Haunting Adeline

H.D. Carlton

Fragmento

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PRÓLOGO

Las ventanas de mi casa tiemblan por la fuerza de los truenos que retumban en la oscuridad. A lo lejos se ven algunos relámpagos, que iluminan el cielo. En ese instante, los pocos segundos de luz cegadora dejan ver al hombre que está de pie fuera junto a mi ventana. Observándome. Observándome como siempre.

Reacciono por inercia, como ocurre en todas las ocasiones. Se me para el corazón durante un segundo y luego se me acelera, se me entrecorta la respiración y me empiezan a sudar las manos. Da igual cuántas veces lo haya visto, siempre me provoca la misma reacción.

Miedo.

Y excitación.

No sé por qué me excita. Debo de tener algún problema. No es normal que un calor líquido me recorra las venas dejando un cosquilleo abrasador detrás de sí. Ni que mi mente se ponga a reflexionar sobre cosas en las que no tendría que pensar.

¿Me ve ahora? ¿Con una camiseta de tirantes fina que me marca los pezones? ¿Verá los pantalones cortos que apenas me tapan el culo? ¿Le gusta lo que ve?

Por supuesto que sí.

Por eso me observa, ¿no? Por eso regresa cada noche, con unas miradas lascivas más y más atrevidas con el paso de los días mientras yo lo desafío en silencio, esperando que se acerque más para que así tenga un motivo para atravesarle el cuello con un cuchillo.

La verdad es que me da miedo. No, en realidad me aterra.

Sin embargo, el hombre que hay al otro lado de la ventana me hace sentir como si estuviera sentada en una sala oscura, iluminada únicamente por el brillo proveniente del televisor, donde se emite una película de terror. Es escalofriante y lo que quiero hacer es esconderme, pero a la vez hay una parte de mí misma que hace que me mantenga quieta exponiéndome ante el horror. Una parte de mí misma que le ve una sutil excitación a todo esto.

El cielo vuelve a oscurecerse y los relámpagos se alejan cada vez más.

Se me continúa acelerando la respiración. Yo no lo veo, pero él a mí sí.

Aparto los ojos de la ventana y me giro para mirar detrás de mí, hacia el interior de mi casa sombría, paranoica por si ha conseguido entrar de alguna manera. Por mucho que las sombras se adentren en Parsons Manor, el suelo blanco y negro a cuadros parece que siempre queda a la vista.

Heredé la casa de mis abuelos. Mis bisabuelos construyeron esta propiedad victoriana de tres plantas a principios de la década de 1940 con sangre, sudor y lágrimas, y la vida de cinco obreros.

Según la leyenda —o, más bien, según mi abuela—, hubo un incendio en la casa y murieron cinco hombres mientras estaban trabajando en la estructura de la vivienda. No he sido capaz de encontrar ningún artículo sobre esta desgracia, pero las almas que acechan la casa rezuman desesperación.

Mi abuela siempre contaba historias grandilocuentes que hacían que mis padres pusieran los ojos en blanco. Mamá nunca se creía nada de lo que decía, pero me parece que es porque simplemente no quería hacerlo.

Algunas noches oigo pasos. Podrían ser de los fantasmas de los obreros que murieron en ese trágico incendio hace ochenta años, o podrían ser de la sombra que está fuera de la casa.

Observándome.

Observándome como siempre.

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CAPÍTULO 1

La manipuladora

A veces tengo algunos pensamientos muy oscuros sobre mi madre, pensamientos que ninguna hija cuerda debería tener.

Pero a veces no estoy muy cuerda.

—Addie, no seas ridícula —dice mamá por el altavoz del móvil.

Me quedo mirando el aparato como respuesta, me niego a discutir con ella. Como no digo nada, mamá suspira profundamente y yo hago una mueca con la nariz. Es increíble que esta mujer siempre dijera que mi abuela era dramática, pero que ella no vea su propio don para el dramatismo.

—Que tus abuelos te dejaran la casa en herencia no significa que tengas que vivir allá de verdad. Es vieja y le haríamos un favor a toda la ciudad si la demoliésemos.

Golpeo la cabeza contra el reposacabezas y pongo los ojos en blanco intentando encontrar la paciencia en el techo manchado de mi coche.

¿Cómo he conseguido ensuciarlo de kétchup?

—Y que a ti no te guste no significa que yo no pueda vivir en la casa —replico fría.

Mi madre es una zorra. Así de claro. Siempre ha estado amargada, pero, por mucho que lo intente, no consigo entender por qué.

—¡Estarás a una hora de nosotros! No te resultará nada práctico venir a vernos, ¿no?

«Ay, ¿cómo sobreviviré?».

Estoy bastante segura de que mi ginecóloga también está a una hora en coche, pero igualmente hago el esfuerzo de ir a verla una vez al año. Y esas visitas son mucho más dolorosas.

—No —contesto, harta de esta conversación. Cuando hablo con mamá, mi paciencia solo aguanta sesenta segundos. Después de ese tiempo, ya he llegado a mi límite y no tengo ningunas ganas de esforzarme para que la conversación fluya.

Si no es una cosa, es otra. Siempre consigue encontrar algo de lo que quejarse. En esta ocasión es que he decidido vivir en la casa que he heredado de mis abuelos. Me crie en Parsons Manor y de pequeña corría por los pasillos junto con los fantasmas y hacía galletas con mi abuela. Tengo buenos recuerdos de esta casa, recuerdos que me niego a dejar de lado solo porque mamá no se llevaba bien con su madre.

Nunca he entendido la tensión entre las dos mujeres, pero a medida que fui creciendo empecé a comprender el sarcasmo mordaz y los insultos disimulados de mamá, y todo cobró más sentido.

Mi abuela tenía una actitud positiva y alegre ante la vida y lo veía todo con unas gafas de color rosa. Siempre sonreía y tarareaba alguna canción, mientras que mamá está condenada a tener el ceño fruncido permanentemente y ve la vida como si las gafas se le hubieran hecho añicos cuando la sacaron de la vagina de mi abuela. No sé por qué su personalidad nunca se ha desarrollado más que si fuera un puercoespín; en ningún momento la educaron para convertirse en una zorra gruñona.

Cuando yo era pequeña, mamá y papá tenían una casa que estaba a menos de dos kilómetros de Parsons Manor. Mamá apenas me aguantaba, así que me pasé la mayor parte de mi infancia en esta casa. No fue hasta que empecé la universidad que mamá se mudó a otra localidad a

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