Nota de la autora
A los siete años, un niño de mi clase que se llamaba Juan me trajo un par de rosas de su jardín. Un día antes, algo lo había empujado a tomar cartas en el asunto, pues se rumoreaba en clase que yo le gustaba. Los rumores a tan tierna edad son devastadores.
Recuerdo las rosas como si las tuviese sobre la mesa en la que escribo. No eran como esas flores perfectas que compran los enamorados en las floristerías: eran grandes, pomposas, salvajes y de un vivo color escarlata.
Me las dio sin mucha ceremonia, pero yo, que me sentí observada y acorralada por las risitas de alrededor, me comporté como haría ahora mismo ante una inesperada muestra de amor en público: quise morirme. A aquella edad era una versión mini de quien soy ahora: gordita, vivaracha, curiosa pero algo tímida (con una timidez que me obliga a episodios de diarrea verbal para poder manejarla).
El caso es que a Juan mi reacción debió de decepcionarlo, porque después de pensárselo un poco en su pupitre, se levantó muy digno, cogió las rosas y las tiró a la papelera. Sin embargo, lo que se comentó, no sé por qué, fue que había sido yo quien las había tirado.
La historia pasó de boca a boca hasta que resultó imposible que las clases colindantes manejasen otra versión de los hechos. Fui reprendida hasta por el profesorado por un gesto que hoy en día sigo jurando que no tuve. Fue imposible imponer la verdad. Todo el mundo contaba esa versión incluso años después, como si se tratase de una anécdota divertida. Juan tampoco salió en mi defensa; supongo que, en ese juego tan curioso de la memoria, reescribió lo que se comentaba por encima de lo que de verdad ocurrió.
La cuestión, lo importante aquí, es que a la tierna edad de siete años yo aprendí una verdad universal: la gente cree solamente aquello que quiere creer.
Aclarado esto…, empecemos.
Madrid
1
El escritor y sus fantasmas
Ernesto Sábato
Por fin…, por fin todo parecía haber encajado. Los años persiguiendo el fantasma de la persona que creía ser se habían acabado. No en vano, había vivido los siete años más increíbles de mi vida. Me había enamorado, había odiado, había vuelto a amar, había recorrido el mundo y conseguido cumplir mi sueño, rodeada por el mejor grupo de amigas que nadie (en su sano juicio… o no) podría desear. Y, al contrario de lo que una vez pensé cuando aún era muy joven y solo sabía de la vida lo que de ella podía imaginar, la calma no era aburrida ni paralizante. Me sentía plena.
El vestido, custodiado por una preciosa funda de satén, colgaba en el dormitorio a la espera de enfundármelo. También las sandalias de tacón cubiertas de piedras brillantes aguardaban sobre la caja. Los útiles de maquillaje parecían, sobre el tocador, pequeños soldados a punto de una batalla de brillo. Mientras tanto, yo disfrutaba de aquel baño de espuma bien merecido. Porque cuando las cosas salen bien, una debe premiarse…
… Lástima no haberlo pensado mejor. Lástima no haber tenido más cuidado. Lástima no haber sido consciente de que aquel baño era, en realidad, el último.
No debí dejar el móvil cargando sobre el mármol de la bancada. No debí intentar alcanzarlo cuando Néstor me llamó, seguramente para avisarme de que estaba de camino para brindar con champán. Era la noche del estreno de la película con la que cerraba un ciclo, con la que abrazaba la felicidad más plena.
Pero lo hice.
Lo hice.
Fue una muerte dulce, no temáis por mí. Una torpeza. Una tontería. Un final precipitado en una vida como la mía, que había sido tan plena, tan llena, tan propia. Sencillo y tonto como solo puede ser un accidente. Un codo que se mueve fuera de la bañera; un teléfono, enchufado a la corriente, que cae al agua…
Me fui…, me fui rostizada como un pollo.
Me fui. De pronto existía y un instante después ya no era más que un cuerpo vacío; una consciencia libre que volaba, sin pena, sin alegría, comprendiendo el tiempo, el espacio, el futuro y las razones por las que todo pasaba.
Valentina, que había tenido una vida de novela, ya no estaba.
Me separé del ordenador con cara de pánico. Conmocionada y excitada a partes iguales. Con una mezcla entre satisfacción, vergüenza y culpa…, como recién salida de una orgía. Cualquiera hubiera dicho que había perpetrado un crimen real. Cualquiera, si hubiera podido asomarse a mi interior, habría creído que había matado a alguien a quien odiaba mucho…, y no se habría equivocado tanto. Porque a Valentina la odiaba, te lo aseguro. Y la acababa de matar, eso también, pero si nos detuvieran por describir la muerte de personajes de ficción, imagínate las cárceles.
Miré de reojo el móvil. Mala costumbre para una escritora que se distrae con el vuelo de una mosca, pero supongo que eso dice mucho de mi estado en aquel momento.
Desbloqueé la pantalla y busqué, como estaba haciendo desde hacía días de manera compulsiva, la última conversación que tuve con mi editora:
Laia
Elsa, no quiero agobiarte, pero como sabes vamos tarde. Muy tarde. ¿Cuándo crees que podrás tener listo el manuscrito? Estoy deseando leerte de nuevo.
Apoyé la frente sobre la mesa. Las vetas de la madera no me devolvieron una caricia demasiado dulce, de modo que me volví a erguir. Era plenamente consciente de las molestias que causaría mi retraso: todas las personas que participaban del proceso de publicación de mis libros se verían afectadas y tendrían muchísimo menos margen temporal para hacer su trabajo. Correctores, editores, maquetadores… realizarían sus tareas en menos días, por no hablar del lío que supondría retrasar la impresión ya programada o la posibilidad de que el libro no se publicase en «el servicio» (que viene a ser la fecha asignada) que le tocaba.
Estaba segura de que corrían rumores de que me iba a cambiar de editorial. De que tenía problemas personales. De que me estaba volviendo loca. Todas las versiones de mi vida que imaginaba que los demás podrían plantearse como ciertas se me desplegaron delante de mis ojos, como en un multiverso al más puro estilo Marvel. Y me asusté, claro, porque ninguna era cierta y tampoco mentira (excepto lo de cambiar de editorial, vaya por delante). He ahí la magia de la vida: puede ser maravillosa y una puta mierda a la vez.
Odiaba a mi protagonista y quería deshacerme de ella, olvidarla. A tomar por culo. La sentía agazapada detrás de cualquier proyecto. De un tiempo a esta parte sentía que su nombre me asfixiaba; yo solo era la extensión viva de Valentina, más decepcionante, porque la idea hecha materia siempre nos parecerá peor. Mi personaje me anulaba. A la vez, temía qué sería de mi vida sin ella. Tenía miedo a la ausencia de timón. A no ser más que un fraude. A no saber hacer otra cosa. Valentina se encontraba detrás de cualquier sombra.
Estaba bloqueada. Un pelín angustiada. Dormía poco. Callaba de más. Pasaba más tiempo sola del habitual con la excusa de que estaba retrasando la fecha de entrega.
Y, aun así, ninguna de las versiones que otros podrían interpretar a partir de estos datos era cierta por el simple hecho de que yo no sabía qué pasaba, qué marchaba mal, cuál era la nota discordante. Y mientras uno no sabe, cualquier posibilidad puede ser la verdad y, a la vez, no lo es ninguna. La escritora amargada de Schrödinger.
Abrí decidida la aplicación de correo electrónico y escribí una breve nota que dirigí a Laia Lizano y a Alberto González, editora y director editorial respectivamente, del sello en el que publicaba. Adjunté el archivo. Le di a enviar. Me levanté de la mesa y abrí una botella de agua con gas, de la que bebí a morro. No tardó en vibrarme el móvil con un mensaje:
Laia
Elsa, amore, he recibido el manuscrito. Me pongo a leerlo en este mismo momento.
