Capítulo 1
A veces pienso que todos aquellos que me tacharon de loca tenían razón. Actué por instinto, con algo de precipitación y, aunque me dé vértigo, me encuentro feliz.
Acabo de terminar de pintar la pared que está junto al escaparate; la pintura está fresca todavía, pero el resultado me está gustando. Estoy haciendo justo lo que yo quería. Hasta hace seis meses trabajaba en una multinacional, en el Departamento Financiero; tenía un buen sueldo, un estatus, una reputación ganada a base de esfuerzo y, sobre todo, pocos problemas. O eso es lo que yo creía.
El detonante que hizo que tirara por la borda mi carrera fulgurante fue no llegar a tiempo al entierro de mi padre. Siempre tan ocupada, dedicando mi vida a una empresa para la que nada más era un número, dando una imagen de persona que no se correspondía con la realidad.
Papá falleció de repente por un ataque al corazón que lo dejó fulminado en el jardín de la casa que compartía con mi madrastra y que había sido nuestro hogar desde siempre, primero con mamá y después con Megan. Él nos inculcó a mis hermanos y a mí el valor de la familia, del esfuerzo, de la superación: podría decirse que esta fue la mejor herencia que podría haber recibido.
De madrugada, hace justo medio año, mi teléfono sonó; eran aproximadamente las tres de la mañana y llevaba treinta minutos durmiendo, ya que me había quedado terminando unos balances para poderlos presentar al día siguiente en la reunión que tenía concertada a primera hora de la mañana. Megan me llamó para decirme que papá había fallecido ocho horas antes, mientras estaba preparando el parterre para plantar unas flores de invierno. Alegó que no había tenido la fuerza suficiente para avisarnos antes a ninguno de mis hermanos ni a mí, y creo firmemente en sus palabras. Megan y mi padre han sido amantes, compañeros, amigos, y para ella tuvo que ser muy duro asumir esa noticia.
Mi padre se quedó viudo cuando nosotros éramos demasiado pequeños. Mi hermano mayor tenía seis años; yo, cinco, y el otro, tres. Fue mi padre el que nos sacó adelante con mucho esfuerzo y dedicación, tal vez sea por eso que siempre nos hemos mantenido muy unidos a él.
Hasta que no empezamos la universidad no rehízo su vida con Megan. Al principio nos costó asimilar la noticia, pero fue solo al inicio de su relación; después comprendimos que él tenía que seguir viviendo y siempre querría a mamá, pero era tiempo de compartir su vida con alguien que lo acompañara y lo quisiera. Megan así lo hizo hasta sus últimas horas.
Tras la trágica noticia me apresuré para dejar todo listo. Avisé a Larry, que dormía plácidamente, de que papá había fallecido; él me acompañó despierto, sin saber muy bien qué hacer. Se arremolinaban recuerdos en mi cabeza, lloraba y reía, me abrazaba a mi pareja sin hallar consuelo. De repente me sentí vacía, como si algo que no sabía que tenía dentro se hubiera ido para siempre. Estaba como un animal enjaulado dentro de mi casa, subía y bajaba en una montaña rusa de emociones que jamás antes había experimentado, y eso hacía que estuviera desconcertada.
Bien temprano por la mañana, acudí a la oficina, tenía que entregar todo; lo podría haber enviado por correo electrónico, pero preferí acercarme para comentarles a mis compañeros todo lo ocurrido. Dejé la presentación lista, les marqué algunas directrices para que ellos llevaran la voz cantante en la reunión que debía dirigir yo, y salí de allí para poder despedirme de mi padre.
Tanto mis hermanos como yo vivimos en diferentes partes del estado. Erick, muy cerca de Montreal, de hecho la empresa para la que trabaja es canadiense; John, en la parte oeste, y yo, en la gran ciudad. Papá tenía una casa situada en Sparta, un pequeño pueblo donde nacimos y vivimos felices nuestra infancia y adolescencia.
No tenía tiempo que perder, me esperaban largas horas de camino. Megan me confirmó que mis hermanos ya estaban avisados y que el sepelio sería a las seis de la tarde. Disponía de las horas justas para llegar allí. Quería estar, debía estar. El último adiós a papá.
Larry, por lo precipitado de los acontecimientos, no pudo acompañarme, así que hice todo el camino sola. A ratos escuchaba música, a ratos lloraba, no podía parar aunque estuviera exhausta, tenía que llegar a tiempo para despedirme.
Solo tenía una idea en la cabeza y esa no era otra cosa que la imagen de papá durante la última visita que le hice no hacía demasiado tiempo. Cada vez eran menos las veces que él acudía a la ciudad; decía que se agobiaba, que prefería el lugar tranquilo en el que vivía y que allí querría morir. Al final su deseo se convirtió en realidad.
