Prefacio
Querido lector:
Deja que me presente. Me llamo Harry y soy el hijo mayor de Lucinda Riley. Sospecho que no, pero quizá te haya sorprendido ver dos nombres en la cubierta de esta novela tan esperada.
Justo antes de que, en 2021, se publicara La hermana perdida, Lucinda anunció por sorpresa que habría una octava y última entrega de la serie de Las Siete Hermanas, un libro que contaría la historia del enigmático Pa Salt. En su nota del final de la séptima novela, escribió: «Lleva ocho años dentro de mi cabeza y estoy impaciente por plasmarlo finalmente sobre el papel».
Por desgracia, mi madre murió en junio de 2021 tras haber recibido un diagnóstico de cáncer de esófago en 2017. Tal vez presumas que no tuvo ocasión de escribir nada, pero el destino actúa de formas misteriosas. En 2016, una productora interesada en adquirir los derechos cinematográficos de Las Siete Hermanas invitó a mi madre a Hollywood. El equipo estaba desesperado por saber cómo concebía ella el final de la serie… cuatro libros antes de tiempo.
Ese proceso la obligó a dar forma en un documento a sus pensamientos fragmentados. Escribió, para esos posibles productores, treinta páginas de diálogos guionizados que se corresponden con el clímax narrativo de la serie. Estoy seguro de que no necesitas que te convenza de que esas páginas eran magníficas, como cabía esperar; contenían drama, suspense… y una sorpresa enorme.
Además, los seguidores de la serie estarán al tanto de que Pa Salt ha hecho cameos en todos y cada uno de los libros. Mi madre elaboró una cronografía que daba cuenta de los movimientos del personaje a lo largo de las décadas y ese archivo conforma ahora una completa guía de seguimiento. Así las cosas, Lucinda plasmó «sobre el papel» mucho más de lo que ella misma creía.
En 2018, creamos juntos la serie infantil The Guardian Angels y fuimos coautores de cuatro libros. Durante esa época, mi madre me pidió que, si ocurría lo peor, completara la serie de Las Siete Hermanas. Siempre mantendré nuestras conversaciones en el ámbito de lo privado, pero quiero subrayar que mi papel era convertirme en un mecanismo de seguridad que intervendría en caso de que sucediera lo impensable. Y lo impensable sucedió. No creo que ella llegara a pensar nunca que su vida iba a acabar «de verdad», y yo tampoco. En varias ocasiones, desafió las leyes de la ciencia y de la naturaleza y se recuperó tras hallarse al filo de la muerte. Aunque, claro, mi madre siempre fue un poco mágica.
Después de su fallecimiento, no tuve ninguna duda de que cumpliría con mi palabra. Muchas personas me han preguntado si no me sentía demasiado presionado por tener que llevar a cabo una tarea así. A fin de cuentas, Atlas promete revelar secretos que han tenido a los lectores en vilo durante una década. Sin embargo, siempre he visto el proceso como un homenaje. He completado el trabajo de mi mejor amiga y mi heroína. Así pues, no he sentido ninguna presión y ha resultado ser una misión de amor. Preveo que algunas personas se obsesionarán, como es natural, con qué elementos de la trama son de mi madre y cuáles son míos, pero no creo que eso sea importante. Dicho de otra forma: la historia es la historia. Y sé a ciencia cierta que te sentirás emocionalmente satisfecho al final de este libro. Mi madre se ha asegurado de ello.
Podría decirse que el mayor logro de Lucinda es que nadie haya conseguido identificar el impulso secreto que subyace a la serie, y eso que ha habido miles de teorías. Atlas recompensará a quienes han admirado estas novelas desde el principio, pero también hay una historia nueva que contar (aunque siempre ha estado ahí, escondida en silencio entre las primeras cuatro mil quinientas páginas). Es posible que yo tan solo haya disipado la cortina de humo…
Trabajar en Atlas: La historia de Pa Salt ha sido el mayor reto y privilegio de mi vida. Es el regalo de despedida de Lucinda Riley y me hace mucha ilusión ser el encargado de entregarlo.
HARRY WHITTAKER, 2022
Hay más cosas en la tierra y en el cielo,
Horacio, de las que tu filosofía pudo inventar.
WILLIAM SHAKESPEARE
Listado de personajes
ATLANTIS
Pa Salt – padre adoptivo de las hermanas (fallecido)
Marina (Ma) – tutora de las hermanas
Claudia – ama de llaves de Atlantis
Georg Hoffman – abogado de Pa Salt
Christian – patrón del yate
LAS HERMANAS D’APLIÈSE
Maia
Ally (Alción)
Star (Astérope)
CeCe (Celeno)
Tiggy (Taygeta)
Electra
Mérope (ausente)
Prólogo
Tobolsk, Siberia, 1925
Cuando el viento gélido levantó una ráfaga de nieve ante ellos, los dos niños se arrebujaron con fuerza en su abrigo de piel, cada vez más rala.
—¡Venga! —gritó el mayor de los dos. Pese a que acababa de cumplir once años, el timbre de su voz ya poseía un dejo bronco, áspero—. Ya hay bastante. Vámonos a casa.
El más pequeño, que tenía solo siete años, recogió el montón de leña y echó a correr tras el mayor, que ya se alejaba dando zancadas.
Cuando estaban a medio camino de la casa, los niños empezaron a oír un piar débil que les llegaba desde los árboles. El mayor frenó en seco.
—¿Lo oyes? —preguntó.
—Sí —contestó el otro. Le dolían los brazos de cargar con la madera y, aunque se habían detenido hacía solo un instante, ya estaba tiritando—. ¿Nos vamos ya a casa, por favor? Estoy cansado.
—No lloriquees —le espetó el mayor—. Voy a investigar.
Se encaminó hacia un abedul cercano y se arrodilló. A regañadientes, el pequeño terminó por seguirlo.
Ante ellos, retorciéndose indefenso en el suelo duro, había una cría de gorrión no más grande que un rublo.
—Se ha caído del nido —suspiró el niño de más edad—. O, bueno, no sé… Escucha. —Los dos permanecieron inmóviles en la nieve y al final oyeron un trino agudo en lo alto del árbol—. ¡Ajá! Es un cuco.