Te conozco y sé que…, que no te sientes segura. No sufras, ¿vale? Voy a intentar leérmelo para mañana o pasado mañana. Veo que no tiene tantos caracteres como el anterior, así que, si los niños me dejan, igual puedo decirte algo mañana.
No estés nerviosa. Descansa.
Al leer la última palabra me estremecí de gusto. Un baño caliente con sales, una copa de vino, escribir a mis amigos y planear una escapada o una noche de copas, dormir sin remordimientos… Mi cuerpo lo demandaba como el oxígeno. Pero…
¿Cómo iba a descansar? Había matado mi modo de vida. A mi protagonista. Al personaje de ficción a través del cual había vivido durante los últimos siete años. A la mujer que me había robado la vida, la que conseguía todo lo que a mí se me escapaba, la que había terminado sus días pudiendo descansar en el pecho del hombre de su vida…
Ojalá hubiera podido entrar en mi mente, cuchillo en mano, para cortar los cables que me unían a ÉL. O a Martín. O al miedo y a la ansiedad. Pero supongo que no todo es tan fácil como electrocutar a la protagonista de un libro.
2
Llévame a casa
Jesús Carrasco
«Vine para no volver». Esa era la frase que me repetía una y otra vez mientras hacía las maletas. «Vine para no volver, cojones». El destino al que volvía no era el problema. El problema era irme de París después de tantos años (y tan felices). Siempre creí que sería mi hogar hasta la jubilación, pero supongo que estas cosas son las que pasan cuando te construyes la vida entera alrededor del matrimonio.
Había dejado a Geraldine sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, fumando y tomando café. Sabía que le molestaba que no hubiera esperado al fin de semana para hacer aquello, que le irritaba haber pedido la mañana en el trabajo para estar allí conmigo, pero ni se lo pedí ni podía negármelo. Era el último acto de nuestra relación y, como en toda buena ópera, yo esperaba que el final valiese la pena. «Valiese la pena»…, curiosa expresión y qué acertada para aquel momento.
Llevábamos ya muchos meses viviendo separados, pero hacía muy poco que habíamos formalizado los papeles del divorcio. No negaré que durante algún tiempo albergué la esperanza de que aquello fuera solo un bache, pero pronto se hizo evidente, incluso para mí, que no lo era. Era definitivo. Y, llegados a ese punto, ambos sabíamos que era lo mejor.
A pesar de que me había llevado ya la ropa y algunos enseres personales al piso que había alquilado por meses en un barrio mucho menos «residencial», me faltaba recoger la mayoría de mis pertenencias. Allí estaba yo, con las manos colocadas en las caderas, mientras vigilaba cómo dos operarios manipulaban mi bien más preciado: el piano.
—Por favor, tengan cuidado. Es lo único que me queda. —Me escuché decir en un francés un tanto afectado.
—Siempre fuiste muy melodramático.
Geraldine estaba apoyada en la pared, detrás de mí, con su porte elegante y esa sonrisa que me enamoró cuando la conocí. Se acercó y posó su cabeza en mi brazo, mirando también cómo el piano desaparecía bajo las protecciones con las que los chicos de la mudanza estaban vistiéndolo.
—Lo echaré de menos —murmuró.
—Dejarlo aquí solo retrasaría lo inevitable. —La miré con expresión vacía—. No puedo vivir sin este piano y contigo tampoco. Será porque soy muy melodramático.
Los dos sonreímos y ella se irguió de nuevo para pasear el humo de su cigarrillo por todo el estudio. La habitación más luminosa de un piso cuyo alquiler pagábamos a precio de oro. Una habitación que todo el mundo esperaba que llenáramos con la alegría de unos hijos que nosotros no queríamos.
—Te quiero solo para mí —acostumbraba a decirme Geraldine—. No puedo compartirte ni con la música. Siento celos de las notas que tocas en el piano.
Los parisinos quieren de una forma diferente. Puede parecer una tontería, pero no lo es. Hay algo que impregna sus células y que convierte el amor en una sucesión de sueños de gloria y pesadillas. Geraldine era la mujer más fantástica que había conocido jamás, pero había conseguido sacarme de mis casillas. Me había puesto entre las cuerdas y había apretado mi cuerpo contra el límite de mi cordura durante años. Tan pronto gritaba presa de los celos como, de repente, me planteaba un matrimonio abierto. Me ignoraba por temporadas, como si mi amor fuera más bien un castigo con el que tuviera que cargar, pero después de semanas de un gélido entendimiento, volvía a invadirla un ardor que no me dejaba vivir.
No siempre fue así. Creo que darnos cuenta de que nuestro matrimonio no duraría tanto como pensábamos nos desquició a los dos. Quizá el problema no es quererse a la parisina. Tal vez el problema siempre fue esperar que el amor nos curase las diferencias.
—Con esto lo tengo todo —le dije.
—¿Recogiste todos tus libros?
—Sí. Los que quedan son tuyos.
—He visto que te llevas también los cuadros.
—No valen un euro, pero para mí tienen valor sentimental.
—No quiero que te los lleves para recordarme.
—No, Geraldine. —Sonreí con tristeza—. Estos cuadros me acompañaron más que tú.
A pesar de la pulla, ella me devolvió la sonrisa. Me daba rabia darme cuenta de que a mí me quedaba todavía pena y a ella solamente la cicatriz, ya curada, de algo que no funcionó.
Los operarios de la mudanza me avisaron de que iban a bajar el piano ya, a través del gran ventanal del estudio por el que entró años atrás, y yo necesitaba salir de allí para no verlo.
—Me voy —avisé a mi ya exmujer—. Estaré en París hasta mañana temprano; si te surge algo, llámame.
—Después de mañana, no, ¿verdad?
La miré de soslayo y negué con la cabeza. Lo mejor, cuando has querido tanto y no bastó con el amor, es decir adiós. Esperaba dar esquinazo a la sensación de fracaso en algún momento, pero me iba a ser difícil si continuaba en contacto con ella. Y, por muy melodramático que Geraldine me acusara de ser, una vez tomada una decisión soy un tipo más bien práctico.
—Adiós —le dije con una expresión de resignación.
—Adiós, Darío.
Para mi sorpresa, Geraldine se enroscó a mí, como la femme fatale que era y me besó en los labios para después borrar la huella de su pintalabios con la yema del pulgar.
—Te quise hasta la locura —susurró, aún colgada de mi cuello—. Después de ti ya no volveré a amar.
Jean-Luc Godard habría podido hacer una película con aquello. En ella, Geraldine y yo nos habríamos destrozado a base de amor tóxico hasta tener que despedirnos a un paso de la muerte. O algo así. A veces me frustra que la vida no sea como una película, pero otras tantas lo único que siento es alivio.
Vi desaparecer en las tripas del camión de mudanzas a mi querido piano antes de enfilar hacia el café donde había quedado con un par de amigos para despedirme. Anduve despacio, mirando los edificios, las terrazas de los cafés, los tejados, los árboles, los paseos y los puentes, guardando un álbum mental con todo aquello que me había hecho sentir tan en casa durante los últimos casi diez años de mi vida. Junto al Sena me despedí y me prometí quedarme con aquello y no volver jamás a por más dosis de mi París. Mi París ya no existía. Era momento de volver a empezar.
3
Lo estás deseando
Kristen Roupenian
Podría decir que no entiendo cómo terminé allí, pero lo sé perfectamente. No había sufrido un episodio de confusión ni de enajenación mental transitoria. Se me había calentado la pepitilla. Bueno, eso no es del todo verdad y, por tanto, es mentira.
Una vez acabé el manuscrito, necesitaba sentir los brazos de alguien y que me apretase contra su pecho. Ese alguien, en este caso, era Martín porque…, pues por las razones habituales por las que una mujer escoge a un hombre en concreto para hundir la nariz en su pecho: deseo, soledad y un buen perfume. Pero, claro, la tarde en la que acabé la novela, él no podía.
