CHULETA DE JUGADAS:
Papel que el mariscal de campo lleva en la muñequera para
consultar fácilmente las jugadas que el equipo va a realizar.
1

Bree
Evitar que se te caigan dos tazas de café ardiendo y una caja de dónuts mientras estás intentando abrir una puerta principal no es tarea fácil. Pero como soy la mejor amiga que una persona podría desear, lo que le recordaré a Nathan en cuanto entre en su piso, lo consigo.
Siseo cuando, al girar la llave, una salpicadura de café que sale disparada por el agujerito de la tapa me cae en la muñeca. Tengo la tez clara, por lo que hay un millón por ciento de probabilidades de que me deje una marca rojísima.
En cuanto pongo un pie en el piso de Nathan —que, en realidad, no debería llamarse piso porque tiene el tamaño de cinco pisos grandes unidos entre sí—, su conocida fragancia limpia y fresca me arrolla como un autobús. Conozco tanto este olor que creo que podría seguirlo como un sabueso si alguna vez Nathan desapareciera.
Con el talón de mi deportiva, cierro de golpe la puerta principal con el entusiasmo suficiente para advertir a Nathan de que estoy aquí. ¡ATENCIÓN, MARISCALES DE CAMPO SEXIS! ¡TAPAOS LAS VERGÜENZAS! ¡HAY UNA MUJER DE OJOS LASCIVOS EN CASA!
Se oye un grito agudo en la cocina y frunzo el ceño de inmediato. Echo una ojeada dentro y veo a una mujer con un pijama de pantalón corto, color rosa pálido, apretujada contra el rincón más alejado de la encimera de mármol blanco de la cocina. Sujeta un cuchillo de carnicero contra su pecho. Nos separa una isla inmensa, pero por la forma en que los ojos se le salen de las órbitas, cabría pensar que yo le estoy presionando con otro igual en la yugular.
—¡NO TE ACERQUES MÁS! —chilla, y yo entorno al instante los ojos preguntándome por qué tiene que ser tan chillona. Da la impresión de que lleva puesta una pinza de la ropa en el puente de la nariz y de que acaba de inhalar un globo entero lleno de helio.
Levantaría las manos para no morir acuchillada, pero voy cargada con cosas para desayunar; cosas para mí y para Nathan, no para la señorita Chillona. Pero este no es mi primer rodeo con una de las novias de Nathan, de modo que hago lo que hago siempre y sonrío a Kelsey. Y sí, sé su nombre porque, aunque ella finge no acordarse de mí cada vez que nos vemos, lleva ya unos meses saliendo con Nathan y hemos coincidido en varias ocasiones. No tengo ni idea de cómo pasa Nathan el tiempo con esta mujer. Parece todo lo contrario del tipo de persona que yo elegiría para él; como todas.
—¡Kelsey! Soy yo, Bree, ¿recuerdas? —«La mejor amiga de Nathan desde el instituto. La mujer que estaba aquí antes que tú y que seguirá aquí después de ti. ¡¿ME RECUERDAS?!».
Suelta un gran resoplido de alivio y relaja los hombros.
—¡Dios mío, Bree! Me has dado un susto de muerte. Creí que eras una acosadora que se había colado aquí de algún modo. —Deja el cuchillo, arquea una de sus cejas perfectamente cuidadas y murmura en voz no demasiado baja—. Aunque, bien mirado…, es lo que vienes a ser.
La miro con los ojos entrecerrados y una sonrisa tensa.
—¿Se ha levantado ya Nathan?
Son las seis y media de la mañana de un martes, por lo que tengo la certeza de que ya está despierto. Cualquier novia de Nathan sabe que, si quiere verlo ese día, tiene que despertarse tan pronto como él. Este es el motivo por el que Kelsey, la del pijama de satén, está en la cocina con aspecto de cabreada. Nadie valora la mañana como Nathan. Bueno, salvo yo; a mí también me encanta. Pero somos más bien raros.
Kelsey gira despacio la cabeza hacia mí con sus delicados ojos azul cielo encendidos de odio.
—Sí. Está en la ducha.
«¿Antes de que vayamos a correr?».
Kelsey me mira como si le supiera mal tener que ampliar la respuesta.
—Hace unos minutos me choqué sin querer con él al entrar en la cocina. Él llevaba su batido de proteínas en la mano y… —Hace un gesto de fastidio para dejar que termine el relato por ella: «Le tiré el batido encima a Nathan». Creo que la está matando admitir que ha hecho algo humano, así que me apiado de ella y me vuelvo para dejar la caja de dónuts en la absurdamente grande isla central.
La cocina de Nathan es fantástica. Está diseñada en tonos monocromos de crema, negro y metálico, y dispone de un amplio ventanal con vistas al océano. Es mi lugar favorito para cocinar y exactamente lo opuesto a mi caja de cerillas situada a cinco manzanas de aquí. Pero esa caja de cerillas está al alcance de mi bolsillo y cerca de mi estudio de ballet, por lo que, en general, no me puedo quejar.