—¿El pájaro del reloj?
—Sí. Pero no son criaturas amistosas. Ponen los huevos en los nidos de otras aves. Y luego, cuando el polluelo sale del cascarón, expulsa a las demás crías. —Se sorbió la nariz—. Eso es lo que ha pasado aquí.
—Ay, no. —El niño de siete años se agachó y le acarició delicadamente la cabeza al gorrión con el meñique—. No te preocupes, amiguito, ahora nos tienes a nosotros. —Levantó la mirada hacia su compañero—. A lo mejor, si trepamos al árbol, conseguimos volver a dejarlo en su sitio. —Intentó atisbar el nido—. Debe de estar muy arriba.
De pronto, un crujido nauseabundo se alzó desde el suelo del bosque. Bajó la vista y descubrió que el muchacho mayor había aplastado al polluelo con la bota.
—¿Qué has hecho? —gritó horrorizado.
—La madre no lo habría aceptado. Es mejor matarlo ya.
—Pero… ¡y tú qué sabes! —El pequeño comenzó a sentir el escozor de las lágrimas en sus ojos marrones—. Podríamos haberlo intentado.
El mayor de los dos levantó una mano para acallar las protestas.
—No tiene ningún sentido intentar algo que está condenado al fracaso. No es más que una pérdida de tiempo. —Reanudó la marcha colina abajo—. Venga, hay que volver.
El niño pequeño se agachó junto al polluelo muerto.
—Perdón por lo de mi hermano —sollozó—. Está sufriendo. No pretendía hacerlo.
El diario de Atlas
1928-1929
1
Boulogne-Billancourt
París, Francia
El diario es un regalo de monsieur Paul Landowski y su esposa. Dicen que, como está claro que, a pesar de que no hablo, sí sé escribir, sería una buena idea que intentara anotar mis pensamientos. Al principio, creyeron que era tonto de remate, que había perdido el entendimiento, cosa que, en muchos sentidos, es verdad. Aunque quizá sea más acertado decir que se me ha agotado, puesto que he vivido de él durante mucho tiempo. Mi cerebro está muy cansado y yo también.
Me pidieron que escribiera algo y así fue como dedujeron que al menos me queda un poco de cordura. Para empezar, intentaron obligarme a apuntar mi nombre, mi edad y mi lugar de procedencia, pero hace tiempo que aprendí que dejar esas cosas plasmadas por escrito puede acarrearte problemas, y eso es justo lo que no quiero volver a tener en la vida. Así que me senté a la mesa de la cocina y copié un fragmento de una poesía que me había enseñado mi padre. Por supuesto, ese poema no relevaría dónde había estado antes de colarme en su jardín por debajo de un seto. Tampoco era una de mis composiciones favoritas, pero sentí que las palabras encajaban con mi estado de ánimo y bastaban para demostrarle a aquella bondadosa pareja, que el destino me había puesto en el camino cuando la muerte llamó a mi puerta, que era capaz de comunicarme. Así que escribí:
La noche y la Pléyade
se han puesto.
Es medianoche,
las horas pasan
y yo duermo sola.
Lo plasmé en francés, inglés y alemán, ninguno de los cuales era el idioma que empleaba desde que tenía edad de hablar (algo que, por descontado, sé hacer; sin embargo, al igual que las palabras escritas, cualquier cosa enunciada —sobre todo de manera apresurada— puede utilizarse como moneda de cambio). Reconozco que disfruté de la cara de sorpresa de madame Landowski cuando lo leyó, aunque no le resultara útil para descubrir quién era o a quién pertenecía. Cuando me plantó un plato de comida delante, Elsa, la criada, lucía una expresión que daba a entender que tenían que mandarme de vuelta lo antes posible al lugar de donde hubiera salido.
No me resulta difícil no hablar. Hace más de un año que abandoné el único hogar que había conocido desde que tengo uso de razón. A partir de entonces empecé a utilizar la voz solo cuando es absolutamente imprescindible.
Desde donde escribo estas palabras, alcanzo a mirar por la diminuta ventana de la buhardilla. Hace un rato, he visto a los hijos de los Landowski enfilar el camino de entrada. Venían del colegio e iban muy elegantes vestidos con el uniforme: Françoise llevaba unos guantes blancos y un sombrero de paja que llaman canotier y sus hermanos, una camisa blanca bajo la chaqueta. Aunque a menudo oigo a monsieur Landowski quejarse de la falta de dinero, el tamaño de la casa, su precioso jardín y los hermosos vestidos que lucen las mujeres de la familia me dicen que en realidad debe de ser muy rico.
También he mordisqueado el lápiz, una costumbre que mi padre intentó quitarme aplicándole todo tipo de sabores terribles al extremo superior de los que usaba. Una vez, me dijo que el de aquel día era bastante agradable, pero que era veneno, de manera que, si me lo acercaba a la boca, moriría. Aun así, mientras pensaba en la traducción que me había pedido que descifrara, me metí el lápiz en la boca. Lo oí gritar cuando me vio y enseguida me sacó fuera, me agarró por el cogote para llenarme la boca de nieve y después me obligó a escupirla. No morí, pero muchas veces me he preguntado si sería una trama descabellada para asustarme y que lo dejara o si la nieve y escupirla me habían salvado.
Aunque me esfuerzo mucho por recordarlo, hace tantos años que lo vi por última vez que se me está desvaneciendo de la memoria…
Quizá sea lo mejor. Sí, lo mejor es que me olvide de todo lo anterior. Así, si me torturan, no podré decirles nada. Y, si monsieur o madame Landowski piensan que voy a escribir ciertas cosas en el diario que tan amablemente me han regalado, fiándome del pequeño candado y de la llave que guardo en mi bolsita de cuero, están muy equivocados.
«Un diario es una cosa en la que puedes escribir todo lo que sientas o pienses —me había explicado madame Landowski con cariño—. También es un lugar de intimidad, solo para ti. Te prometo que nunca lo leeremos».
Asentí con brío y después sonreí con gratitud antes de subir corriendo a mi dormitorio de la buhardilla. No la creo. Sé por experiencia la facilidad con la que pueden romperse tanto las cerraduras como las promesas.