Martín
Pásate mañana por casa y te doy ese abrazo.
No.
Mañana no, perdona. Tengo cosas que hacer.
Mejor pasado mañana.
El sueño de cualquier mujer…, qué placer sentirse así de priorizada…, ejem, ejem. Pero a imbécil, claro está, no me ganaba nadie.
Mientras estaba allí tumbada, se me cruzó por la cabeza la certeza de que Martín podría haber sido un personaje de cualquiera de mis novelas. Hay muchos matices en esa afirmación, pero es que el muy jodido encajaba bastante bien en el papel de galán bello pero peligroso. Olía muy bien. Bueno, decir que Martín olía muy bien es quedarse corta. Le envolvía el aroma de uno de esos perfumes masculinos especiados y amaderados que escogió en su día por lo mismo que la madre naturaleza viste de colores llamativos a las ranas venenosas: como aviso.
Vaya. Eso ha sonado mal. Suena a que le guardo a Martín algún tipo de rencor por el hecho de ser guapo y oler bien, y no es así. No podría odiarlo por eso…; al cosmos sí podría hacerlo malignamente responsable. Y es que no es justo poner tan claramente a alguien en el equipo ganador, porque Martín olía bien, era guapo, dulce, romántico y simpático, tenía éxito y talento, además hubiera ganado un oro para España si follar fuese deporte olímpico. Tenía sus taritas también, no creas. Hasta las preciosas ranas venenosas tienen un depredador natural.
Tendida a su lado me percaté con disgusto de que sería complicado quitarme de encima su olor durante todo el día; además de flotar por la habitación, se me había quedado prendido en el pedazo de piel entre la boca y la nariz, aunque lo verdaderamente reseñable hubiera sido que no lo hiciera. Si después de una hora con los labios entre los suyos (y por encima de muchos rincones de él) su perfume no se hubiera transferido a mi piel, habría sido un milagro, sobre todo por eso de haber estado desnudos, pegados y sudando… en un ejercicio de fricción. De fricción de la buena. Acabábamos de terminar uno de nuestros ya clásicos maratones sexuales, que había durado, según mis cálculos, un poco menos de una hora y que, con total seguridad, nos dejaría algo doloridos durante un par de días… en más de un sentido.
A mi lado, con el antebrazo derecho sobre los ojos y la mano izquierda jugando con el vello corto de su propio pecho, Martín jadeaba con sordina. Su caja torácica subía y bajaba ya con más calma ahora que iba recuperando el resuello que había perdido encima de mí hasta hacía unos minutos… Encima, debajo, a mi lado, frente a mí y a mi espalda. Martín era al sexo lo que el Circo del Sol al contorsionismo: un virtuoso.
Si alguien hubiera entrado en el dormitorio en aquel momento, habría sentido que estaba haciendo añicos la intimidad de dos amantes, pero en mi opinión el silencio hacía imposible la existencia de cualquier atisbo de intimidad. Era un silencio con los incisivos largos y amarillentos y el alma de Hannibal Lecter. Como si alguien vestido con un traje de cascabeles intentara pasar desapercibido en una habitación llena de gente dormida. Silencio ensordecedor de tan atronador y ruidoso. Incómodo. Intentar ignorar el silencio en una habitación, después del sexo, es como maquillarse un grano con medio bote de corrector esperando hacerlo invisible. Era fácil ver lo que sucedería a continuación; ya había pasado muchas veces.
—Me voy —musité incorporándome.
Martín se giró hacia mí y me envolvió la cintura con el brazo, parándome con un gesto cariñoso pero que jamás podría confundirse con el que tendría un enamorado.
—Eh, Elsa… —susurró—, espera, ¿qué prisa tienes?
Me dejé caer de nuevo en el colchón poco convencida, con los ojos clavados en el techo y sin dejar de mover mi pie derecho, la imagen misma de la ansiedad. No quería que lo que venía ahora me pillase allí tumbada, desnuda, sin coraza, o me parecería doblemente humillante.
—Relájate —me pidió—. Diez minutos. Después te vas.
Es curioso. Martín era, probablemente, la segunda persona en el mundo con la que más veces me había acostado. El primer puesto era para mi exmarido, evidentemente. El segundo, la plata, para Martín, un hombre que jamás esperé en mi vida. Creo que como reacción a la estupefacción que siempre me provocaba su interés por mí, después del sexo me sentía tensa. Al principio, si estábamos en su casa, me daba miedo no dar con el momento idóneo para marcharme, pero si estábamos en la mía, no sabía comportarme con naturalidad y lo que me pedía el cuerpo era quedarme sola. Después… nos fuimos complicando y los motivos que se escondían tras las reacciones de ambos empezaron a no ser tan fáciles de identificar. Ni tan plácidos.
Miré de reojo las sábanas. Eran blancas o de un gris muy claro y sobre ellas mis cabellos verdes (sí, verdes) destacaban bastante. Y me había puesto perfume antes de salir de casa. Y maquillaje. La almohada, así, sin buscar demasiado, tenía rastros visibles del eyeliner y del rímel. Vamos, que parecía una representación de las caras de Bélmez en versión porno. Es lo que pasa cuando te dan un revolcón salvaje…
—Martín, tienes que cambiar las sábanas.
—¿Mmm? —Me miró extrañado, con cierta pereza.
—Digo que, en cuanto me vaya, tienes que meter las sábanas en la lavadora. Por muchas razones, además.
Chasqueó la lengua contra el paladar, no sé si por el fastidio de que le dijera lo que debía hacer o por saber que tenía razón… y por qué motivo.
No pude más. Me levanté de un salto y la vibración de la carne que me recubría caderas y abdomen me hizo sentir avergonzada. Más avergonzada de lo habitual, quiero decir: haber sucumbido a mis pulsiones más bajas y terminar en su cama ya era suficiente. Urgía salir de allí antes de que la onda expansiva de sus remordimientos y la de mi vergüenza colisionaran.
—¿Te suena dónde me has quitado las bragas?
—Entre el recibidor y la cocina. Voy yo.
—Tráeme un vaso de agua.
Un Martín desnudo en toda su plenitud paseó con calma hacia allá. Los hoyuelos de sus nalgas se fueron contoneando con él en una danza ritual de apareamiento.
—Puto —gruñí muy muy bajito.
Tardó aproximadamente un minuto y medio, pero para cuando entró de nuevo en la habitación, yo ya estaba vestida y calzada, a falta de ponerme las bragas por debajo del vestido.
—Sus bragas, señorita. —Sonrió quedo, de lado, con una mueca discreta y bonita.
—Gracias.
Me tendió un vaso de agua, me lo tragué a toda prisa y me concentré en la tarea de colocarme la ropa interior que colgaba en aquel momento de mi muñeca.
—No sé por qué me siguen sorprendiendo tus prisas —comentó.
—No son prisas…, es que… —Me sequé el bigotillo de agua con el dorso de la manga.
—Nah, no te esfuerces. Ya lo sé.
Cuando lo miré, levantó las cejas significativamente, pero lejos de intentar justificar los motivos que me empujaban a salir corriendo de allí, me afané en ponerme la ropa interior más rápido, y, para eso, me sujeté en él. Al hacerlo, coloqué por azar la mano sobre el tatuaje de su pecho, que captó mi atención. La imagen era una metáfora de nosotros dos, de un simbolismo delicado, casi preciosista: mi piel pálida sobre la suya tostada, con ese trazo de tinta entre ambos en el que podía leerse «caos», en referencia a una de las canciones que lo llevaron a la fama. Eso éramos: un caos. Un vórtice devorador de energía en el que explotábamos, por combustión espontánea e inmediata, para desaparecer convertidos en partículas que podían resultar tóxicas. La definición perfecta de la radiación. Juntos éramos un accidente nuclear. Chernóbil. Tan intenso como destructivo. Las explosiones atómicas deben de ser bellísimas a una distancia prudencial; no tengo pruebas, pero tampoco dudas.