—Seguro que no es para tanto. Nathan nunca se enfada por cosas como esta —digo a Kelsey, ondeando mi bandera blanca una última vez.
—Eso ya lo sé —dice empuñando su espada de samurái y haciéndola trizas.
«Entendido».
Doy un primer sorbo al café y dejo que me haga entrar en calor bajo la mirada gélida de Kelsey. Solo queda esperar a que Nathan aparezca y podamos seguir con nuestra tradición de los martes. Se remonta a nuestro primer año de bachillerato. Por aquel entonces yo era más bien una autodesignada solitaria, no porque no me gustara la gente o relacionarme con ella, sino porque vivía solo para el ballet. Mi madre solía animarme a saltarme la danza de vez en cuando para ir a una fiesta y estar con mis amigos. «Los días de poder ser simplemente una cría y divertirte no durarán toda la vida. El ballet no lo es todo. Es importante crearse una vida también fuera de él», me dijo en más de una ocasión. Y, por supuesto, como la mayoría de adolescentes obedientes…, no le hice ni caso.
Entre bailar y trabajar después de las clases en un restaurante, no tenía amigos, la verdad. Pero entonces llegó él. Como quería aumentar mi resistencia, empecé a ir a correr en la pista de nuestro colegio antes de clase, y el único día que podía combinármelo sin problemas era los martes. Una mañana me presenté y me asombró ver que ya había otro alumno corriendo. Y no cualquier alumno, sino el capitán del equipo de fútbol americano; el señor Cachas Buenorronson. Nathan no tuvo una fase difícil; a los dieciséis tenía el aspecto de un chico de veinticinco. De lo más injusto.
Se supone que los deportistas son maleducados, machistas, engreídos. Nathan, no. Me vio con mis zapatillas desgastadas, el cabello rizado recogido en el moño más burdo que jamás se haya visto, y dejó de correr. Se me acercó, se presentó con su inmensa sonrisa distintiva y me preguntó si quería correr con él. Hablamos todo el rato, convertidos al instante en mejores amigos con muchas cosas en común a pesar de nuestros orígenes distintos.
Sí, lo adivinaste: procede de una familia rica. Su padre es el director general de una empresa tecnológica y jamás mostró demasiado interés en Nathan, a no ser que estuviera presumiendo de él ante sus colegas de trabajo en el campo de golf, y su madre se limitaba a estar ahí y a insistirle en que llegara a lo más alto y la pusiera en el candelero con él. Siempre tuvieron dinero, pero lo que no tuvieron hasta que Nathan triunfó era prestigio social. Por si todavía no te has dado cuenta, no soy demasiado fan de sus padres.
Bueno, así es cómo empezó nuestra tradición de los martes. ¿Y el momento exacto en que me enamoré de Nathan? Puedo precisar el segundo en que sucedió.
Cuando estábamos dando la última vuelta aquel primer día, me sujetó la mano. Tiró de mí para que me detuviera y se agachó delante de mí para anudarme los cordones de la zapatilla. Podría haberme dicho simplemente que los llevaba desatados, pero no; Nathan no es así. Da igual quién eres tú o lo famoso que es él; si llevas los cordones de la zapatilla desatados, él te los ata. Nunca he conocido a nadie así. Me volví loca por él desde el primer día.
Los dos estábamos decididos a triunfar, a pesar de lo jóvenes que éramos. Él siempre supo que acabaría en la NFL y yo sabía que iría a la Juilliard y que después acabaría bailando en una compañía. Uno de esos sueños se hizo realidad, y el otro, no. Por desgracia, perdimos el contacto en la universidad —de acuerdo, yo hice que perdiéramos el contacto—, pero el azar quiso que me trasladara a Los Ángeles después de graduarme, cuando una amiga me habló de otra amiga que quería contratar a una profesora auxiliar en su estudio de danza, justo cuando Nathan firmaba un contrato con Los Angeles Sharks y se mudaba también a esta ciudad.
Nos encontramos por casualidad en una cafetería, me preguntó si querría ir a correr con él el martes por los viejos tiempos, y lo demás es historia. Retomamos nuestra amistad como si no hubiera pasado el tiempo y, desafortunadamente, mi corazón seguía latiendo por él como antes.
Lo curioso es que no era de prever que Nathan lograra ascender tanto en su carrera como ha hecho. No, Nathan Donelson fue elegido en la séptima ronda del Draft, evento en el que se recluta a deportistas universitarios, y, de hecho, calentó el banquillo como mariscal de campo suplente dos años enteros. Pero jamás se desanimó. Trabajó más, se entrenó más, y se aseguró de estar preparado por si alguna vez llegaba el momento de tener que saltar al terreno de juego, porque así es como Nathan se lo plantea todo en la vida: esforzándose al cien por cien.