Durante el trayecto recibí llamadas de Larry y de mis compañeros de trabajo. Pude solventar algún asunto no demasiado importante sin mucho esfuerzo, aunque lo cierto es que no estaba muy centrada en lo que me decían.
Una hora antes de llegar a Sparta, comenzó a llover de forma intensa. La fuerza con la que arreciaba y la rabia del agua contra mi coche me hacían estremecer: tuve que reducir la marcha porque era prácticamente imposible ver nada. A esto se le sumó una llamada de mi jefe directo, uno de los socios más importantes de la corporación para la que trabajaba. Me dio la enhorabuena por la presentación y el pésame por el fallecimiento de mi padre, en este orden, lo que dejaba patente las prioridades y empatía —o, más bien, la falta de ella— de la empresa a la que dediqué los mejores años de mi vida.
La conversación derivó en algunos flecos que había que dejar resueltos antes de que acabara la semana. Teniendo en cuenta que era jueves, era poco probable que pudiera hacerlo. Se lo hice saber a mi superior y no sé por qué extraña razón no entendió la situación por la que estaba pasando, hecho que me molestó profundamente.
En ese momento me vine abajo; tenía tanta rabia dentro, tanto dolor que me era imposible seguir conduciendo. Como pude me salí de la autopista, paré el coche y me quedé mirando como los limpiaparabrisas funcionaban a máxima potencia sin ver el resultado de su trabajo; en ese instante me sentía igual. Daba todo por la empresa, pero mi trabajo no era visible; estaba, sin embargo, parecía no ser suficiente.
Decidí llamar a Larry para comentarle mi estado anímico; él me comprendía, siempre lo hacía. Necesitaba su apoyo, su calor en ese momento tan duro de mi vida; no podía estar físicamente a mi lado, pero sabía que una palabra de aliento me ayudaría. Llevábamos unos cuantos años de relación y todo iba genial entre nosotros.
El teléfono sonaba sin obtener respuesta, lo cual me extrañó. Miré mi reloj para comprobar la hora; era posible que estuviera reunido o estuviera ocupado con algún asunto importante de su trabajo, por lo que no lo tuve en consideración. Él y yo trabajábamos demasiado. Al quinto tono descolgó, lo noté irascible.
—Madison, ¿todo bien? —preguntó algo serio. No podía articular palabra, ya que en mi garganta se había formado un nudo del que no podía deshacerme —. ¿Madi? —inquirió sin obtener respuesta.
Se mantuvo unos segundos repitiendo mi nombre y, ante la falta de comunicación, decidió colgar. Antes de hacerlo me pareció escuchar una risa femenina a lo lejos. No podía ser. Estaba tan bloqueada por todo que oía voces donde no había nada. Insistí en llamar, pero me veía incapaz de articular palabra, así que decidí reanudar la marcha.
La lluvia caía de forma incesante, era desalentador no poder ir más rápido. Cuando llegué al cementerio de Sparta, no quedaba nadie, solo el testimonio de las flores donde mi padre descansaría para siempre.
Sin importarme la lluvia, me acerqué hasta el lugar, me arrodillé y lloré hasta que no pude más. Le recriminé a papá que no me hubiera avisado de que la visita que le había hecho iba a ser la última; me reí al recordar como preparábamos la comida para el Día de Acción de Gracias —día en el que mamá estaba más presente que nunca—, la bronca que me echó cuando manché unos pantalones que había estrenado el mismo día que había cumplido los quince... Tantos y tantos recuerdos que se agolpaban en mi cabeza y que me calaban más que la lluvia que mojaba mi ropa.
Cuando anocheció por completo, dejé el cementerio y volví al coche. Estaba empapada, pero ni siquiera eso me importó, fui hasta la casa en la que había vivido con mis hermanos y mis padres. Por fortuna, no quedaba allí nada más que la familia más cercana. Erick, con su mujer Cinthia; John, con mi sobrina mayor Lizzy, y Megan.
En cuanto me vieron llegar, se abrazaron a mí sin importarles que estuviera chorreando. En ese instante me vine abajo y volví a llorar mientras musitaba palabras entrecortadas. No habían podido esperar para enterrar a papá, la lluvia dificultaba todo y habían decidido seguir sin mí. No había respondido a las llamadas y es que, tras el intento fallido de comunicación con Larry, había silenciado el dispositivo sin querer tener ningún tipo de interrupción.
Algo aturdida miré mi teléfono y me di cuenta de que tenía numerosas llamadas de Erick, de John, de Larry y de mi jefe desde diferentes números. Me agobié y tiré el móvil sobre el sofá. Quería estar en mi casa, en mi hogar, con mis hermanos. Poco importaba la empresa, mi pareja; cualquier persona o circunstancia que interrumpiera ese momento lo descartaba de mi vida.