—¿Lo llevas todo?
Despegué los ojos de su pecho y asentí.
—Sí. —Miré a mi alrededor mientras me peinaba con los dedos—. Pero habré dejado pelos en la almohada. Acuérdate.
—Ya lo sé. No te olvides las bolsas que has dejado en la entrada.
Salí de la habitación y giré a la izquierda, hacia la puerta de la casa en la que Martín recibía a menudo a su novia. Ajá. SU NOVIA. ¿A que van encajando muchas cosas de mi comportamiento? Al entrar había dejado caer dos bolsas de Dior que recogí rauda al pasar, justo antes de precipitarme hacia el rellano.
—¡Adiós! —lancé al aire mientras cruzaba los dedos esperando que no me alcanzara.
—Ey, ey…
Un brazo apareció por mi espalda para retenerme y me dio la vuelta con un movimiento grácil. Martín se había puesto unos calzoncillos rojos con unas letras negras en la cinturilla blanca, y… nada más. Desnudo de explicaciones, pretextos y respuestas, como siempre.
Me apretó contra su pecho en un abrazo y dejó un beso en mi mejilla que ojalá no me hubiera dado. ¿Por qué? Bueno, es un gesto de cariño, pero después de lo que supone el sexo para dos personas que llevan a sus espaldas capítulos que nadie se ha molestado en terminar (como cualquier pareja de follamigos que se precie), ciertos gestos son un intento zafio por volver al tramposo punto de partida. Estos dicen: «Solo somos amigos». Y los amigos no follan, nos pongamos como nos pongamos.
Como siempre, el taxi tardó una eternidad y para cuando subí y me puse el cinturón, ya me había dado tiempo a sentirme bastante ridícula. Además del olor de su perfume, me habían seguido hasta allí un montón de ideas que reclamaban mi atención a tortazos: «Esto no es ser amigos», «No voy a volver a hacerlo nunca», «Es que lo hacemos tan bien», «¿A qué coño viene lo de abrazarme?», «¿Pensará que me voy jodidísima?», «Seguro que cree que cuando llegue a casa, me echaré a llorar por él», «¿Qué narices se le ha perdido a un tío como Martín con una tía como yo?», «Había demasiada luz en la habitación», «Hoy se ha terminado».
El teléfono empezó a sonar dentro del bolso sacándome de la espiral, porque si algo caracteriza a mi vida es que todo lo que tiene que pasar, pasa a la vez. Miré la pantalla donde la foto de un chico con un brillante pelazo negro parpadeaba junto a su nombre: Juan. Mi representante, mi mejor amigo, mi persona de confianza, mi hermano sin sangre.
—Dime —contesté escueta.
—¿Dónde estás?
«En un taxi escapando de un sitio que no te puedo confesar».
—Llegando a casa —respondí.
—¿De dónde?
—He ido a hacer unas compras.
—Más compras…
—No me juzgues. —Sonreí.
—No te juzgo, payasa. Pero ¿vienes?
—¿Adónde?
—Hacia tu casa.
—¿Estás en mi casa?
—Sí. ¿Te importa si subo? Llevo mis llaves.
—No, sube, pero ¿pasa algo?
—Nada grave. Solo quería comentarte unas cosas.
—¿De curro? —Arqueé las cejas.
—¿Cuánto tardas?
—¿Ha pasado algo? —La ansiedad se me disparó.
—Que no, pesada. Voy haciendo café.
Colgué el teléfono con una sensación extraña. No era raro que Juan me llamara por cuestiones de trabajo…, pero aquello olía a movida. Recuerda: todo lo que me pasa, me pasa a la vez. Era fácil adivinar que no iba a tener suficiente con la angustia de enfrentarme con la cabeza (y la pepitilla) fría a lo que había estado haciendo en casa de Martín. Al parecer, además, no era la única a la que le sobrevendría la culpa. Antes de guardar el móvil de nuevo en el bolso eché un vistazo a WhatsApp, y… allí estaba.
Martín
Elsa, tenemos que dejar de hacer esto. Me siento un cerdo.
El coche enfiló la avenida de camino a mi casa justo a tiempo de escapar de la onda expansiva de los remordimientos de Martín…
… Ya tenía suficiente con los míos.
4
Toda la verdad de mis mentiras
Elísabet Benavent
El rellano olía a café, lo cual me reconfortó, pero no mucho. No mucho porque mi cabeza había seguido divagando en una lucha encarnizada por demoler cualquier atisbo de sensación de dignidad dentro de mí. Y porque sospechaba que habría movida y no sabía ni de dónde me venía el aire.
—Juan… —avisé dejando las llaves en el aparador—. ¿Qué narices pasa? Me tienes siempre con una ansiedad, chico…
Las bolsas se me cayeron de las manos al levantar la mirada y descubrir el salón de mi casa lleno de gente.
—¡¡¡Por el amor de Dios!!! —grazné—. Pero ¡¡¡qué susto!!! ¡¿Qué hacéis aquí?!
Mis padres, mi hermana, mis editores y mi mejor amiga rodeaban a Juan que, de pie, sostenía una bandeja con tazas.
—Pero ¡¿qué ha pasado?! —Avancé hacia el salón—. ¿Está todo el mundo bien?
—Eso es lo que queremos saber —escuché decir a mi madre.
¿Quééé? Espera. Espera. Espera… ¿Se trataba de una intervención? Para haber juntado a un grupo tan variopinto de personas debía ser, además, una de las graves. Por no comentar la flagrante invasión de mi espacio personal.
—Vale, necesito saberlo, así, a bocajarro… ¿Se ha muerto alguien?
—No.
—Pues no se junta a toda esta gente sin avisar si no es para dar una sorpresa o para enviar a un tercero a un sanatorio mental. No es mi cumpleaños, ergo…
—Ven, siéntate, cariño… —pidió mi padre, conciso.
Oy, oy, oy… Mamá abrió sus brazos esperando que fuese a saludarla con los mimos con los que suelo hacerlo, pero entre el corte de entrar en mi casa y encontrármelos a todos allí y el hecho de oler a ingle sudada y a saliva a kilómetro y medio…
—Dame un segundo que me reponga, mami.
Juan, que había dejado la bandeja con el café sobre mi mesa de centro, me acercó una de las butacas del salón, en la que me dejé caer repasando con la mirada la expresión de todos los presentes.
—En serio, si se ha muerto alguien, prefiero saberlo ya.
—No se ha muerto nadie, cansina —se burló mi hermana.
Pensé en las dos bolsas que había dejado caer en el recibidor nada más entrar y traté de esbozar un plan para quitarlas de en medio sin que alguien les prestase la merecida atención. Antes de espatarrarme debajo de Martín, venía de comprarme un bolso y un par de zapatos. Más bolsos y más zapatos, ajá. Si realmente no se había muerto nadie, quizá la «intervención» tenía algo que ver con la cantidad de cajas que acumulaba en el vestidor.
—Pero ¿qué pasa? —insistí.
—No puedes seguir así —escuché decir a mi madre, muy seria.
Dios. Dios. Dios. La palabra «acorralada» se queda corta para definir cómo me sentí. Me habían pillado. Sí, me habían pillado. Pero ¿en qué? No es que dedicase mi vida a actividades ilegales. Soy escritora, desde hacía años me iba bien y acababa de entregar el último manuscrito, así que por ahí no era. No guardaba un fardo de cocaína en el trastero a la espera de distribuirlo y, por supuesto, yo tampoco contaba entre los nombres de la lista de clientes de ningún camello.