Y, entonces, un día, todo eso tuvo su recompensa.
El anterior mariscal de campo titular, Daren, se rompió el fémur en el terreno de juego durante un partido y tuvieron que hacer entrar a Nathan. Si cierro los ojos, todavía veo ese momento. Una camilla llevándose del campo a Daren. El coordinador defensivo corriendo por la banda hacia Nathan. Nathan levantándose como un rayo del banquillo y escuchando las instrucciones del coordinador. Y entonces, justo antes de ponerse el casco y entrar en el campo para lo que pasaría a la historia como el inicio de su carrera, Nathan alzó los ojos hacia la grada buscándome a mí. (Por aquel entonces no tenía palco privado). Yo me levanté, establecimos contacto visual, y Nathan parecía a punto de potar. Hice lo que sabía que lo ayudaría a relajarse: esbocé una mueca estrafalaria y saqué la lengua de costado.
Una sonrisa le iluminó la cara y, después, lideró el equipo de tal forma que jugó el mejor partido de la temporada. Nathan pasó a ser el mariscal de campo titular durante el resto del año y llevó a los Sharks a la Super Bowl, donde se alzaron con la victoria. Esos meses fueron un torbellino para él. De hecho, lo fueron para ambos, porque ese fue el año en que yo pasé de ser simplemente profesora en un estudio de danza a ser dueña del estudio.
He venido aquí hoy para ir a correr con Nathan y como ayer por la noche no jugó a su mejor nivel, sé que esta mañana correrá extrafuerte. Su equipo ganó igualmente el partido —y accedió oficialmente a los playoffs, las eliminatorias para la Super Bowl, ¡viva!—, pero le interceptaron dos lanzamientos, y como Nathan es un perfeccionista en lo que se refiere a…, bueno, a todo, sé que andará por aquí dando tumbos como un oso con un tarro de miel vacío.
La voz aguda de Kelsey me saca de mi nostalgia.
—Sí, bueno, no te lo tomes a mal…, pero ¿qué haces aquí?
Cuando dice «no te lo tomes a mal» quiere decir «no te lo tomes nada bien, porque mi intención es soltarte algo extraviperino». Ojalá se portara así delante de Nathan. Cuando él nos ve, es de lo más dulce.
Le dirijo mi sonrisa más risueña, negándome a permitir que me robe la alegría tan temprano.
—¿Qué parece que hago aquí?
—Comportarte como una acosadora repugnante que está secretamente enamorada de mi novio y que se cuela en su casa para llevarle el desayuno.
Bueno, este es el problema. Kelsey dice las palabras «mi novio» como si fueran cartas ganadoras, como si acabara de lanzarlas a la mesa y yo tuviera que soltar un grito ahogado y taparme la boca con las manos, asombrada. «¡Dios mío! ¡Ha ganado!».
Poco se imagina que su carta es el equivalente a un cinco de tréboles solitario. En la vida de Nathan las novias vienen y van como si fueran dietas milagro. Yo, en cambio, estaba aquí mucho antes que la hipócrita de Kelsey, y estaré aquí mucho después, porque soy la mejor amiga de Nathan. Soy yo quien ha estado a su lado en todo momento, y él ha estado a mi lado en todo momento: la fase de aspecto desgarbado en el instituto —mía, no suya—, el día de su fichaje para el fútbol universitario, el accidente de coche que me cambió totalmente el futuro, cada virus estomacal de los últimos seis años, el día que asumí la propiedad del estudio de danza y el instante en que le llovía confeti después de que su equipo ganara la Super Bowl.
Pero, y esto es lo MÁS importante, yo soy la única persona en todo el mundo que sabe cómo se hizo la cicatriz de cinco centímetros que tiene justo debajo del ombligo. Te daré una pista: es embarazoso y tiene que ver con un calentador de cera para depilarse en casa. Te daré otra pista: yo lo desafié a hacerlo.
—¡Sí! —digo con una sonrisa exagerada—. Podría decirse así. Acosadora que está secretamente enamorada de Nathan. Esa soy yo, desde luego.
Los ojos casi se le salen de las órbitas porque creía que eso me fastidiaría de verdad. «¡No puedes hacerme daño con la verdad, Kels!». Bueno, salvo por lo de acosadora.
Me vuelvo y espero a Nathan. Hubo un tiempo en mi vida en el que intentaba hacerme amiga de las novias de Nathan. Ya no. No le gusto a ninguna. Da igual lo que haga para ganarme su cariño, están predispuestas a detestarme. Y lo pillo, en serio. Me consideran una seria amenaza. Pero es aquí donde la historia se vuelve triste.
No lo soy.