«Te juro por la vida de tu querida madre que volveré por ti… Reza por mí, espérame…».
Sacudo la cabeza para intentar perder el recuerdo de las últimas palabras que me dirigió mi padre. Sin embargo, por alguna razón, aunque otras que deseo conservar se alejan de mi memoria como semillas de diente de león en cuanto intento alcanzarlas, esa frase no desaparece haga lo que haga.
Como sea, el diario está encuadernado en cuero y relleno del más fino de los papeles. A los Landowski debe de haberles costado al menos un franco (que es como llaman aquí al dinero), y fue, creo, un gesto que pretendía ayudarme, así que lo usaré. Además, aunque he aprendido a no hablar, durante mi largo viaje me he preguntado en muchas ocasiones si no se me olvidaría escribir. Como no disponía ni de lápiz ni de papel, una de las maneras en las que pasaba las heladoras noches de invierno era recitando mentalmente pasajes de poesía y después figurándome que escribía esos versos en «la imaginación».
Me gusta mucho esa palabra: mi padre la llamaba «la ventana a la fantasía» y, cuando no me dedicaba a recitar poesía, desaparecía a menudo en ese lugar cavernoso que, según él, no tenía fronteras. Era tan grande como uno quisiera. Los hombres de miras estrechas, añadía, adolecían por definición de una imaginación limitada.
Y, pese a que los Landowski y su bondad habían resultado ser mis salvadores humanos, pues cuidaban de mi parte exterior, yo seguía necesitando desaparecer en mi interior, cerrar los ojos con fuerza y pensar en cosas que jamás podrían escribirse porque jamás podría volver a confiar en otro ser humano.
«Por lo tanto —pensé—, lo que encontrarían los Landowski si alguno de ellos llegara a leerlo —y una parte de mí estaba convencida de que lo intentarían, aunque solo fuera por pura curiosidad— sería un diario que comenzaba el día en el que yo ya había rezado mis últimas oraciones».
En realidad, es posible que no llegara a rezarlas. Deliraba tanto a causa de la fiebre, el hambre y el cansancio que tal vez lo soñara, pero, en cualquier caso, fue el día en que contemplé el rostro femenino más hermoso que había visto en mi vida.
Mientras escribía un párrafo abreviado y objetivo sobre el hecho de que aquella preciosa mujer me había acogido, susurrado palabras cariñosas y permitido dormir a cubierto por primera vez en solo Dios sabe cuánto tiempo, pensé en lo triste que parecía la última vez que la vi. Más tarde descubrí que se llamaba Izabela, Bel para abreviar. El ayudante del atelier de Landowski, monsieur Brouilly (que me había pedido que lo llamara Laurent, aunque en mi actual estado de mudez no fuera a mentarlo de ninguna manera), y ella se habían enamorado perdidamente. Y esa noche, cuando Bel parecía triste, había venido a despedirse. No solo de mí, sino también de él.
Aunque yo era muy pequeño, lo cierto es que había leído bastante sobre el amor. Cuando mi padre se marchó, devoré hasta el último volumen de su librería y aprendí unas cuantas cosas extraordinarias sobre los usos y costumbres de los adultos. Al principio, supuse que el acto físico que se describía debía de convertir la historia en una comedia en ciertos sentidos, pero luego, cuando lo repitieron autores que yo sabía con certeza que no eran humorísticos, me di cuenta de que debía de ser verdad. ¡Eso sí que era algo de lo que sin duda no escribiría!
Se me escapó una ligera carcajada y me tapé la boca con las manos. Fue una sensación muy rara, porque una carcajada denotaba cierto nivel de felicidad. Era la respuesta natural del cuerpo físico.
—¡Madre mía! —susurré.
También me resultó extraño oír mi voz, que sonaba más grave que la última vez que había pronunciado una palabra. Aquí, en la buhardilla, no me oiría nadie. Las dos criadas estaban abajo fregando, puliendo y ocupándose de la interminable colada que colgaba de las cuerdas atadas en la parte de atrás de la casa. De todas formas, aunque aquí no pudieran oírme, era un hábito que no debía fomentar, este de la felicidad, porque, si era capaz de reír, quedaría claro que tenía voz y que, por lo tanto, podía hablar. Intenté pensar en cosas que me entristecieran, algo que me pareció muy paradójico, teniendo en cuenta que lo único que, contra todo pronóstico, había conseguido que llegara hasta Francia era sumergirme en mi imaginación y albergar ideas felices. Pensé en las dos criadas, a las que, por las noches, oía parlotear a través de la fina pared que nos separaba. Se quejaban de que el salario era terrible, de la jornada demasiado larga, de los colchones incómodos y de su dormitorio en la buhardilla, helador en invierno. Me entraban ganas de aporrear la pared delgada y de gritarles que tenían suerte de que aquel muro estuviera allí, de que en aquella familia no viviesen todos juntos en un solo cuarto, de que tuvieran un sueldo, por muy bajo que fuese. Y, en cuanto a lo de que en su habitación hiciese frío en invierno… Bueno, yo había estudiado el clima de Francia y, aunque París, ciudad a cuyos márgenes mismos había descubierto que nos encontrábamos, estaba al norte del país, la idea de que un par de grados bajo cero supusieran un problema hacía que me entrara la risa otra vez.
Terminé el primer párrafo de mi flamante diario «oficial» y lo repasé para mis adentros fingiendo que quien lo leía era monsieur Landowski, con su curiosa barbita y su enorme y poblado bigote.
Vivo en Boulogne-Billancourt, donde la bondadosa familia Landowski me ha acogido. Se llaman Paul y Amélie y sus hijos son Nadine (20), Jean-Max (17), Marcel (13) y Françoise (11). Todos son muy buenos conmigo. Me dicen que he estado muy enfermo y que tardaré en recuperar las fuerzas. Las criadas se llaman Elsa y Antoinette y la cocinera, Berthe. No para de ofrecerme una y otra vez los deliciosos pasteles que prepara; es para engordarme, dice. La primera vez que me dio un plato lleno, me comí hasta el último bocado y, cinco minutos más tarde, empecé a vomitar de manera descontrolada. Cuando el médico vino a verme, le dijo a la cocinera que la desnutrición me había encogido el estómago y que debía servirme platos más pequeños, ya que, de lo contrario, podría volver a ponerme muy enfermo y morir. Creo que eso disgustó a Berthe, pero espero que, ahora que vuelvo a comer casi con normalidad, también pueda hacer honor a su cocina. Hay un miembro del personal al que aún no conozco, pero del que la familia habla mucho. Se trata de madame Evelyn Gelsen, que es el ama de llaves. Ahora mismo está de vacaciones visitando a su hijo, que vive en Lyon.