¿Sería porque había cogido unos kilos? Un latigazo de vergüenza me cruzó la cara. Había sido de forma bastante paulatina, pero en los últimos cuatro años había recuperado todo el peso que perdí en 2017 durante un infierno personal; quizá se les acababa de hacer evidente este hecho. Tal vez me querían mandar a uno de esos programas de adelgazamiento. Martín me acababa de ver desnuda. ¿Tan preocupante era mi figura? No. No podía ser. Estoy carnosa, pero mi vida no corre ni corría peligro.
¿Se habrían enterado de que llevaba una temporadita de vida «alegre»? Había salido bastante entre semana durante todo el invierno, hasta las tantas y a tope de vino tinto, pero no es posible que Juan se hubiera ido de la lengua con mis padres con el tema, básicamente porque era mi compañero de fechorías. Además, ¿por unas copas? Por el amor de Dios.
Busqué a mi hermana con la mirada, pero la única explicación que encontré en su gesto fue un: «Lo siento, yo no quería». Carlota, mi mejor amiga, miraba por la ventana a una paloma posada en la barandilla de la terraza…, y no pudo darme consuelo.
—Pero ¡¿qué pasa?!
Todos me miraban con un toque de preocupación, quizá de paternalismo…, lo que sería lógico en mis padres, pero ¿por qué mis editores, Alberto y Laia, parecían tan consternados? ¿Qué coño había hecho ahora?
—Elsa… —Laia se acercó, se sentó en la butaca de al lado y me cogió cariñosa de las manos—. No estás bien.
—Como si lo hubiera estado alguna vez —escuché murmurar a Juan, que flanqueaba mi sillón como si temiera que fuera a escaparme.
—No ayudas —musité mirando hacia arriba.
—¿A qué hueles, guarra? —bajó aún más el tono.
—Hijo de una hiena —respondí con un gruñido.
Repasé una a una las caras. Mis padres, angustiados. Juan, entre preocupado y avergonzado. Mis editores, consternados. Mi hermana, a todas luces arrepentida de participar en el espectáculo, pero estudiando disimuladamente mis zapatitos de Chanel. Carlota, con la nariz arrugada, la boca entreabierta y los dientes a la vista, mirando a la paloma.
—Carlota, tía —me quejé.
Se me escapó una risita y me tapé la cara para disimular, lo que para ser sincera no daba muestras de ser la expresión de una adulta funcional rodeada de amigos y familia preocupada. La verdad es que en mi salón se había creado una atmósfera insoportable por varios factores: el olor de Martín por todos lados, aquella reunión masónica y el estrés de no saber qué es lo que querían de mí.
—¿Cuánto hace que no duermes?
La pregunta nos sobrevoló a todos, aunque fue mi madre quien la lanzó al aire. «¿Cuánto hace que no duermo?». ¡¡¡Ah!!! ¿Era eso? ¡¡Era eso!! Menos mal, menos mal, menos mal. Nadie había dado la voz de alarma porque tenía siete vibradores hacinados en los cajones de las mesitas de noche, un amante con novia, la rodilla derecha machacada por el sobrepeso, siete vaqueros que no me abrochaban guardados en un rincón del armario llamado «el lugar de la esperanza» y al menos cuatro pares de zapatos sin estrenar. Nadie había descubierto que durante varias semanas me había estado alimentando de cosas que llegaban en táper de plástico hasta la puerta de mi casa, gazpacho y surimi. Nadie era consciente de que me había dado por arrancarme sin darme cuenta pelos de la nuca mientras trabajaba. Ni de que era capaz de beberme media botella de Thunder Bitch yo sola sin perder la pronunciación de las erres.
—¡¡¿Estáis preocupados por mi sueño?!! ¡Anda, anda! Pero si ya me conocéis, soy de mal dormir —intenté sonreír aliviada, pero pronto me di cuenta de que no servía.
Todos los ojos seguían puestos en mí, de modo que me vi en la obligación de seguir hablando.
—Acabo de entregar el manuscrito. Es solo cuestión de tiempo que se me regule de nuevo el biorritmo de sueño. Tomaré melatonina. No pasa nada. No tenéis de qué preocuparos.
Me cruzaron por la mente tres imágenes un tanto preocupantes, como que hacía poco había encontrado las gafas en el congelador, había buscado desesperada y al borde del llanto a uno de mis gatos…, que me miraba alucinado desde el sofá y que había gritado a pleno pulmón, como si me estuviera preparando para una ópera rock, porque me sonó el teléfono cuando intentaba colgar una foto en Instagram. Quizá sí estaba un poquito…, ya sabes…, cansadita. Mentalmente cansadita.
—Solo tengo que descansar algo —aseguré—. Ahora que ya he entregado el manuscrito, hasta que empiece la promoción tengo tiempo de sobra para desconectar de todo, darme una cura de sueño…
Todos se miraron entre sí con un algo misterioso que me contagió la preocupación, sobre todo cuando mis editores fijaron sus miradas en mí. Oh, oh.
—¿Qué pasa con el manuscrito? —pregunté alarmada.
—Elsa…, has matado a tu protagonista —me dijo cariñosa Laia—. Estamos preocupados.
Hija de la gran puta. Laia, no, por favor. A ella la adoro. Hija de la grandísima puta la jodida Valentina…, la protagonista de la saga que me catapultó a las listas de los más vendidos. Ella, queridísima por el público. Ella, gracias a la que alcancé mi sueño de escribir profesionalmente. Ella… se había ido a tomar por culo. «Que toquen algo triste, la bruja ha muerto…».
Ni siquiera me lo planteé. Salió así. Estaba hasta el coño. De ella, de sus amores, de la película de precuela que estábamos haciendo y de la que era productora ejecutiva, de las siete temporadas de la serie en las que también participé activamente, del merchandising (tazas, libretas, copas menstruales), de los pintalabios color Valentina, de los photocalls… Cuando los periodistas me preguntaban sonrientes en las entrevistas: «Bueno, ¿y ahora qué le espera a Valentina?», tenía ganas de contestar que lo que quería era estrangularla y huir a una playa lejana a vender pendientes de coco, a poder ser en un país que nadie lograra situar con exactitud en el mapa: ni la editorial ni Martín ni los repartidores de Amazon ni… ÉL. Ya, ya sé que he nombrado un par de veces a un «ÉL» al que no conoces, pero todo a su debido tiempo.
Parpadeé intentando calmar la rabia que me había subido a la garganta con un sabor amargo.
—Le di una muerte muy dulce —me justifiqué—. Muere con todos sus problemas solucionados, recién casada con el amor de su vida, después de cumplir todos sus sueños y aspiraciones. No puede quejarse. Valentina es la Barbie Malibú de la literatura de consumo, lo tiene todo.
—Muere justo antes del estreno de la película sobre su vida —apuntó Juan.
—En el punto álgido de su carrera. No conocerá el fracaso —seguí defendiendo su final.
—La matas electrocutándola en la bañera con el móvil que tiene cargando… —Laia estaba realmente preocupada.
—¿La mato? No, señor. Se mata ella. ¿A quién se le ocurre usar el móvil en la bañera mientras se carga? Mira, dos pájaros de un tiro…: cierre de saga y además sirve de aviso para la juventud, que está muy enganchada al móvil.
Miré a Juan en busca de apoyo, pero me encontré un semblante bastante taciturno. Antes de que contraatacasen, decidí hacerlo yo.
—La novela se cierra con buen sabor de boca. En el epílogo ella manda una carta desde el cielo.
Juan se tapó los ojos y se alejó hacia la cocina víctima, seguramente, de un ataque de vergüenza ajena del que no puedo culparlo. La carcajada de mi hermana me hizo ser consciente del resto del público que escuchaba mis excusas en el salón.
—Tía… —le reproché.
—Una carta desde el cielo, Elsa…, mi hija hubiera escrito algo con más chicha.
—Es que tu hija es muy lista —le dije muy en serio.
—Lo de la carta aún tenemos que hablarlo —musitó Laia visiblemente afectada.