Jamás me perdonaré no haber llegado a tiempo al entierro de mi padre. Pasé la noche en mi habitación, en la casa de Sparta, donde siempre me encontraba a gusto, acogida y querida. Mi sobrina Lizzy durmió conmigo y, más que hacerle compañía yo a ella, fue ella la que me calmó. Fue una noche larga, nos acostamos tarde y es que quería pasar tiempo con mi familia.
Capítulo 2
A la mañana siguiente Megan nos tenía preparado el desayuno: tortitas con sirope de arce, zumo de arándanos, leche y copos de avena. Ninguno de nosotros podía renunciar a semejante festín, y es que ese era el mismo desayuno que hacía papá cuando nos tenía en casa.
Lizzy amenizó la jornada; era una niña pizpireta de ocho años, muy espabilada y risueña y, aunque era consciente de que el abuelo no entraría en cualquier momento a la cocina, nos hizo entender que la vida seguía, que teníamos que continuar.
Me puse al día con Erick y con Cinthia, con John y con Lizzy. Hablé con mi cuñada Cheryl, que se había quedado con el pequeño Zach y, sobre todo, escuchamos a Megan, que relataba con un cariño infinito la vida compartida con papá. La noticia nos pilló a todos con el pie cambiado, pero nos dimos cuenta de que siempre seríamos una familia aunque el nexo de unión no estuviera ya presente.
El resto del viernes lo dediqué a pasear por el pueblo con mis hermanos y mi sobrina, a ayudar a Megan y a disfrutar de la vida sosegada que se respiraba allí. También pude encontrarme con algunos amigos de la infancia y darme cuenta de que la vida nos había llevado y traído por caminos que nunca nos habíamos planteado.
El sábado por la mañana temprano, mis hermanos se fueron; yo apuré mi estancia un poco más, sin embargo, después de comer decidí que también era momento de marcharme. Dejé a Megan triste pero serena, y eso me tranquilizó bastante. Llegué al apartamento de madrugada. Larry no estaba y no me importó, necesitaba descansar.
Al día siguiente y tras una noche de sueño intermitente, decidí levantarme, estaba aturdida y con dolor de cabeza. Necesitaba despejarme: me metí en la ducha mientras se hacía el café en la vieja cafetera que me resistía a tirar. Larry se había empeñado en comprar una más moderna de cápsulas, de hecho estaba sobre la encimera y se pasaban meses sin usarla. Prefiero el aroma del café según sale, el sonido del borboteo... Es muy posible que sea una romántica, pero así me gusta.
Salí de la ducha envuelta en mi albornoz, con una toalla en la cabeza y descalza. No me preocupó ir dejando un reguero de agua por el suelo, no en las circunstancias bajo las que me encontraba, que no eran otras que todo me importaba poco.
Vertí una gran cantidad de café en un tazón y me senté sobre mi pie en el butacón, enfrente del ordenador portátil. En cuanto lo encendí me percaté de que una multitud de mensajes abarrotaban la bandeja de entrada de mi cuenta de correo electrónico. Me tomé mi tiempo, con calma fui leyendo y contestando.
Hasta el día anterior hubiera ido a los mensajes más importantes, priorizando las tareas, los problemas o cualquier otro asunto susceptible de poder solucionar en el menor tiempo posible; sin embargo, algo debió de hacer clic en mi cerebro. El viaje de vuelta me hizo replantearme mi vida, pensar en qué era lo que quería para los próximos meses: si una carrera meteórica, una posición social o algo tan sencillo y a la vez tan complicado como vivir.
Me había olvidado de muchas cosas hasta que fui consciente de lo que había disfrutado con mi sobrina, del desayuno preparado por Megan, de las anécdotas con mis hermanos, y es que he vivido tan deprisa que no me había percatado de que el tiempo pasaba y no había disfrutado de él.
Sí es cierto que hasta entonces había acudido a fiestas, me había codeado con personajes importantes, Larry era parte imprescindible en mi vida..., pero de repente noté que mi vida estaba vacía. Mi trabajo me gustaba, sin embargo, estaba muy quemada; las relaciones con mis compañeros, aunque eran cordiales, no eran sinceras y con Larry estaba bien, aunque reconozco que... que no hubiera hecho todo lo posible por acompañarme en ese día me dolió.
Miré la cama deshecha y me pregunté dónde estaría. Decidí encender el teléfono y me percaté de que tenía un montón de llamadas y mensajes. Del trabajo, de él, de mis hermanos, que me confirmaban que habían llegado a casa, de Megan; fue a ellos a los que contesté primero.
Respondí por orden a los correos, a las llamadas lo hice después. A medida que iba leyendo, mi enfado iba en aumento. Mi jefe, al principio, había usado un matiz correcto aunque serio, lo conozco bien. Al no obtener re