Galán de noche

Ana Álvarez

Fragmento

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Capítulo 1

Natalia

Nunca es fácil volver atrás, y menos aún volver a donde nunca quise estar. Al lugar del que siempre deseé huir y al que durante unos años pude dejar atrás. Pero no tenía otra opción, al menos en aquel momento, en el estado en el que me encontraba. Necesitaba unos brazos que me acogieran, que me acunaran, me ayudaran a recuperar las fuerzas y también el deseo de vivir. Y esa persona era Fernando. Siempre me protegió, siempre me cuidó. El problema fue que durante muchos años no quise sus cuidados ni su protección, ni su preocupación de hermano mayor. Tampoco lo deseaba ahora, soy muy independiente, pero no tenía otra opción.

Volvía a casa, al menos a la que fue mi casa durante mis primeros veinte años, y que odié desde niña. Su oscuridad me agobiaba, sus muebles grandes y pesados, antiguos, me resultaban horrorosos. Solo se salvaba el patio, con un arriate de hermosas flores al que mi madre dedicaba mimos y cariño. Y el ambiente de rigidez, de normas, de horarios por cumplir de mis padres hicieron mi niñez no desgraciada pero sí poco satisfactoria.

Abandoné la casa y el pueblo que me parecía pequeño y asfixiante, lleno de personas de estrechas miras y demasiado convencionales para mi mente inquieta de adolescente, que soñaba con comerse el mundo. Me marché para irme a estudiar Filología inglesa a la Facultad de Granada, y durante ese periodo residí en la capital. Allí conocí al que sería mi marido y del que me acababa de separar hacía unos meses.

Nos casamos al terminar la carrera, él ya estaba trabajando en una multinacional como intérprete y nos trasladamos a Zaragoza, bien lejos de mis orígenes. Nunca volví al pueblo más que de visita desde que lo abandoné para estudiar, y nunca pensé que tendría que regresar a él derrotada y como única opción.

Mientras recorría de nuevo en el autobús la estrecha y serpenteante carretera que conducía a La Alpujarra granadina, comarca en la que estaba situado Pórtugos, un pueblo de menos de quinientos habitantes, no podía evitar rememorar la ocasión en que recorrí por primera vez el camino de forma inversa, con la ilusión instalada en mi pecho y el inmenso deseo de alejarme de todo.

Sí había vuelto de visita, para pasar con mis padres y mi hermano algunas navidades o unos días en verano, para no perder el contacto. En aquel momento regresaba para instalarme de nuevo y por tiempo indefinido en la vieja y enorme casa familiar, desierta y abandonada después de la muerte de mis progenitores y que nunca conseguimos vender por un precio que siquiera se acercara a su valor. Fernando y yo decidimos mantenerla mientras pudiéramos hacer frente a los gastos de impuestos y demás hasta que se presentara un comprador con una oferta más sustanciosa.

Ahora me serviría de refugio debido a mi precaria situación económica, que no me permitía alquilar una vivienda en Zaragoza, ciudad en la que había vivido desde mi matrimonio, y en la que ya no me quedaba nada.

Acababa de superar un cáncer de mama que se había llevado por delante, además de un trozo de mi pecho izquierdo —por fortuna no había sido necesario extirparlo entero, sino solo extraer el tumor—, la academia de inglés que no pude atender durante dos años y mi matrimonio.

Mi marido no estuvo a la altura, se cansó de convivir con una mujer enferma que soportaba mal la quimioterapia, que perdió el pelo, la figura y la energía. Mientras yo luchaba a brazo partido con la enfermedad, él siguió con su vida dejándome a mí de lado: salidas con amigos, trabajo, todo era prioridad menos yo. Acudí sola a los tratamientos, luché sola con las náuseas y el cansancio, lloré sola muchas noches mientras él desaparecía de casa a menudo, demasiado ocupado para dedicarme un rato.

Continuó casado conmigo y pagando el alquiler y los gastos de comida mientras estuve enferma, aunque se mudó a la habitación de invitados y apenas pasaba tiempo en casa. Me vi sola, para luchar con mi enfermedad y para asumir que mi pequeña empresa se hundía. Pero en el momento en que el médico confirmó que el cáncer pertenecía al pasado y que volvía a estar sana, me presentó los papeles de divorcio y me comunicó que dejaría de abonar el alquiler de nuestro piso un mes después. En otras palabras, que tenía treinta días para buscar dónde y de qué vivir.

Ya sabía que mi matrimonio hacía aguas, cataratas más bien, porque yo misma no quería continuar con un hombre que en los momentos duros se había apartado de mi lado y no me había ofrecido el apoyo que necesitaba. Sabía también que nuestra relación no volvería a ser la de antes del cáncer, que más pronto que tarde deberíamos tomar decisiones, pero no esperaba contar con solo un mes, agotada física y emocionalmente como estaba, para empezar de cero.

Me ofreció, eso sí, una pequeña cantidad como pensión compensatoria mientras encontraba un empleo, y que acepté con pesar pues no tenía otra cosa, pero que no me permitiría vivir en Zaragoza.

En aquel momento mi hermano acudió al rescate, me ofreció su casa y su familia para que pudiera recuperarme; pero estaba casado, tenía una niña, y yo, lo último que necesitaba, era verme abrumada por un exceso de atenciones. Por eso decidí trasladarme a la casa de mis padres, que aún estaba habitable. Los tendría cerca, a la única familia que me quedaba, pero también gozaría de tranquilidad y de relativa independencia.

Y así fue como regresé a mi pueblo, quince años después de abandonarlo.

***

Él

Natalia había vuelto al pueblo. Desde hacía un par de semanas el rumor se había extendido por doquier, pero yo aún tenía serias dudas de su regreso, hasta que la vi con mis propios ojos, sentada en el coche con su hermano Fernando. Hacía quince años que se había marchado dejándome el corazón roto, y no porque tuviéramos una relación, ojalá, porque yo llevaba enamorado de ella desde que tenía uso de razón, pero en la distancia.

No recuerdo un momento de mi adolescencia ni mi juventud en que no la hubiera querido, en que no hubiera soñado con ella cada noche, en que no hubiera deseado ser uno de esos chicos decididos que van por la mujer que les gusta contra viento y marea.

Sin embargo, mi timidez me impidió pedirle siquiera una cita, un paseo o simplemente hacerme el encontradizo y ofrecerle un café. Aunque tal vez no fuera solo mi timidez lo que me frenaba, sino que ella parecía ignorar mi existencia, a pesar de que nos movíamos en los mismos círculos —en Pórtugos no había muchos jóvenes y, de una forma u otra, coincidíamos a menudo—, sino la certeza de saber que su mayor deseo era marcharse del pueblo. Porque ni este ni sus habitantes, incluido yo, le interesaba lo más mínimo.

Natalia era una mujer de ciudad mientras que yo siempre he sido de pueblo. De Pórtugos para ser más concreto. Me gustaba vivir aquí, sus calles tranquilas, la paz que se respiraba, e incluso la cascada que a veces nos traía turistas a nuestro remanso. Pero era un turismo tranquilo, del que no armaba escándalos ni alteraba el orden. Ella no

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