Bien. La carta desde el cielo no era en realidad una herramienta de calidad literaria, pero había sido una solución elegante después de electrocutarla.
—Bueno… —Levanté las palmas intentando calmarlos—. Si el problema es el final de la novela, no pasa nada. Lo cambio. Quizá se me fue la olla, vale. Me pongo en las manos de Laia e ideamos entre las dos un final digno de esta saga. Valentina dedica el resto de su vida a obras de caridad. O…, o… Valentina encuentra el sentido de la vida en el macramé. Y luego muere.
—Sin muertes —suplicó Alberto, el director editorial del sello en el que llevaba diez años publicando.
—Hay que asumir que la muerte forma parte de la vida, Alberto —le pedí.
Si algo tenía claro era que debía morir. Si no mataba a la jodida Valentina, aún cabía la posibilidad de que me pidieran una secuela.
—Puedo hacer un salto temporal hasta su lecho de muerte a los noventa y siete años —propuse—. Como en Titanic, pero sin joya. Y sin océano.
Las caras fueron un poema que se vio interrumpido por la irrupción de un sonido chirriante. Todo pasa a la vez, siempre. El sonido cogió fuerza hasta invadir todo el salón.
—¿Eso qué es? —preguntó mi hermana, de la que aprendí la animadversión hacia ese tipo de sonidos.
—Creo que alguien se está mudando al piso de al lado. Eso o hay que llamar a Cuarto Milenio, porque se escuchan unos ruidos que ríete tú de Poltergeist.
—Claro que se están mudando —apuntó mi hermana—. Cuando hemos llegado subían un piano.
—¡¿¿Un piano??! —exclamé.
Lo que me faltaba. En mi mente se dibujó la fotografía de mis próximos vecinos. Una familia con niños aprendiendo a tocar un instrumento musical… o varios. Juro que adoro a los niños, a pesar de no querer ser madre (y aunque algunos respondan a ese deseo con un «eso es porque odias a los chiquillos»), pero un aprendizaje musical, viniendo de la edad de la que venga, es auditivamente poco amable.
El chirrido cesó y respiré hondo… dos segundos. Los dos segundos que duró la calma antes de que el sonido de un taladro reverberara por toda la habitación. Miré a los presentes intentando que no se me notase el tic en el ojo derecho.
—Tienes un tic —señaló Carlota.
—Gracias —musité—. Mis vecinos se mudaron definitivamente a su casa de San Sebastián hace dos meses. Estará instalándose alguien nuevo. Alguien que me odia.
—¿Cuánto hace que no duermes una noche entera? —Mi madre volvió a la carga.
Me froté los lagrimales con los pulgares con cuidado de no emborronar el eyeliner, pero recordé que la mayor parte de mi maquillaje reposaba ahora en paz en las sábanas de Ikea de Martín. Sí, no había soltado todavía ese pequeño detalle. Alguien debería decir a los hombres que no se compren el mismo juego de sábanas, que es perturbador; parece que tienen mente colmena.
Cerré los ojos, angustiada. El taladro seguía percutiendo justo en la pared que quedaba a mi derecha, a la altura de mi oreja.
—El puto taladro de los huevos… —musité.
—¡Elsa, que desde cuándo no duermes te estoy diciendo!
—¡Joder! Pues no sé, mamá. A todo esto… ¿vosotros habéis venido desde Valencia para esto?
—Estás muy irascible —me aclaró—. Estábamos muy preocupados.
—¿Cómo no voy a estar irascible? ¿Tú lo estás oyendo?
Señalé el muro que colindaba con el piso de al lado.
—Siempre has tenido el genio corto, pero es que la semana pasada no pude hablar contigo en cuatro días.
—Y te faltó llamar a la policía judicial y a un forense… —le recordé.
—Mandas mensajes raros a horas muy intempestivas —añadió Carlota—. A las tres de la mañana del martes me preguntaste cuántas probabilidades reales había de morir en un accidente de avión. Exigías un porcentaje sin decimales.
—Eres azafata, seguro que tú sabes la verdad que nos ocultan a los usuarios.
—Estás haciendo gastos compulsivos. Que del Zara no vienes. —Mi hermana señaló las bolsas de Dior de la entrada.
—Traidora —le gruñí.
—Haces cosas raras en general. —Juan metió baza también.
—¿Como qué?
—El otro día apareciste en mi casa a las doce de la noche con el pijama debajo del abrigo, pidiéndome que te dejara dormir en el sofá.
Brrrmmm. El taladro siguió firme en su camino hacia mi cerebro.
Chasqueé la lengua contra el paladar; aquello me parecía un juego sucio.
—La semana pasada dijiste que querías ser vegana mientras comías alitas de pollo —apuntó Juan de nuevo.
—Absurda he sido siempre, no vayamos a escandalizarnos ahora.
Me crucé de brazos, con el bolso bajo el sobaco izquierdo y bufé en un claro gesto de que me estaban tocando el conio. Brrrmmm. El taladro continuaba haciendo música.
—Mandas mails de trabajo a cualquier hora de la madrugada y a las ocho de la mañana ya hay stories tuyas en Instagram —señaló Alberto.
—Ahora voy a tener que pedir perdón por ser una persona productiva, oye. Pero una cosa os digo: si estáis en lo cierto y estoy dando muestras de demencia, no creo que ejercer presión señalando todas las cosas que hago mal sea la solución. ¿O qué? ¿Creéis que después de esto voy a dormir mejor? Claro. Yo, después de que las personas que componen mi círculo íntimo me llamen tarada, voy a dormir como un moñeco, no te jode.
Brrr. Brrr. Brrr. El taladro y su soniquete, en fases cortas y repetitivas.
—Cállate y escucha un poco. —Juan palmeó mi hombro y tomó asiento en el brazo del sofá.
Y es lo que debería haber hecho…, pero no. Con un movimiento rápido como el de un jaguar con zapatos, me levanté, salté sobre el sofá apartando a Alberto por el camino y golpeé la pared con el puño.
—¡¡¡¡¡Que pares ya, joder!!!!! ¡¡¡¡Me vas a volver loca, hijo de perra!!!!
Juan tiró de mi chaqueta (eso explicaba el sofocón que notaba humedecerme la nuca) y me sentó de nuevo en la butaca.
—Elsa, estamos hablando contigo en serio. Estamos preocupados. Pero ¿no te ves?
—Tendríais que entender que…, ¡por fin! —grité cuando el taladro dejó de escucharse—. ¿Veis? Solo necesito…
La atención volvió a centrarse en mis editores cuando Alberto carraspeó con fuerza.
—Vacaciones —dijo, conciso.
Abrí los ojos como si hubieran convocado a las brujas.
—Pero ¿no me estáis escuchando? Voy a tomarme un descanso hasta la promoción del libro.
—Vamos a atrasar la salida del libro, Elsa.
—¿Qué? —me alarmé—. ¿Cuánto?
—No lo sabemos. Unos meses.
—¿Meses?
—Quizá lo mejor sea aplazarlo hasta el ejercicio que viene.
—¡¡¡¡¿Qué?!!!! —grité.
Mi peor pesadilla. Mi peor puta pesadilla. El trabajo era lo único que me hacía sentir lúcida, cabal. El trabajo era la piedra angular a la que me agarraba para no caer en la ansiedad más profunda. Pero ¿por qué olía todo a Martín, por el amor de Dios?
—Nos lo vas a agradecer.
—¡¿Agradecer?! ¡Me va a dar una embolia! ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo durante un año?
—Descansar.
El móvil escogió aquel preciso instante para vibrar en el bolso con insistencia. Bolso, por cierto, que seguía bajo mi brazo izquierdo. En busca de algo que mitigara la angustia, rebusqué en su interior hasta encontrar el iPhone, en cuya pantalla refulgían algunos wasaps. Todos de la misma persona.