Me preocupa el dinero que le estoy costando a esta familia con todo lo que como ahora y las visitas que tiene que hacerme el médico. Sé lo caras que son. No tengo ni dinero ni ocupación y no veo la forma de devolvérselo, que es lo que, por supuesto, esperarán y debo hacer. No estoy seguro de cuánto tiempo me permitirán permanecer aquí, pero intento disfrutar de todos y cada uno de los días en su precioso hogar. Doy gracias al Señor por su amabilidad y rezo por ellos todas las noches.
Cerré los dientes con fuerza sobre el extremo del lápiz mientras asentía con satisfacción. Había simplificado el lenguaje y añadido alguna que otra falta de ortografía básica solo para hacerme pasar por un niño de diez años normal. No debía dejar que se percataran del tipo de educación que había recibido hacía tiempo. Tras la marcha de mi padre, había hecho todo lo posible para seguir con mis clases, tal como él me había instado a hacer, pero, sin su guía, las cosas se habían resentido bastante en ese aspecto.
Saqué una hermosa hoja de papel blanco y limpio del cajón del viejo escritorio —para mí, disponer de un cajón y de un espacio propio para escribir superaba cualquier lujo que hubiera imaginado— y empecé a redactar una carta.
Atelier Landowski
Rue Moisson Desroches
Boulogne-Billancourt
7 de agosto de 1928
Queridos monsieur y madame Landowski:
Deseo agradecerles a ambos su regalo. Es el diario más bonito que he tenido en mi vida y escribiré en él todos los días, tal como me han pedido.
Gracias también por acogerme.
Estaba a punto de añadir el educado «Con un cordial saludo» y mi nombre cuando me detuve. Con mucho cuidado, doblé el papel por la mitad una vez y luego otra y escribí los nombres en la parte delantera. Al día siguiente lo depositaría en la bandeja de plata del correo.
A pesar de que aún no había llegado al lugar que me había propuesto, estaba bastante cerca. Si lo comparaba con la distancia ya recorrida, era el equivalente a un paseo de ida y vuelta por la rue Moisson Desroches. Pero no quería marcharme todavía. Tal como el médico le había dicho a Berthe, necesitaba recuperar fuerzas, y no solo físicas, sino también mentales. Aunque el médico no lo hubiera notado, yo mismo podría haberle dicho que lo peor no era el castigo físico que había recibido, sino el miedo que aún me atenazaba por dentro. Las dos criadas, seguramente aburridas de quejarse de los demás habitantes de la casa, me habían dicho que gritaba por las noches y las despertaba. Durante mi largo viaje, me había acostumbrado tanto a ello y estaba, además, tan agotado que conseguía volver a dormirme de inmediato, pero, aquí, el hecho de sentirme descansado y calentito en mi propia cama me había ablandado. Muchas veces, no lograba volver a dormir después de la visita de las pesadillas. Ni siquiera tenía claro que «pesadillas» fuera la forma correcta de describirlas. Así de a menudo me hacía revivir mi cruel cerebro las cosas que me habían ocurrido de verdad.
Me puse de pie, me acerqué a mi cama diario en mano y me metí bajo la sábana y la manta, que no necesitaba porque en aquel momento el calor era sofocante. Cogí el diario y me lo embutí dentro de los pantalones del pijama para sentirlo bien apretado contra el interior del muslo. Luego me quité la bolsita de cuero que llevaba colgada al cuello y la coloqué en el mismo lugar contra el otro muslo. Si mi larguísimo viaje me había enseñado algo, era dónde se encontraban los escondites más seguros para esos objetos tan valiosos.
Me recosté sobre el colchón —otra cosa de la que Elsa y Antoinette se habían quejado, pero que para mí era como dormir en una nube de alas de ángeles—, cerré los ojos, recé una oración rápida por mi padre y por mi madre —dondequiera que estuviese en el cielo— e intenté sumirme en el sueño.
Sin embargo, un pensamiento me inquietaba. Por más que detestara admitirlo, tenía otra razón para escribirles una carta de agradecimiento a los Landowski: aunque sabía que debía continuar mi viaje, no estaba preparado para renunciar al sentimiento más maravilloso del mundo: el de la seguridad.
2
—Bueno, ¿qué opinas, jovencito? —me preguntó monsieur Landowski cuando me vio mirar a los ojos de nuestro Señor, uno de los cuales era casi tan grande como yo.
Acababa de perfeccionar la cabeza del Cristo Redentor, así llamado en Brasil, una figura a la que yo me refería como Jesucristo. Monsieur Laurent Brouilly me había dicho que la estatua se erigiría en la cima de una montaña en una ciudad denominada Río de Janeiro. Mediría treinta metros de altura cuando todas las piezas se hubieran unido. Había visto las versiones en miniatura de la escultura terminada y sabía que el Cristo brasileño (y francés) se alzaría con los brazos abiertos de par en par para abrazar la ciudad que tendría a sus pies. Era muy inteligente, porque, desde lejos, cualquiera pensaría que era una cruz. A lo largo de las últimas semanas, había habido muchos debates y preocupaciones respecto a cómo subir la estatua a la montaña y después ensamblarla. Por lo visto, monsieur Landowski tenía muchas cabezas de las que preocuparse, puesto que también estaba trabajando en la escultura de un chino llamado Sun Yat-sen y lo estaba pasando mal con los ojos. Era un perfeccionista, pensé.
