A un lord despiadado no se le puede enamorar (Los Birdwhistle 2)

Hollie Deschanel

Fragmento

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Prólogo

Noah Birdwhistle nació a finales de noviembre. Con su llegada al mundo, la familia que formaban Penélope y Henry creció, y la euforia sustituyó al miedo. Porque todos conocían la fragilidad de la condesa de Mulgrave y lo difícil que era traer a un bebé sano sin que su vida peligrase.

Por supuesto, todos se hicieron eco en la familia, y el nuevo miembro de los Birdwhistle recibió todo tipo de regalos. Desde caballitos de maderas hasta peluches confeccionados a mano, un caballo que pudiera montar en la edad adulta, dulces para la madre, un buen brandy para el padre, un osito para el hermano mayor... Cualquiera diría, viendo lo mucho que le brillaban los ojos a lady Penélope, que Noah sería su favorito, su niño mimado, su corazón entero.

Nada de eso sucedió.

Noah creció siendo el mediano y, cuando uno estaba en el medio, pasaba a ser invisible. Como si viviese en el limbo y nadie se acordase de él. El hecho de que después nacieran Jude, con sus ricitos incontrolables, y Florence, con sus ojos oscuros y grandes, lo cambió todo. Desde el amor que recibía hasta el interés que despertaba en sus progenitores.

Mientras sus hermanos gozaban de una vida plena, una educación exquisita y el cariño de su madre, Noah comenzó a retraerse. A vivir oculto en su habitación o en la biblioteca. No leyendo libros, como uno pudiera pensar, sino elaborando delicadas piezas de latón que luego regalaba a los hijos de los criados. También jugaba a las cartas con el cochero y el mozo de cuadras, al cumplir los diez años, y aprendió los entresijos del whisky y del brandy, y cómo se elaboraban. Escuchaba con atención las batallitas de aquellos que llevaban la casa hacia delante y se ocultaban en las cocinas o en las caballerizas.

Mientras Nathan estudiaba fuera, Noah aprendía en casa. Mientras Jude destacaba por una inteligencia exquisita y un don para tratar con las personas, por más difíciles y tercas que fuesen, Noah desplegaba sus encantos con doncellas, cortesanas, actrices, taberneros y contables. Mientras Florence se llevaba todo el amor de su madre, por ser la única hija que tuvo, Noah empatizaba con los más desfavorecidos y se mezclaba con los que llamaban la plebe.

Pero nada de eso le importaba. Era feliz en el otro lado del camino, aunque la herida que sus padres le habían infringido siguiera doliendo como el infierno.

Que su padre muriese no había ayudado en nada a que lady Penélope prestase atención al niño de cabellos rubios que un día supuso el orgullo de los Birdwhistle. Donde antes hubo amor, ahora ya no quedaba ni la indiferencia. Noah se esforzó durante años por olvidar que su madre no le dedicaba ni una sola mirada, en tanto la mujer se volcaba sobre sus hermanos, colmándolos de cariño y abrazos, y de sonrisas sinceras.

El rencor, sin embargo, solía despertar igual que la pasión y el odio, o el amor. Era una llama pequeña que, de no prestarle la debida atención, intensificaba su poder hasta arrasarlo todo.

Noah Birdwhistle no fue la excepción.

Llegó un momento, con veinte años, que se cansó de ser el olvidable Noah. El hombre que entraba por las puertas sin que su madre levantase la cabeza para saludarlo o preguntarle cómo le iba todo. Y es que lady Penélope Birdwhistle había olvidado algo muy importante: una madre lo era de todos sus hijos, y no dejaba atrás a ninguno, incluso si no la enorgullecía especialmente.

Después de todo, Noah jamás olvidaría los reproches absurdos que recibía cuando los que cometían tales crímenes o travesuras eran sus hermanos. Si Nathan llegaba tarde y borracho, tirando jarrones por el camino o vomitando alfombras, la culpa se la llevaba Noah. Si Jude se escapaba a la aventura y robaba algún caballo, o se dejaba la caballeriza abierta toda la noche, con la mala suerte de que los corceles se escaparan, la culpa se la llevaba Noah. Si Florence montaba una pataleta que manchara los vestidos de las doncellas, o las paredes, o pateaba las magníficas rosas de su madre, la culpa se la llevaba Noah.

Por supuesto, no quedaba solo en eso. Lady Penélope era especialista en negarle un abrazo a su hijo mediano. Si él hacía alguna pregunta, ella lo despachaba rápidamente: «Ve con tu doncella; ella te lo contará». Pero luego sí que se tomaba la molestia en responder todas y cada una de las preguntas insoportables de su hermana Florence.

En días de Navidad, Nathan y Jude recibían regalos impresionantes: un viaje a Egipto, un cochero para ellos solos, un fondo de armario nuevo, relojes de última gama. Pero Noah se conformaba con un sombrero nuevo o con algún conjunto de pañuelos que odiaba profundamente.

¿Y Florence? Ella era el ojito derecho de su madre, así que siempre gozaba de su cariño y su atención, y de regalos que harían llorar a una princesa.

Aun con todo eso, Noah no odiaba a sus hermanos. Ellos no tenían la culpa de que sus padres lo hubieran convertido en el blanco de todas sus frustraciones. Tampoco le habían pedido a lady Penélope que no lo quisiera, que no le guardase ni un mínimo de cariño o respeto.

Noah se llevaba muy bien con Nathan y, una vez heredó el ducado, él se hizo cargo de parte de sus fincas y finanzas más próximas a Londres. Con Jude compartía una agradable relación de amistad que proyectaban en Florence, la niña mimada, la princesa de los Birdwhistle. Una mujer con un corazón inmenso a quien la vida se lo había puesto algo difícil.

Pero los años no perdonaban, y Noah tampoco. Lo que un día fue indiferencia hacia su madre se transformó en rencor y odio. No soportaba su presencia, sus miradas efímeras o sus reproches velados. Incluso en el instante que conoció a Aura, el amor de su vida —o, al menos, hasta el momento había sido así—, fue incapaz de alegrarse por él, o de verle feliz. No soportaba que ella proviniese de los bajos fondos y careciera de título alguno, y lo presionó tanto que acabó marchándose muy lejos.

Porque... ¿cómo le iba a explicar a su madre que él también necesitaba que lo quisieran y lo tuvieran en cuenta? ¿Que la herida que ella le había provocado en veinticinco años, producto de su frialdad, desapego y desdén, lo había marcado para siempre?

El pecho le sangraba cada vez que se cruzaba con alguien capaz de profundizar en él. Le entraban miedos relacionados con ser apartado, despreciado, o con la indiferencia. Si se encariñaba con alguien, automáticamente lo asaltaban pensamientos pegajosos e hirientes vinculados con su miedo al abandono. Y todo eso provenía de su madre, de la mujer que nunca le había regalado más de dos minutos de su tiempo.

Al pensar en ella, recordaba verse a sí mismo acoplado en el umbral de la puerta, observando cómo lady Penélope sonreía y acariciaba los rizos de Jude, o le daba de comer un trozo de pastel a Florence, o cantaba con Nathan. A Noah jamás lo había recibido en su regazo, ni le había dado un beso en la mejilla, ni lo había arropado en las noches de tormenta, ni lo había sorprendido en su cumpleaños, ni lo había abrazado el día que se habían enterado de que lord Henry B

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