Todas ellas tienen a Nathan de una forma que yo nunca podré.
—¿Sabes qué? —suelta, intentando captar de nuevo mi atención—. Podrías irte y ahorrarte el mal rato. Porque cuando Nathan salga, tengo la firme intención de pedirle que te diga que te largues. Hasta ahora he tenido paciencia, pero el modo en que te portas con él es superextraño. Estás siempre aferrada a él como un trozo pegajoso de papel higiénico.
Procuro no parecer demasiado condescendiente cuando asiento dirigiéndole una sonrisa de superioridad del tipo «claro que sí, bonita». Porque esto es lo que olvidé mencionar antes: no soy ninguna amenaza para estas mujeres… hasta que le hacen elegir. Entonces, soy más amenazadora que una bomba. Puede que no duerma en la cama de Nathan, pero tengo su lealtad; y para Nathan, no hay nada más importante que eso.
Kelsey se mofa y cruza los brazos. Estamos enzarzadas en una buena pelea de expresiones aterradoras cuando la voz de Nathan retumba en la habitación que está detrás de mí.
—Ummm, ¿huelo café y dónuts? Eso quiere decir que Quesito Bree está aquí.
Lanzo una sonrisa no demasiado sutil a Kelsey. Una sonrisa vencedora.
2

Bree
Nathan entra en la cocina vistiendo unos pantalones cortos de deporte negros y sin camisa. Su torso moreno y cincelado, que solo podría pertenecer a un atleta profesional, está totalmente a la vista, y su cinturón de Adonis está guiñando el ojo y haciendo sonrojar a todo el mundo. Lleva el pelo mojado y reluciente y tiene la parte superior de los hombros algo rosada debido al agua caliente. Este es su aspecto «recién salido de la ducha» y, por más veces que lo haya visto, siempre me deja sin habla.
Lleva una toalla en la mano y se está frotando con ella su increíble cabello color chocolate. Esa afortunada toalla se está riendo tontamente de alegría. El pelo de Nathan es tan ondulado y delicioso que le ha valido un contrato de patrocinio de cinco millones de dólares con una lujosa marca de cuidados capilares para hombre. Después de que se emitiera el primer anuncio, en el que se veía a Nathan llevando en la mano esa botella de champú al salir de la ducha del vestuario con una toalla atada a la cintura y gotitas de agua aferradas a sus tersos músculos, multitud de mujeres fueron corriendo a la tienda a hacerse con esa marca con la esperanza de que convirtiera mágicamente a su pareja en Nathan. Querían que, como mínimo, su pareja oliera como Nathan. Pero hay otro secreto que solo sé yo: el pelo de Nathan no huele a ese champú porque él prefiere una marca blanca barata que va en botella verde y que lleva usando desde los dieciocho.
—Pensé que podrías necesitar esto —digo, dando a Nathan un humeante café para llevar de nuestro local favorito, situado a unas manzanas de distancia. Abro la caja de dónuts como si fuera el cofre de un tesoro. Los dónuts relucen bajo la luz. ¡Tachán!
Nathan gime y ladea la cabeza con un amago de sonrisa en la comisura de los labios mientras lanza la toalla a la encimera.
—Creía que hoy me tocaba a mí comprar el café y los dónuts. —Saca uno con glaseado de arce y se agacha para darme un besito rápido en la mejilla como hace siempre. Totalmente platónico. Fraternal.
—Sí, pero esta mañana me he despertado supertemprano con un calambre en la pantorrilla y no he podido volver a dormirme, de modo que he ido yo a comprarlos. —Espero que se trague mi mentirijilla.
Lo cierto es que no he podido dormir porque ayer por la noche rompí con mi novio y me da pavor contárselo a Nathan. ¿Por qué? Porque sé que me hará un montón de preguntas hasta averiguar cuál es la verdadera causa de la ruptura. Y Nathan no puede saber que he roto con Martin porque Martin no es él.
Quizá si hubiera entrecerrado los ojos, me hubiera tapado los oídos y hubiera sacudido la cabeza de un lado a otro, podría haberme persuadido a mí misma de que era él. Pero ¿quién quiere vivir así? No es justo para mí ni para Martin. Así que ahora el objetivo es encontrar un hombre que me atraiga más que Nathan. Lo que estoy buscando es una verdadera lámpara antimosquitos hecha hombre. Esta vez no voy a conformarme con nada que no sea un enamoramiento total y absoluto.
—Seguramente tendrías que haberte comido un plátano ayer por la noche, antes de acostarte —comenta Nathan arqueando una de sus pobladas cejas.
—Sí, sí —digo con los ojos entornados—, pero mi respuesta sigue siendo la misma: no soporto los plátanos. Son muy blandos, y saben a… plátano.
—Es igual. Está claro que tienes el potasio…
Kelsey carraspea y es entonces cuando observamos lo fruncido que tiene el entrecejo.