Durante los largos y calurosos días de verano, me había sentido atraído por el atelier de monsieur Landowski; me colaba en él a hurtadillas y me escondía detrás de los muchos pedruscos que descansaban en el suelo a la espera de que les dieran forma. El taller solía estar lleno de aprendices y ayudantes que, como Laurent, acudían a formarse con el gran maestro. La mayoría de ellos hacían caso omiso de mi presencia, aunque mademoiselle Margarida siempre me dedicaba una sonrisa cuando llegaba por la mañana. Era muy buena amiga de Bel, así que sabía que era de las de fiar.
Monsieur me descubrió un día en el atelier y, como cualquier padre, me recriminó que no hubiera pedido permiso antes de entrar. Negué con la cabeza y estiré los brazos hacia delante mientras retrocedía hasta la puerta; entonces el amable señor se aplacó y me hizo un gesto para que me acercara a él.
—Brouilly dice que te gusta vernos trabajar. ¿Es cierto?
Asentí.
—Bueno, entonces no tienes por qué esconderte. Mientras jures que nunca tocarás nada, eres bienvenido, muchacho. Ojalá mis hijos mostraran tanto interés como tú en mi profesión.
Desde ese momento, me permitieron sentarme a la mesa de caballete con un trozo de esteatita desechado y me proporcionaron mi propio juego de herramientas.
—Mira y aprende, muchacho, mira y aprende —me aconsejó Landowski.
Y eso hice. Aunque aporrear el cincel con el martillo sobre mi trozo de roca tampoco supuso una gran diferencia para mis métodos. Daba igual que intentara moldearla de la forma más sencilla posible, siempre acababa con un montón de escombros delante.
—Venga, muchacho, ¿qué te parece? —volvió a preguntar monsieur Landowski mientras señalaba la cabeza del Cristo.
Asentí con vigor y, como siempre, me sentí culpable de que aquel hombre tan amable que me había acogido en su casa siguiera intentando sonsacarme una respuesta vocal. Merecía recibirla aunque solo fuera por su perseverancia, pero sabía que, en cuanto abriera la boca para hablar, me pondría en peligro.
Madame Landowski, ahora que sabía que escribía y que entendía lo que me decían, me había dado un montón de trozos de papel.
«Así, si te hago una pregunta, podrás escribir la respuesta, ¿verdad?», me había dicho.
Yo le había contestado que sí con la cabeza y, a partir de ese momento, la comunicación fue muy sencilla.
Para responder a la pregunta de monsieur Landowski, me saqué la pluma del bolsillo del pantalón corto, escribí una palabra que ocupó casi toda la página y se la entregué.
Se rio al leerla.
—Magnifique, ¿eh? Bueno, gracias, señorito, y esperemos que tu reacción sea la misma que reciba el Cristo cuando se alce con orgullo en lo alto de la montaña del Corcovado, en el otro extremo del mundo. Si es que conseguimos llevarlo hasta allí…
—No pierda la fe, señor —intervino Laurent a mi espalda—. Bel dice que los preparativos para la utilización del funicular están muy avanzados.
—¿Eso dice? —Monsieur Landowski enarcó una de sus pobladas cejas grises—. Ya sabe usted más que yo. Heitor da Silva Costa no para de decirme que ya hablaremos de cómo trasladar mi escultura y después erigirla, pero al final la conversación nunca llega a producirse. ¿Es ya la hora de comer? Necesito tomarme un vino para calmar los nervios. Empiezo a pensar que este proyecto del Cristo será el fin de mi carrera. Qué idiota fui al aceptar una locura así.
—Iré a por la comida —respondió Laurent, y se encaminó hacia la diminuta cocina, que yo recordaría siempre, hasta el último detalle, como mi primer refugio seguro tras haber abandonado mi hogar hacía muchos meses.
Sonreí mientras veía a Laurent abrir una botella de vino. Como solía hacer cuando me despertaba temprano, ese día había bajado al atelier al amanecer solo para rodearme de la belleza que contenía. Me sentaba y pensaba en cómo se habría reído mi padre de que, de todos los lugares a los que podría haber ido a parar, como la fábrica de Renault, a tan solo unos kilómetros de allí, hubiera terminado en un sitio al que él mismo se habría referido como un templo artístico. Sabía que, por alguna razón, papá se habría sentido complacido.
Esa mañana, cuando aún estaba sentado entre las piedras contemplando el amable rostro del Cristo, había oído ruidos detrás de la cortina de la sala donde comíamos. Me acerqué de puntillas para asomarme al interior y vi un par de pies que sobresalían por debajo de la mesa. Me di cuenta de que el ruido eran los suaves ronquidos de Laurent. Desde que Bel había regresado a Brasil, me había fijado en que por las mañanas parecía estar borracho: tenía los ojos enrojecidos y llorosos y la piel cetrina y gris, como si estuviera a punto de salir corriendo a vomitar en cualquier momento. (Y yo tenía muchísima experiencia a la hora de saber cuándo un hombre o una mujer había superado con creces los límites normales).
En ese momento, mientras lo observaba servirse una copa generosa, me preocupé por su hígado, que, según me había dicho mi padre, era el órgano más afectado por el alcohol. Pero no era el único que me preocupaba, también me inquietaba su corazón. Aunque entendía que era imposible que el amor se lo rompiera literalmente, estaba claro que algo se había hecho añicos en el interior de aquel hombre. Tal vez algún día yo también llegara a comprender el deseo de ahogar el dolor en alcohol.
—Santé! —exclamaron los dos hombres al entrechocar las copas.
Cuando se sentaron a la mesa, me acerqué a la cocina para echar una mano cogiendo el pan, el queso y los tomates rojos y bulbosos que una señora que vivía en la misma calle cultivaba en su huerto.
Lo sabía porque había visto a Evelyn, el ama de llaves, aparecer en la cocina con una caja cargada de verduras. Como no era una mujer delgada y hacía tiempo que había dejado atrás la juventud, crucé la habitación a la carrera para cogerle la caja y ponerla a un lado.
—Madre mía, qué calor hace hoy —dijo jadeando mientras se dejaba caer con pesadez en una de las sillas de madera.
Le preparé un vaso de agua incluso antes de que lo pidiera y, tras sacarme una pluma y un papel del bolsillo, le formulé una pregunta por escrito.
—«¿Por qué no manda a las criadas?» —leyó, y luego me miró a los ojos—. Pues porque ninguna de esas dos sería capaz de distinguir un melocotón pocho de uno perfecto, mi niño. Son de la ciudad y no tienen ni idea de frutas y verduras frescas.