Martín
¿Ahora no contestas?
No arreglas nada enfadándote.
No me puedo creer que te hayas enfadado.
Sabes de sobra que no podemos seguir haciendo esto.
Tengo pareja.
Elsa, me siento una mierda.
¿Una mierda? Mierda lo que quedaba de mí, sentada en el sillón rosa del salón de una casa donde una buena representación de la gente que más quería me acababa de juzgar y notificar una sentencia. Por si tenías alguna duda…, sí, el taladro volvió a sonar.
5
El monje que vendió su Ferrari
Robin Sharma
Tardé más de veinticuatro horas en quedarme sola. No es que temieran por mi integridad, es que mis padres y mi hermana quisieron aprovechar el viaje para pasar un poco de tiempo en familia. Pensaban que me iría bien. No los culpo. En otra situación lo habría disfrutado mucho, los hubiera llevado de cena, de paseo, quizá a algún museo o terraza de moda, de compras, pero no sé si conseguí fingir que no estaba preocupada. Me dejé mimar, eso sí. Les prometí que me cuidaría. Sonreí; en eso me había sacado un máster en los últimos años: en sonreír cuando no me apetecía. Tanto era así que ya no sabía cuándo lo hacía por obligación y cuándo por felicidad natural.
La cuestión es que… estaba cansada, un poco irascible y tenía muchas cosas en la cabeza, pero me encontraba bien. ¿Cómo era posible que algo los hubiera alarmado tanto como para acudir a mi casa a hacerme una intervención? ¿Todo eso por unas compras de más y electrocutar a alguien en la ficción? Me parecía exagerado.
Creí que cuando se fueran y mi salón dejase de parecer Gran Vía en plena Navidad, atestada de gente, me encontraría más tranquila, pero lo cierto es que la inquietud se fue expandiendo de la cabeza a la garganta y de allí, al resto. Me preocupaba, y mucho, el tema laboral. ¿Y si era el principio del fin? Siempre supe que todo aquello terminaría algún día, pero no estaba preparada para que fuera tan de golpe, y… por culpa mía. Necesitaba hablar con alguien cabal y que me comprendiese, que supiera a qué me refería cuando hablaba y que conociera las vicisitudes de este trabajo tan maravilloso como obsesivo, y ese alguien solo podía ser una persona… Nacho tardó en contestar, pero una vez que lo hizo, me recibió con la expresión a la que estaba acostumbrada siempre que hacíamos una videollamada: placidez.
—Ey, reina. —Sonrió—. ¿Qué pasa?
—¿Estás trabajando? —le pregunté apurada—. Tendría que haberte escrito antes. ¿Te interrumpo?
—Soy escritor. Lo de que nos interrumpan es relativo.
—¿Qué hora es allí?
Miró su viejo reloj de pulsera y sonrió.
—Las cuatro de la mañana.
—Eres un puto dandi —me burlé—. ¿Qué haces a las cuatro de la mañana, trabajando, tan bien vestido?
Nacho se pasó la mano por el pelo, que llevaba recogido en un moño un poco despeinado, y me volvió a regalar su sonrisa llena de dientes blancos como la puñetera luna, a pesar de fumar como un carretero. Llevaba puesta una camisa blanca y un cárdigan gris que le daba la apariencia respetable que el moño le negaba. Estaba guapo. Sin serlo. Porque Nacho era muchísimas cosas, pero no era como esos guapos de Hollywood, aunque eso no le restase ni un ápice de atractivo.
Conocí a Nacho hace unos cuantos años, en un viaje a una feria internacional de libros. Ambos publicábamos para la misma editorial, pero distinto sello, y, en cuanto nos presentaron en un cóctel, nos caímos bien. (Nos caímos bien es un eufemismo). Verás…, Nacho y yo nos caímos bien enseguida, pero también nos sentimos irremediablemente atraídos el uno por el otro. A mí me gustaba su aire de escritor maldito, de los que leen solamente libros de Anagrama, usan gafas de pasta, fuman demasiado y beben de más. A él, según dijo, le gustó verme bailar bachata en la fiesta, a pesar de que lo hago fatal, por el movimiento que tenían mis carnes prietas debajo del vestido negro.
—De bachata no tienes ni idea, reina, pero cómo mueves el culo…
Pasamos la noche en mi habitación de hotel en aquella ciudad caótica y rodeada de verde y, al despedirnos por la mañana, lo hicimos con un beso y con la seguridad de que había sido igual de fácil que agradable. Sin obligaciones. Sin «te llamo para quedar». Hacía bien poco que yo había terminado con ÉL y me estaba recuperando de los dolores de enamorarse de quien no se debe. Martín y yo ya nos veíamos de vez en cuando, pero en aquel momento nos planteábamos la relación como un rollo, y nunca estaba segura de si volvería a quedar de nuevo con él. Nacho estaba recién divorciado y sin ganas de atarse a nada, aunque hubiera sido complicado, porque nunca sabe dónde estará viviendo los próximos seis meses. Y eso, en parte, me sedujo. Alguien sexi, culto, educado y con una vida que lo empujaba muy lejos de mí: el perfecto amante de una noche para intentar curarse de un amor maldito.
Nos dimos los números, no obstante, y seguimos hablando de manera relajada, una tarde por aquí, una madrugada por allá, hasta convertirnos en confidentes sin saber muy bien cómo. La distancia que había entre nosotros, la física, y también, de alguna manera, la sentimental, nos hacía los mejores confesores.
—¿Todo bien?
Nacho lo preguntó mientras se encendía otro pitillo. Siempre tenía ganas de reprenderlo, pero yo también fumaba un poco, de modo que…
—Me han hecho una intervención.
—¿Una intervención? —Arqueó las cejas y asintió para sí mismo mientras daba una calada.
—Pero, oye, ¿dónde estás ahora? ¿Sigues en Santiago?
—Santiago de Chile te encantaría, Elsa. Deberías venir a visitarme. Cogería unos días libres y nos escaparíamos a San Pedro de Atacama a leer, beber y follar.
Me tapé la cara mientras me reía.
—Ay, Nacho, siempre estás con la misma broma. Si sabes que en el fondo no quieres…
—No queremos —se burló con una sonrisa espléndida—. Para no embrutecer el recuerdo ideal de nuestra noche juntos.
—¿Qué tal todo? —insistí, porque de algún modo me arrepentía de haberlo llamado para lloriquear—. ¿Cómo llevas el manuscrito?
—Estábamos con lo de tu intervención. ¿Qué quieres decir exactamente con «intervención»?
—No sé por qué te he llamado. Me da vergüenza contártelo.
—No te da vergüenza. —Dio una calada—. Quieres demostrarme que eres superadulta y sospechas que esto me hará juzgarte mal. Pero te adelanto que eso no va a pasar. Cuéntame.
—Abrí la puerta de casa y me encontré el salón lleno de gente: mis padres, mi hermana, mis editores y algunos amigos.
—¿Estaba Juan?
—Juan capitaneaba la sesión.
Cogió aire entre los dientes con una mueca.
—Me obligan a parar —le confesé.
—¿Cómo que te obligan a parar? No eres una fábrica.
—Eso digo yo.
—Pero, a ver… —Se mesó el cabello dejando una corona brillante de pelitos sueltos alrededor de su cabeza—. Cuéntamelo mejor.
Se levantó y supe de inmediato, aunque hubiera colocado el paquete a la altura de la cámara, que iba a servirse una copa y que podía seguir hablando.
—Dicen que últimamente tengo comportamientos extraños.
—¿Extraños rollo hablar de la CIA con un cono de papel de aluminio en la cabeza? Estamos de acuerdo en que la Tierra es redonda, ¿verdad?
—Verdad. No sé. Dicen que estoy cansada y que debo cogerme unas vacaciones. Que no duermo.
—¿Duermes?