—Perdona, ¿no te resulta extraño que ella esté aquí a las seis y media de la mañana con café y dónuts cuando tú tienes a tu novia en casa?
De nuevo la palabra que empieza por ene. Y sí, de acuerdo, tal vez tendría que haberme dado cuenta de que Kelsey estaría aquí esta mañana y haber esperado a que Nathan se reuniera conmigo trayendo él el café y los dónuts. Culpa mía. A veces se me olvida que Nathan y yo no tenemos una amistad precisamente normal que digamos.
Nathan carraspea un poco.
—Lo siento, Kelsey, creía que recordabas que los martes salgo siempre a correr con Bree.
—Sí. —Arrastra la ese con los ojos entornados—. Cómo iba a olvidarme si pasa TODOS LOS MARTES SIN FALTA. Literalmente la única mañana que tienes libre durante la temporada.
Tiene visos de ser una conversación privada en la que yo no debería estar presente. De hecho, podría decirse que estoy de acuerdo con ella. Es raro que Nathan y yo seamos tan buenos amigos. He intentado muchas veces quitarme de en medio para que él pudiera pasar más tiempo con su novia, pero nunca me lo permite. Ahora bien, si yo fuera su novia, marcaría mucho el terreno a la hora de compartir el tiempo libre.
En la NFL los martes son días de fiesta para casi todos los equipos. Pero esta es la clave del éxito que no todos los jugadores conocen: los mejores van al campo de entrenamiento también en sus días libres. Usan este tiempo adicional para concentrarse en sus debilidades, van a ver a los fisioterapeutas, revisan las cintas de partidos anteriores, cualquier cosa que los ayude a aventajar a los demás. Nathan jamás descansa los martes, solo empieza un poco más tarde para que podamos ir a correr juntos por la mañana.
—¿No puedes tomarte, aunque solo sea esta mañana? —Kelsey pronuncia de forma exagerada cada palabra, y no sé cómo Nathan soporta su voz.
Nathan frunce el ceño y cruza los brazos. Me gustaría largarme sigilosamente de la habitación porque sé lo que va a pasar a continuación.
—Pues no, la verdad. Tengo que ir a correr para olvidarme del mal partido que jugué ayer antes de ir a entrenar hoy.
—¿Mal partido? —repite Kelsey boquiabierta—. ¡Pero si ganaste, cielo! ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Dos intercepciones —decimos Nathan y yo al unísono.
Arrea. Eso no le ha gustado a Kelsey. Entrecierra tanto los ojos que apenas se le ven.
—¡Qué bonito! ¿Ves lo que quiero decir? Esto no es una amistad normal. ¿Y sabes qué? Estoy harta de competir con lo que quiera que sea. Vas a tener que —¡no lo digas, Kelsey!— elegir. O ella o yo.
Parpadea varias veces y yo me giro para darle algo de privacidad en este momento de pérdida. «Queridos hermanos, estamos hoy aquí reunidos para llorar el final de la minúscula, insignificante relación de Nathan y Kelsey».
—Kelsey…, ya te dije de antemano que ahora mismo no buscaba nada serio, y tú dijiste que te parecía bien… —Nathan se detiene.
Dios mío, me sabe mal por él, de verdad. No soporta decir a una chica que está cortando con ella, porque es como un oso de peluche gigantesco. Ojalá pudiera hacerlo yo por él, pero tengo la impresión de que me estamparían una sartén de hierro fundido en la cara.
—¡¿Lo estás diciendo en serio?! —chilla Kelsey—. ¿La estás eligiendo a ella en lugar de a mí?
Vaya, no me gusta su tonito.
—Sí —contesta Nathan, impertérrito.
Kelsey está que echa chispas.
—¡Pues no pretendas que me crea que no te acuestas con ella!
—No lo hace, créeme —suelto. Y, como me preocupa que me haya salido con demasiada amargura, añado—: De verdad. Solo somos amigos. Haríamos una pareja horrible. Somos más bien como hermanos. —Puaj, eso me ha dejado mal sabor de boca.
Nathan inclina el mentón hacia mí y tarda un segundo, pero acaba sonriendo.
—Sí, nosotros nunca hemos… —se le apaga la voz y veo que traga saliva con fuerza porque le cuesta imaginarnos siquiera juntos de ese modo— sido amigos con roce.
Nunca. Ni una sola vez. Nada. Jamás. Un besito en la mejilla es lo más cerca que he estado de tener algo de acción con Nathan, por eso sé que no le gusto. Un hombre que está loco por una mujer no se pasa seis años seguidos viendo pelis sin tocarla. Y Nathan y yo nunca nos hemos tocado.