Volví a coger el trozo de papel y le escribí otra frase:
«La próxima vez que vaya, la acompañaré para cargar la caja».
—Es todo un detalle por tu parte, jovencito, y, si el tiempo sigue así, puede que te tome la palabra.
El calor continuó y fui a ayudarla. Durante el trayecto, me habló sobre su hijo y me contó con gran orgullo que estaba estudiando ingeniería en la universidad.
—Algún día se convertirá en alguien importante, ya verás —añadió mientras ella examinaba las verduras que se exhibían en el puesto y yo sujetaba la caja para recibir las que superaban su escrutinio.
De todas las personas que vivían en casa de los Landowski, Evelyn era mi favorita, aunque, tras oír parlotear a las criadas a través de la pared sobre el regreso de la «dragona», temí su vuelta. Me presentaron ante ella como «el niño sin nombre que no sabe hablar». (Fue Marcel, el hijo de trece años de los Landowski, quien utilizó la expresión. Sabía que él me miraba con recelo, cosa que entendía a la perfección: mi repentina llegada habría suscitado inquietud en cualquier familia). Sin embargo, Evelyn se limitó a estrecharme la mano y sonreírme con calidez.
«Cuantos más, mejor, eso digo yo siempre. ¿Qué sentido tiene disponer de una casa tan grande como esta y no llenar todas las habitaciones?».
Luego me guiñó un ojo y, más tarde, al verme mirando con deseo las sobras de la tarta tatin de la comida, me cortó un trozo.
Era bastante extraño que una mujer de cierta edad y yo hubiéramos forjado una especie de vínculo secreto y, sin duda, tácito (al menos por mi parte), pero yo sabía que era así. Había percibido en su mirada una expresión que me resultaba familiar y que me decía que Evelyn había sufrido mucho. Tal vez ella hubiese reconocido algo parecido en mí.
Había decidido que la única forma de asegurarme de que ningún habitante de la casa encontrara motivos para quejarse de mí era o hacerme invisible (de cara a los hijos de Landowski y, en menor medida, a monsieur y madame Landowski) o, por el contrario, mostrarme muy disponible para quienes lo necesitaran, que básicamente eran los sirvientes. Evelyn, Berthe, Elsa y Antoinette tenían lo que creo que ahora entendían como un ayudante útil siempre que lo requerían. En casa, muchas veces era yo quien limpiaba el diminuto espacio en el que vivíamos. Desde muy pequeño, siempre había tenido la necesidad de cerciorarme de que todo estaba en su sitio. Mi padre había observado que me gustaba el orden, no el caos, y bromeaba diciéndome que algún día convertiría a alguien en una muy buena esposa. En mi antiguo hogar, era imposible, ya que todas las actividades se desarrollaban en la misma habitación, pero aquí, en casa de los Landowski, el orden me apasionaba. Puede que mi tarea favorita fuese ayudar a Elsa y a Antoinette a recoger las sábanas y la ropa de las cuerdas del jardín cuando ya se habían secado al sol. Las dos criadas se reían de mi ansia por asegurarme de que las esquinas se unían a la perfección y de que fuera incapaz de no hundir la nariz en todas las prendas que descolgaba para inhalar su aroma a limpio, a mi parecer el más agradable de los perfumes.
En cualquier caso, después de cortar los tomates con la misma precisión con la que doblaba las sábanas, me sumé a la mesa de monsieur Landowski y Laurent. Los vi partir la baguette reciente y cortar un trozo de queso, pero, hasta que el escultor me indicó que lo imitara, no participé también del banquete. Mi padre siempre me había hablado de lo buena que estaba la comida francesa, y tenía razón. Sin embargo, después de mis accesos de vómito por haberme echado al gaznate a toda prisa cualquier cosa que me dieran, no fuera a ser la última comida que me ofrecían en la vida, empecé a comer como el caballero que me habían educado para ser en lugar de como un salvaje; eso dijo Berthe una vez sin saber que la oía.
Seguían charlando del Cristo y de los globos oculares de Sun Yat-sen, pero no me importó. Entendía que monsieur Landowski era un verdadero artista: había ganado la medalla de oro en la competición de arte de los Juegos Olímpicos de verano y, al parecer, era famoso en todo el mundo por su talento. Lo que más admiraba de él era que la fama no lo había cambiado. O, al menos, eso me imaginaba, porque trabajaba todas las horas que podía y muchas veces se saltaba la cena, un hábito por el que madame Landowski lo regañaba, pues sus hijos necesitaban verlo y ella también. La atención que prestaba a los detalles y el hecho de que aspirase a alcanzar la perfección, cuando en realidad podría haberle pedido a Laurent que acabara el trabajo, me motivaban. Me prometí que, terminara lo que terminase haciendo o siendo en este mundo, siempre me entregaría a ello con todo mi ser.
—¿Y a ti qué te parece, muchacho? ¡Niño!
Una vez más, me obligué a salir de mis pensamientos. Era un lugar en el que me había acostumbrado tanto a vivir que me costaba un poco adaptarme a que la gente mostrara algún tipo de interés en mí.
—No estabas prestando atención, ¿verdad?
Con una mirada de disculpa, hice un gesto de negación.
—Te preguntaba si consideras que los ojos de Sun Yat-sen están ya bien. Te enseñé una foto suya, ¿te acuerdas?
Cogí la pluma y pensé cuidadosamente mi respuesta antes de contestar. Me habían enseñado a decir siempre la verdad, pero también debía ser diplomático. Escribí las palabras necesarias y luego le pasé el libro.
«Casi, señor».
Observé a Landowski mientras tomaba un sorbo de vino; después echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—En el clavo, muchacho, has dado en el clavo. Bueno, esta tarde lo intentaré otra vez.