—¿Te acuerdas de aquella noche en el Hilton?
Volvió frente a la cámara con un vaso lleno de un líquido transparente que sabía de sobra que no era agua.
—Perfectamente. A veces incluso me…
—No termines la frase. —Me reí—. Me refería a si te acuerdas de cuántas horas dormimos esa noche.
—Sí —asintió divertido.
—Eso es lo que suelo dormir yo una noche normal, sin follar ni nada.
—Vale. Entonces… ¿de dónde se sacan eso de que estás cansada?
Un flash con un torrente de imágenes me asaltó la cabeza. En todas ellas yo gritaba: «¡¡Estoy hasta el coño!!».
—Puede que yo haya insistido en ello últimamente.
—¿De qué te quejas entonces, reina? Querías vacaciones y te las han dado.
—Han atrasado indefinidamente la publicación del libro.
Se apartó de los labios finos el vaso del que estaba a punto de beber y se quedó mirando el lugar donde deduje que me encontraba yo en su pantalla.
—¿Qué has hecho? Eso es serio.
—Maté a Valentina.
—¿Hum? —Se había vuelto a acercar la bebida.
—La electrocuté al final del libro. Con el móvil. En la bañera.
Parpadeó ligeramente antes de frotarse la cara con la mano que tenía libre. Depositó el vaso fuera del campo de visión de la cámara y suspiró. Nacho es de ese tipo de lectores que no se van a sentir seducidos por la idea de leer un libro como los de Valentina, pero a mí nunca me ha importado porque me respeta como autora. Y como quería que me siguiera respetando, no le conté lo de la carta desde el cielo.
—A mí me parece bastante significativo —apuntó.
—Estaba harta de ella, no de la profesión. Que muera tampoco me parece tan grave.
—Estabas harta de las dinámicas que están adheridas a tus primeras obras, pero hay soluciones más elegantes si escribes comedia romántica.
—Lo sé.
—No es por psicoanalizarte, pero suena a tener rabia acumulada —señaló intuitivo mientras apoyaba los codos en la mesa, movimiento con el que se acercó a la cámara.
—Si no quieres psicoanalizarme, basta con que no lo hagas.
—Ajá. ¿Va todo bien? ¿Follas regularmente?
—¿Qué tiene que ver el tocino con la velocidad, Ignacio?
—Elsa María, conociéndote, una época de inactividad puede pelarte un cable.
Puse los ojos en blanco. Hubiera podido desahogarme con él, que no conocía a Martín de nada, pero esa relación era secreta y no quería faltar a mi palabra. Nadie podía saberlo; yo debía callar.
—Es verdad que estoy algo cansada…, bueno, más bien, la palabra es desencajada. No conecto. Pero eso es porque necesitaba terminar con la saga. Le he cogido manía y escribir ya no era divertido.
—¿Y descansar? Has llevado unos lanzamientos muy pegados los unos con los otros y unas giras muy intensas… Y tú siempre lo has dicho: en realidad eres tímida. Las firmas exigen un esfuerzo por tu parte para salir de tu zona de confort.
—Que necesite dormir y quedarme en mi casa como una ermitaña no está reñido con lo que estoy diciéndote. No estoy mal de la cabeza.
—¿Cómo que no? Estás hablando conmigo. Llevo dos años muerto.
La sonrisa de Nacho se ensanchó mientras yo lo maldecía.
—¡Te hablo en serio! ¡Les faltó mencionar centros de descanso!
—Si te llevan a uno, dime. Igual me pido ser tu compañero de habitación.
Coloqué la frente en la mesa, dándome por vencida. Me daba la sensación de que nadie me tomaba en serio, pero con Nacho era lo habitual. Tenía una forma muy peculiar de ponerme frente a ciertas verdades.
—Ey, reina —me chistó—. Mírame.
Levanté la mirada y me guiñó un ojo.
—Seamos sinceros, ¿vale? —susurró, sensual.
—Nunca vamos a ir a San Pedro de Atacama a follar.
—No, lo más probable es que no, pero hay más tela que cortar… En los últimos seis meses hemos hablado…, ¿cuántas?, ¿siete u ocho veces?
—Sí, por ahí.
—Pues no ha habido ocasión en la que no te haya visto triste. Me has hablado de ÉL, me has dicho que estás cansada, harta de Valentina, que has tenido problemas con la adaptación audiovisual, que estabas preocupada por tus gatos, que te daba miedo que tus nuevos proyectos no funcionasen…
—Todas esas cosas eran reales.
—Sí, pero ninguna debería ser capaz de robarte la sonrisa. Elsa, tú eres una tía con luz.
—Un faro —ironicé.
—No, escucha: eres una tía con una luz que se está apagando. Escúchate un poquito, a ver qué es lo que quieres tú.
—Yo quiero trabajar.
—Pero que la respuesta no sea resultado de los miedos que tienes.
—¿Qué miedos? —me mosqueé.
—Bueno, tú siempre has creído que el fenómeno Valentina era cuestión de suerte y que dejarías de publicar libros cuando se pasase esa moda…
—No estamos hablando de eso, sino de que mis editores han frenado la publicación de mi próximo libro aduciendo que «debo descansar».
—Quizá debas descansar. ¿Sabes lo que viene antes de un burnout?
—¿Qué?
—Tristeza. Y rabia.
El móvil del que no me podía despegar ni para dormir (a veces lo encontraba entre las sábanas al levantarme) era el tercero que estrenaba aquel año. El primero lo rompí «sin querer»; no hay testigos de lo que le pasó y yo digo que fue un accidente. El segundo, no obstante, lo estrellé delante de Juan contra el suelo. Bueno, no fue a propósito, sino en un ataque de… ¿ira? No lo sé. Puede que fuera ira. La sensación era que no podía más. Aquella mañana no dejaban de llamar y cada llamada era un marrón, una petición o alguien que reclamaba algo que yo le debía y no le daba. Juan no dijo nada. Lo recogió del suelo, miró la pantalla hecha añicos y lo dejó encima de la barra de la cocina antes de abrir la nevera para llenar un vaso de agua. Cuando volvió a mi lado, yo ya estaba llorando.
No soy así. No tengo arranques violentos. No rompo cosas. Solo… estaba agobiada. Es verdad que había cogido la costumbre, no sé si mala o buena, de bloquear el teléfono, ponerlo en modo avión y apagarlo durante días, lo que es genial para la cabeza… si avisas a la gente antes. En lo que llevábamos de año, Juan había venido a casa tres veces con sus llaves para cerciorarse de que no me había dado un algo y mis gatos se estaban alimentando de mi cadáver.
A menudo sentía que todo lo que me rodeaba me asfixiaba y solo podía soportar la compañía de mis gatos o el silencio sobre el pecho de Martín en la tregua de minutos que nos daban los remordimientos. La sobreexposición en ocasiones me hacía esconderme. Mis fracasos me atosigaban. Había aprendido a tener miedo a cosas que antes ni sabía que existían. Estaba agotada…, pero no lo sabía. A veces tienes que romperte del todo para saber que hay una grieta que reparar.
—Piénsalo, Elsa. Descansar es necesario para ver que tememos cosas que no existen.
Cuando me despedí de Nacho, lo hice con buenas palabras y con mucho cariño. No quería, bajo ningún concepto, que él también pensase que yo necesitaba urgentemente una camisa de fuerza. Sin embargo, al bajar la tapa del portátil mascullé:
—Traidor.
6
Pensar rápido, pensar despacio
Daniel Kahneman
El despacho de Alberto González, director editorial del sello Pluma de Letras, no tenía paredes. A ver…, tenía tres, pero para que me entiendas era imposible irse de allí dando un portazo. Toda la planta se organizaba en un concepto abierto que, imagino, estaba ideado para facilitar el trabajo en equipo. Frente a su cubículo se encontraba, siempre organizada, la mesa d