Por eso ahora me esfuerzo todo lo que puedo en demostrarle que se me da MUY BIEN lo de ser amigos. Porque, la verdad, se me da muy bien. ¿Me encantaría casarme con él y tener sus corpulentos y musculosos hijos? Sí. Sin pensármelo. Pero no está escrito, y no pienso arruinar nuestra amistad enrareciendo las cosas, dejando que descubra que se me cae la baba por él cuando él ya tiene a medio marcar el número de teléfono de la siguiente modelo con la que planea salir.
El principal problema es que sé que, si le dijera lo que realmente siento, me seguiría la corriente porque le importo de verdad como amiga. Lo intentaría con todas sus fuerzas, puede que saliera conmigo unas semanas, pero, después, me dejaría por alguien con quien sí tuviera química y yo me quedaría sin mi mejor amigo. No vale la pena.
Sí, estoy bien así.
Con el tiempo encontraré a alguien que sea tan genial como Nathan.
Puede que no…
—Vale. Muy bien, pues disfrutad de vuestra extraña amistad. Porque yo me largo. —Kelsey se detiene un instante, pero no oigo pasos. Creo que está esperando a que él la detenga. La situación es violenta para todos—. Hablo en serio. Me largo ya. Saldré por esa puerta para no volver jamás, Nathan.
«¡Nooo, no te vayas!», pienso sin ninguna sinceridad.
Y entonces se marcha furiosa. Nathan se dirige hacia la puerta, diciendo algo sobre el hecho de que todavía va en pijama y que quizá tendría que recoger antes sus cosas. Ella le dice que se las haga llegar él porque no soporta verlo ni un segundo más. Un dramón.
Oigo cerrarse la puerta de golpe y doy un puntapié al aire. «¡Hasta nunca!». También saco el móvil y mensajeo a mi hermana mayor.
Yo
Otra que muerde el polvo. ¡Kelsey ya es historia!
Lily
Ha durado más de lo que me esperaba.
Yo
Es decir, demasiado.
Lily
¡Sé amable! Nathan podría estar triste.
Yo
Ummm… Yo siempre soy amable, gracias.
Lily
Me apuesto algo a que estás esbozando una sonrisa escalofriante.
Cuando finalmente Nathan regresa a la cocina, frunzo el ceño con sinceridad, lo que demuestra que Lily estaba equivocada.
—Lo siento, amigo.
—No, no lo sientes —replica con una risita mientras apoya la cadera desnuda en la encimera.
Ojalá llevara más ropa puesta. Resulta doloroso tener que mirar algo tan hermoso sin poder tocarlo nunca. La piel de Nathan es como la caliente arena dorada de una playa exótica, envuelta en una silueta ondulante que te hace sentir deshidratada al instante. Su físico perfectamente moldeado es el motivo de que fuera nombrado el Hombre Vivo Más Sexy e incluido en la portada del número especial de Pro Sports Magazine, donde destacan y homenajean las distintas condiciones físicas de los deportistas profesionales y lo que tienen que hacer para conservar su cuerpo en plena forma. Es una página elegante, con manos y muslos colocados estratégicamente para tapar las partes más importantes. Pero, sí, Nathan estaba totalmente desnudo en esa revista. Y aunque tengo cinco ejemplares, jamás he sido capaz de mirar el interior —la portada solo lo muestra de cintura para arriba—. Existen ciertos límites que no se pueden cruzar como amigos. La desnudez es uno de ellos.
Tomo un dónut y me lo meto en la boca para no sonreír.
—¡No! Lo digo de verdad. Kelsey parecía… divertida.
—Le sacaste la lengua en el palco ayer por la noche.
—¡Caray! ¿Saben los Vengadores lo de tu visión sobrehumana?
Nathan sonríe y alarga la mano para tirarme de la despeinada cola de caballo.
—¿Se portaba mal contigo Kelsey cuando yo no estaba delante? Sé sincera.
Nathan tiene los ojos negros. No de color chocolate, ni castaños. De un espectacular negro azabache. Y cuando se concentran en mí de este modo, tengo la sensación de estarme asfixiando. Como si no pudiera escapar de su intensidad por más que quisiera.
Me encojo de hombros y doy un sorbo a mi café.
—No era de lo mejor, pero no pasa nada.
—¿Qué te decía?
—Da igual.
—Bree —insiste, acercándose unos centímetros a mí.
—Nathan, ¿lo ves? Yo también sé hacerlo.
Está callado, pensativo, y hay apenas quince centímetros de separación entre nuestros pechos.
—Siento si te ha hecho sentir mal. Si me hubiera dado cuenta de que era así contigo, habría roto con ella hace mucho.
Un rinconcito de mi corazón suspira. Si le importa tanto que yo forme parte de su vida, ¿por qué no se siente atraído por mí? No. Ni hablar. No voy a ir por ahí. Me niego a ser esa chica. Somos amigos y estoy contenta con eso. Doy gracias a Dios por eso. Y quizá, algún día, la vida ponga en mi camino a un hombre que me ame tanto como yo lo amo a él. Sea como sea, ahora mismo estoy bien.