Cuando los dos hombres terminaron de comer, recogí el pan y el queso sobrantes y luego les preparé el café tal como sabía que le gustaba a monsieur Landowski. Mientras tanto, me metí los restos en el bolsillo del pantalón corto. Era una costumbre de la que aún debía librarme: uno nunca sabía cuándo iban a cortarle el suministro de alimentos. En cuanto les serví el café, me despedí con un gesto de la cabeza y volví a mi buhardilla. Guardé el pan y el queso en el cajón del escritorio. La mayoría de las veces, a la mañana siguiente, sin que nadie me viera, acababa tirando la comida que había almacenado allí en el cubo de la basura de la calle. Pero, como ya he dicho, nunca se sabía.
Después de lavarme las manos y peinarme, bajé para empezar la ronda vespertina de ofrecimiento de ayuda. Ese día consistió en pulir plata, algo que, debido a mi precisión y paciencia, hasta Evelyn dijo que se me daba bien. Me iluminé con el orgullo de una persona privada de halagos durante mucho tiempo. Aunque el brillo no me duró demasiado, porque el ama de llaves se quedó parada junto a la puerta y se volvió hacia Elsa y Antoinette, que estaban guardando los cuchillos y los tenedores en sus respectivos lechos de terciopelo.
—Ya podríais aprender un poco de la destreza del joven —les espetó.
En cuanto se marchó, Elsa y Antoinette me fulminaron con la mirada. Pero, como ambas eran vagas e impacientes, se mostraron encantadas de dejar la tarea en mis manos. Adoraba sentarme en el pacífico ambiente del gran comedor —a la mesa de caoba, que siempre relucía bajo una película brillante—, con las manos ocupadas y el pensamiento libre para vagar a su antojo.
La principal idea que me invadía la mente en ese momento, y casi todos los días desde que mi cuerpo y mis sentidos habían empezado a recuperarse, era cómo ganar dinero. Por muy bondadosos que fueran los Landowski, sabía que estaba a su merced. Podía ocurrir que, incluso esa misma noche, me dijeran que por una razón u otra mi tiempo con ellos había llegado a su fin. Una vez más, me echarían a la calle en un entorno que no conocía, vulnerable y solo. Obedeciendo a un instinto, me llevé los dedos a la bolsita de cuero que guardaba bajo la camisa. El mero hecho de tocarla y sentir su forma familiar me consoló, aunque supiera que no podía vender su contenido porque no me pertenecía. Que hubiera sobrevivido al viaje era todo un milagro, pero su presencia era tanto una bendición como una maldición. En ella estaba la única razón por la que, en esos momentos, me encontraba en París, viviendo bajo el techo de unos desconocidos.
Cuando terminé de pulir la tetera de plata, decidí que en la casa solo había una persona en quien confiara lo suficiente como para pedirle consejo. Evelyn vivía en lo que la familia llamaba «la casita», aunque en realidad era una extensión de la vivienda principal formada por dos habitaciones. Como me había dicho el ama de llaves, al menos tenía baño privado y, aún más importante, una puerta de entrada propia. Yo nunca había visto la casita por dentro, pero esa noche, después de la cena, me armaría de valor e iría a llamar a la puerta.
Observé a Evelyn a través de la ventana del comedor mientras se dirigía hacia sus aposentos; siempre se marchaba una vez que se había servido el plato principal y dejaba a sus dos criadas a cargo del postre y de fregar después. Cené escuchando las conversaciones de la familia. Nadine, la hermana mayor, todavía no estaba casada y pasaba gran parte de su tiempo fuera con un caballete, pinceles y una paleta. Nunca había visto sus cuadros, pero sabía que también diseñaba fondos de escenarios teatrales. Tampoco había ido a ver ninguna función representada en un teatro y, desde luego, no podía hablar con ella para preguntarle por su trabajo. Como pasaba tan poco tiempo en casa y parecía bastante absorta en su propia vida, me prestaba poca atención, aunque me dedicaba alguna que otra sonrisa si nos cruzábamos a primera hora de la mañana. Luego estaba Marcel, que un día me hizo frenar en seco, sacó pecho y se puso las manos en las caderas para decirme que no le caía bien. Sin duda, era una tontería, porque no me conocía de verdad, pero, aun así, le había oído decirle a su hermana pequeña, Françoise, que yo era un «lameculos» porque ayudaba en la cocina antes de la cena. Entendía cómo se sentía: que tus padres acogieran a un niño vagabundo al que habían encontrado en su jardín y que se negaba a hablar habría despertado las sospechas de cualquiera.
Sin embargo, se lo perdoné todo en el momento en el que oí por primera vez la bella música que brotaba de una habitación de la planta baja y flotaba hasta la cocina. Dejé de hacer lo que estaba haciendo y me quedé ahí plantado, fascinado. Aunque mi padre me tocaba lo que podía con su violín, nunca había oído el sonido que las teclas del piano emitían cuando un ser humano las manejaba con pericia. Y era glorioso. Desde entonces, me obsesioné ligeramente con los dedos de Marcel; sentía curiosidad por saber cómo conseguían cruzar tan rápido y en un orden tan perfecto las teclas del piano. Tenía que obligarme a apartar la mirada de ellos. Algún día reuniría el valor necesario para preguntarle si podía verlo tocar. Con independencia de cómo se comportara conmigo, lo consideraba un mago.
Su hermano mayor, Jean-Max, que ya estaba en la cúspide de la adultez, se mostraba indiferente hacia mí. No sabía gran cosa de lo que hacía cuando salía de casa, pero una vez intentó enseñarme a jugar a la petanca, el pasatiempo nacional de Francia. Consistía en lanzar bolas sobre la gravilla del patio de atrás y lo aprendí con bastante facilidad.
Por último, estaba Françoise, la hija menor de los Landowski, que no era mucho mayor que yo. A mi llegada, se mostró simpática, aunque muy tímida. Me sentí muy agradecido cuando, en el jardín, sin decir una palabra, me dio un caramelo, una cosa azucarada y pegada a un palo, y nos sentamos el uno junto al otro a lamer nuestras respectivas golosinas y a observar a las abejas mientras recogían el néctar. Se sumaba a Marcel en los ensayos de piano y le gustaba pintar, como a Nadine. Muchas veces la veía sentada ante el caballete mirando hacia la casa. No tenía ni idea de si se le daba bien o no, porque nunca había visto ninguno de sus cuadros, pero sospechaba que el precioso paisaje pastoril de un campo y un río que colgaba en el pasillo de la planta baja era suyo. Nunca nos hicimos grandes amigos, claro —debe de ser bastante aburrido pasar el rato con alguien con quien no puedes mantener una conversación—, pero me sonreía a menudo y notaba que me miraba con simpatía. De vez en cuando —por lo general los domingos, que monsieur Landowski no trabajaba—, la familia jugaba a la petanca o decidía organizar un pícnic. Siempre me pedían que los acompañara, pero yo declinaba la invitación por respeto a su intimidad familiar y porque había aprendido por las malas lo que el resentimiento era capaz de hacer.
