Cómo (no) escribí nuestra historia

Elísabet Benavent

Fragmento

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Nota de la autora

 

A los siete años, un niño de mi clase que se llamaba Juan me trajo un par de rosas de su jardín. Un día antes, algo lo había empujado a tomar cartas en el asunto, pues se rumoreaba en clase que yo le gustaba. Los rumores a tan tierna edad son devastadores.

Recuerdo las rosas como si las tuviese sobre la mesa en la que escribo. No eran como esas flores perfectas que compran los enamorados en las floristerías: eran grandes, pomposas, salvajes y de un vivo color escarlata.

Me las dio sin mucha ceremonia, pero yo, que me sentí observada y acorralada por las risitas de alrededor, me comporté como haría ahora mismo ante una inesperada muestra de amor en público: quise morirme. A aquella edad era una versión mini de quien soy ahora: gordita, vivaracha, curiosa pero algo tímida (con una timidez que me obliga a episodios de diarrea verbal para poder manejarla).

El caso es que a Juan mi reacción debió de decepcionarlo, porque después de pensárselo un poco en su pupitre, se levantó muy digno, cogió las rosas y las tiró a la papelera. Sin embargo, lo que se comentó, no sé por qué, fue que había sido yo quien las había tirado.

La historia pasó de boca a boca hasta que resultó imposible que las clases colindantes manejasen otra versión de los hechos. Fui reprendida hasta por el profesorado por un gesto que hoy en día sigo jurando que no tuve. Fue imposible imponer la verdad. Todo el mundo contaba esa versión incluso años después, como si se tratase de una anécdota divertida. Juan tampoco salió en mi defensa; supongo que, en ese juego tan curioso de la memoria, reescribió lo que se comentaba por encima de lo que de verdad ocurrió.

La cuestión, lo importante aquí, es que a la tierna edad de siete años yo aprendí una verdad universal: la gente cree solamente aquello que quiere creer.

Aclarado esto…, empecemos.

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Madrid

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1

El escritor y sus fantasmas
Ernesto Sábato

Por fin…, por fin todo parecía haber encajado. Los años persiguiendo el fantasma de la persona que creía ser se habían acabado. No en vano, había vivido los siete años más increíbles de mi vida. Me había enamorado, había odiado, había vuelto a amar, había recorrido el mundo y conseguido cumplir mi sueño, rodeada por el mejor grupo de amigas que nadie (en su sano juicio… o no) podría desear. Y, al contrario de lo que una vez pensé cuando aún era muy joven y solo sabía de la vida lo que de ella podía imaginar, la calma no era aburrida ni paralizante. Me sentía plena.

El vestido, custodiado por una preciosa funda de satén, colgaba en el dormitorio a la espera de enfundármelo. También las sandalias de tacón cubiertas de piedras brillantes aguardaban sobre la caja. Los útiles de maquillaje parecían, sobre el tocador, pequeños soldados a punto de una batalla de brillo. Mientras tanto, yo disfrutaba de aquel baño de espuma bien merecido. Porque cuando las cosas salen bien, una debe premiarse…

… Lástima no haberlo pensado mejor. Lástima no haber tenido más cuidado. Lástima no haber sido consciente de que aquel baño era, en realidad, el último.

No debí dejar el móvil cargando sobre el mármol de la bancada. No debí intentar alcanzarlo cuando Néstor me llamó, seguramente para avisarme de que estaba de camino para brindar con champán. Era la noche del estreno de la película con la que cerraba un ciclo, con la que abrazaba la felicidad más plena.

Pero lo hice.

Lo hice.

Fue una muerte dulce, no temáis por mí. Una torpeza. Una tontería. Un final precipitado en una vida como la mía, que había sido tan plena, tan llena, tan propia. Sencillo y tonto como solo puede ser un accidente. Un codo que se mueve fuera de la bañera; un teléfono, enchufado a la corriente, que cae al agua…

Me fui…, me fui rostizada como un pollo.

Me fui. De pronto existía y un instante después ya no era más que un cuerpo vacío; una consciencia libre que volaba, sin pena, sin alegría, comprendiendo el tiempo, el espacio, el futuro y las razones por las que todo pasaba.

Valentina, que había tenido una vida de novela, ya no estaba.

Me separé del ordenador con cara de pánico. Conmocionada y excitada a partes iguales. Con una mezcla entre satisfacción, vergüenza y culpa…, como recién salida de una orgía. Cualquiera hubiera dicho que había perpetrado un crimen real. Cualquiera, si hubiera podido asomarse a mi interior, habría creído que había matado a alguien a quien odiaba mucho…, y no se habría equivocado tanto. Porque a Valentina la odiaba, te lo aseguro. Y la acababa de matar, eso también, pero si nos detuvieran por describir la muerte de personajes de ficción, imagínate las cárceles.

Miré de reojo el móvil. Mala costumbre para una escritora que se distrae con el vuelo de una mosca, pero supongo que eso dice mucho de mi estado en aquel momento.

Desbloqueé la pantalla y busqué, como estaba haciendo desde hacía días de manera compulsiva, la última conversación que tuve con mi editora:

Laia

Elsa, no quiero agobiarte, pero como sabes vamos tarde. Muy tarde. ¿Cuándo crees que podrás tener listo el manuscrito? Estoy deseando leerte de nuevo.

Apoyé la frente sobre la mesa. Las vetas de la madera no me devolvieron una caricia demasiado dulce, de modo que me volví a erguir. Era plenamente consciente de las molestias que causaría mi retraso: todas las personas que participaban del proceso de publicación de mis libros se verían afectadas y tendrían muchísimo menos margen temporal para hacer su trabajo. Correctores, editores, maquetadores… realizarían sus tareas en menos días, por no hablar del lío que supondría retrasar la impresión ya programada o la posibilidad de que el libro no se publicase en «el servicio» (que viene a ser la fecha asignada) que le tocaba.

Estaba segura de que corrían rumores de que me iba a cambiar de editorial. De que tenía problemas personale

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