—Bueno, tampoco puede decirse que yo facilitara las cosas. Seguramente no tendría que haber venido aquí tan temprano ni entrado con mi llave. —Doy un gran mordisco a mi dónut de chocolate—. Tendría que establecer mejores límites.
—Seguramente —responde, sonando de lo más serio. Pero cuando alzo los ojos hacia los de él, está sonriendo de oreja a oreja, con el hoyuelo derecho marcado y todo.
Le doy un empujoncito amistoso en el brazo.
—¿Qué? En ese caso, tal vez tendría que quitarte la llave de mi piso. Para establecer ahí algunos límites.
Da el último mordisco a su dónut, con la sonrisa aún en los labios.
—Buena suerte. Nunca voy a devolvértela. —Su brazo roza el mío cuando pasa a mi lado, y me pregunto si estaría rebasando esos límites si me pegara a su cuerpo como una lapa.
Creo que necesito ir a correr más que él, y por motivos totalmente diferentes.
3

Nathan
Sudados y cansados de haber ido a correr, Bree y yo nos dejamos caer en el suelo, delante de mi enorme sofá blanco. A la izquierda tengo una lujosísima vista panorámica del océano, pero a la derecha me espera la vista que daría mi alma por contemplar todos los días durante el resto de mi vida. Evidentemente, Bree no sabe que siento esto por ella.
Le doy unos golpecitos con los nudillos en la rodilla, justo al lado de la cicatriz irregular que cambió el rumbo de toda su vida.
—¿Qué haces después? ¿Quieres almorzar conmigo en el CalFi?
CalFi es el estadio de mi equipo. Desde hace poco cuenta con unas instalaciones adicionales de entrenamiento donde ejercitamos y trabajamos durante la semana, y que incluyen una cafetería en la que prestan sus servicios algunos de los mejores chefs del momento. Y, por si te lo estás preguntando, yo soy un cachorrillo excesivamente entusiasta, suplicando a Bree que juegue conmigo, que siempre juegue conmigo.
Vuelve la cabeza de modo que fija sus delicados ojos castaños en los míos. Bree tiene el cabello rizado, largo y rebelde, color castaño miel, y una preciosa boca ancha con hoyuelos del tamaño de mi pulgar a cada lado. Tiene una sonrisa a lo Julia Roberts, tan única y despampanante que, una vez la has visto, ninguna otra sonrisa se le acerca siquiera. Con las cabezas recostadas en el sofá, nuestras frentes casi se tocan. Quiero acercarme a ella un centímetro más. Dos centímetros. Quiero sentir sus labios.
—No puedo. Hoy tengo una clase de movimiento creativo para peques a las once.
—Nunca das clase los martes por la mañana —replico con el ceño fruncido.
—Sí, bueno —dice, encogiéndose de hombros—. He tenido que añadir otra clase por la mañana dos veces a la semana para cubrir el alquiler del estudio. El casero se puso en contacto conmigo el mes pasado y me dijo que los impuestos sobre los bienes inmuebles han vuelto a subir, por lo que tenía que aumentarme doscientos dólares el alquiler.
Trata de levantarse, pero la sujeto por la parte trasera de su camiseta con espalda en T y tiro de ella hacia abajo para que siga a mi lado. Esto ha estado al borde del coqueteo, y cuando me mira con los ojos desorbitados, sé al instante que ha sido una mala decisión. Retomo enseguida la conversación para disimular:
—Ya das demasiadas clases a la semana.
Bree tiene empleada en su estudio a otra profesora, que enseña claqué y jazz, pero la verdad es que necesita incorporar a otra para ayudarla con el volumen de trabajo. Su estudio funciona más bien sin ánimo de lucro, pero sus gastos generales no lo reflejan porque todos los locales de Los Ángeles son enormemente caros. Es injusto porque en esta ciudad una gran parte de sus habitantes es de renta baja y tiene pocos recursos, y sus necesidades se pasan por alto. El deseo de Bree ha sido siempre ofrecer un lugar a niñas que, de otro modo, no podrían recibir formación de danza, así que les permite asistir a su estudio a un coste mínimo para sus familias.
El problema es que la enseñanza es demasiado barata para su modelo actual de negocio. Ella lo sabe, pero se siente atrapada, y yo no puedo soportar que la solución que elige para el problema sea dar más clases y dedicar más horas para cubrir el déficit en lugar de aceptar mi dinero.
—Doy la cantidad normal de clases de un profesor medio —asegura en un tono impersonal de advertencia. El tono de advertencia de Bree, sin embargo, resulta tan amenazador como el de un conejito de dibujos animados. Le centellean los ojos, lo que hace que la quiera más.
