto, metió baza al ver que la mujer se encaraba con Carla.

—Señora, sus cables pueden ser nuevos, eso siempre que los haya cambiado, pero eso no quita que los que suben hasta su casa sean viejos.

Nieves se estiró como un pavo y miró a las ancianas de su mismo rellano, esperando que la apoyaran.

—Vamos, hermana —exclamó Pepita, ignorándola; era la mayor de las inquilinas del primer piso—. Tendremos que hacer una limpieza general para sacar el tufo a humo.

—Todos lo tendremos que hacer, señora —recalcó Nieves.

—¿Quién se va a encargar de llamar al electricista que venga a cambiar el cableado? —pregunto Angelita, la hermana pequeña de Pepita.

—Si quieren puedo hacerlo yo —se ofreció Damián—. Conozco a varios técnicos que nos lo harán rápido y a buen precio, trabajo bastante con ellos.

Todos estuvieron de acuerdo, mientras oían murmurar a Nieves, que no veía la razón de tanta prisa.

—Señora, esta vez el fuego ha afectado a mi almacén, quizá mañana le toque a su piso. —Se le encaró Carla.

La mujer fue recorrida por un estremecimiento.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió con mala cara.

Damián subió a su casa, desde allí haría las gestiones pertinentes.

—Llamad todos a los seguros, que os vengan a poner una puerta nueva, y que sea hoy —les recordó Carla.

Asintiendo, todos se fueron a sus pisos.

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Capítulo 3

Izan Cruz hacía un año que se había instalado en Tarragona, donde lo des

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