Suavizo la voz, preparándome para abordar algo que sé que es delicado.
—Sé que puedes con ello y sé que eres fuerte como la que más, pero como amigo tuyo, no soporto tener que verte trabajar doliéndote tanto la rodilla. Y sí, sé que te duele mucho porque he visto que no forzabas la pierna derecha mientras corríamos hoy. —Levanto las manos instintivamente—. No me pellizques, por favor. Solo estoy intentando asegurarme de que te cuidas mientras vas por ahí haciéndote cargo de todos los demás.
Desvía la mirada.
—Estoy bien.
—¿Lo estás? ¿Me lo dirías si no lo estuvieras?
—No seas tan melodramático, Nathan —se queja entrecerrando los ojos.
Dice mi nombre de una forma que tendría que dolerme, pero que hace que quiera sonreír. Bree es una de las personas más fuertes que conozco, pero también es, de algún modo, la más tierna. Nunca es capaz de responder de mala manera, ni a mí ni a nadie más en su vida.
—No se me va a caer la rodilla por usarla demasiado, y puedo soportar un poco de dolor. Ya sabes que no controlo mi alquiler, así que, si quiero mantener la enseñanza barata para las niñas, tengo que añadir una clase adicional hasta poder encontrar otra solución. Fin de la historia. Y… ¡AH! —Levanta el dedo para apoyarlo en mis labios cuando ve que voy a discutírselo—. No aceptaré dinero de ti. Ya lo hemos hablado mil veces y necesito hacer esto por mí misma.
Mis hombros se hunden. El único consuelo de perder continuamente esta discusión es el hecho de que, en este momento, siento su piel en los labios. Me quedaré callado para siempre si me promete no moverse nunca. Y con su dedo apoyado así en mis labios, no tengo que sentirme culpable por no decirle que llevo años pagando en secreto parte del alquiler de su estudio; no es verdad, me sigo sintiendo culpable por hacerlo a sus espaldas.
El casero de Bree ya le aumentó el alquiler una vez cuando se hizo con el estudio de la antigua propietaria. Aquella noche lloró en mi sofá porque ya no podría permitírselo —más o menos lo que está volviendo a pasar— y creía que tendría que encontrar un local más barato fuera de la ciudad, lo que le quitaría por completo el sentido a su propósito de ofrecer un estudio de danza para las niñas en la ciudad.
Digamos simplemente que su casero cambió de opinión como por arte de magia y la llamó al día siguiente para decirle que había reorganizado las cosas y que no tenía que incrementarle el alquiler después de todo. También podemos afirmar, sin lugar a duda, que si alguna vez Bree se entera de que cada mes he estado pagando unos cientos de dólares de su alquiler, me quedaré sin mis partes colgantes favoritas. Seguramente no tendría que haberlo hecho, pero no podía soportar verla perder su sueño. No otra vez.
Bree fue admitida en el programa de danza de la Juilliard School justo antes de terminar el instituto y todavía no he visto a nadie tan entusiasmado por nada en la vida. Yo fui la primera persona a quien se lo contó. La levanté del suelo y giré sobre mí mismo mientras ambos reíamos, aunque, en el fondo, me asustaba un poco cómo nuestras vidas divergentes iban a afectar a nuestra amistad. Ella se trasladaría a Nueva York y yo me iría a la Universidad de Texas con una beca de fútbol. No iba a marcharme de la ciudad sin decirle a Bree lo que sentía por ella y esperaba hacer oficial lo nuestro. Hasta entonces solo habíamos sido amigos, pero a mí eso ya no me bastaba y estaba dispuesto a convertirme en algo más.
Y entonces pasó.
Un hombre que se saltó un semáforo la hizo papilla un día después de terminar el instituto. Por fortuna, el accidente no le costó la vida, pero se llevó por delante el futuro de Bree como bailarina profesional. Tenía la rodilla destrozada, y jamás olvidaré sus palabras por teléfono cuando me llamó sollozando desde el hospital.
—Se ha acabado todo para mí, Nathan. No voy a ser capaz de recuperarme de esto.
La cirugía reconstructiva fue dura para ella, pero la fisioterapia a la que tuvo que someterse ese verano fue terrorífica. Había perdido la chispa y no había nada que yo pudiera hacer para devolvérsela. Al llegar otoño, no quería dejarla; no me parecía bien seguir adelante con mis sueños cuando ella se quedaba en casa sin los suyos. Es más, yo simplemente quería estar a su lado. El fútbol no me importaba tanto como ella.
Pero entonces, ella se distanció. O, más bien, me apartó de su vida. No me dejó otra opción que ir a la Universidad de Texas como estaba previsto y, después de llegar ahí, no me devolvió ninguna de mis llamadas ni mensajes de texto. Fue como una ruptura de l