Después de la cena, ayudé a Elsa y a Antoinette con los platos y, una vez que subieron a acostarse, salí a hurtadillas por la cocina y rodeé la casa por la parte trasera para que nadie me viese.
Cuando llegué a la puerta de la casita de Evelyn, tenía el corazón desbocado. ¿Estaba cometiendo un error? ¿Debería marcharme por donde había venido y olvidarme por completo de todo aquello?
—No —susurré casi para mis adentros.
En algún momento tenía que confiar en alguien. La intuición que me había mantenido con vida durante tanto tiempo me decía que era lo correcto.
Estiré una mano temblorosa y llamé a la puerta con timidez. No obtuve respuesta… Claro que no: nadie me habría oído ni aunque hubiera estado esperando justo al otro lado de la hoja de madera. Así que llamé con más fuerza. Al cabo de unos segundos, vi que levantaban la cortina de la ventana y luego abrían la puerta.
—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? —dijo Evelyn sonriéndome—. Pasa, pasa. No suelo recibir muchas visitas inesperadas, eso está claro —afirmó entre carcajadas.
Entré en la que quizá fuera la habitación más acogedora que había visto en mi vida. Aunque me habían dicho que una vez fue un garaje para el coche de monsieur Landowski y que no era más que un cuadrado de cemento, había algo bello dondequiera que mirase. Dos butacas, cubiertas por unas colchas bordadas y de colores vivos, ocupaban el centro de la habitación. Las paredes estaban salpicadas de retratos de familia y bodegones, y un arreglo floral se alzaba con orgullo sobre la impoluta mesa de caoba que había al lado de la ventana. Había una puertecita, que imaginé que daba paso al dormitorio y al baño, y una pila de libros descansaba en un estante sobre una cómoda llena de vasos y tazas de porcelana.
—Venga, siéntate —dijo la mujer, que me señaló una de las butacas y apartó algún tipo de labor de bordado de la suya—. ¿Te sirvo un poco de limonada? La hago siguiendo mi propia receta.
Asentí con entusiasmo. No la había probado antes de llegar a Francia y ahora no me hartaba nunca de beberla. La observé mientras se dirigía a la cómoda y sacaba dos vasos. Vertió el líquido amarillo lechoso desde una jarra llena de hielo.
—Toma —me dijo al sentarse en la butaca, casi encajonada de tan corpulenta que era—. Santé.
Levantó el vaso y yo la imité, pero no dije nada, como de costumbre.
—Bueno —dijo el ama de llaves—, ¿en qué puedo ayudarte?
Ya había anotado lo que quería preguntarle, de manera que me saqué el papel del bolsillo y se lo pasé.
Leyó lo que ponía y luego me miró.
—¿Que cómo puedes ganar dinero? ¿Eso es lo que has venido a preguntarme?
Asentí.
—Bueno, jovencito, no estoy segura de saberlo. Tendría que pensármelo. Pero ¿por qué tienes la sensación de que debes ganar dinero?
Le hice un gesto para indicarle que le diera la vuelta al papel.
—«Por si los benévolos Landowski deciden que ya no tienen espacio para mí» —leyó en voz alta—. Bueno, dado el éxito de monsieur y la cantidad de encargos que está recibiendo, dudo mucho que tengan que mudarse a una casa más pequeña. Así que aquí siempre habrá sitio para ti. Pero creo que entiendo a lo que te refieres. Tienes miedo porque quizá algún día decidan echarte sin más, ¿no es eso?
Asentí con ímpetu.
—Y no serías más que otro huerfanito muerto de hambre en las calles de París. Lo cual me lleva a una pregunta muy importante: ¿eres huérfano? Me basta con un sí o un no.
Sacudí la cabeza con el mismo vigor con el que acababa de asentir.
—¿Dónde están tus padres?
Me devolvió el papel y yo escribí la respuesta.
«No lo sé».
—Entiendo. Pensaba que a lo mejor los habías perdido en la Gran Guerra, pero terminó en 1918, así que es posible que seas demasiado pequeño para eso.
Me encogí de hombros, intentando evitar que me cambiara la expresión de la cara. Lo malo de la bondad era que te hacía bajar la guardia, y yo sabía que no debía permitirme algo así, costara lo que costase. La miré mientras me observaba en silencio.
—Sé que, si quieres, eres capaz de hablar, jovencito. La mujer brasileña que estuvo aquí nos dijo que le diste las gracias en un francés perfecto la noche en que te encontró. La pregunta es: ¿por qué no quieres hablar? La única respuesta que se me ocurre, salvo que te hayas quedado mudo de golpe después, cosa que dudo mucho, es que tengas demasiado miedo como para confiar en nadie. ¿Voy desencaminada?
Ahora estaba realmente indeciso… Quería decirle que no, que no iba desencaminada en absoluto, y arrojarme hacia sus brazos consoladores, que me rodease con ellos y contárselo todo, pero…, pero todavía no podía. Le señalé que necesitaba el papel, escribí unas cuantas palabras y volví a dárselo.
«Tenía fiebre. No recuerdo haber hablado con Bel».
Evelyn leyó aquellas frases y luego me sonrió.
—Lo entiendo, jovencito. Sé que mientes, pero, sea cual sea el trauma que has sufrido, ha aniquilado tu confianza. Tal vez algún día, cuando nos conozcamos un poquito más, te cuente algo de mi vida. Fui enfermera en el frente durante la Gran Guerra. Las penurias que vi allí… jamás las olvidaré. Y sí, te seré sincera, por un tiempo perdí la fe y la confianza en la naturaleza humana. Y también en Dios. ¿Crees en Él?
Asentí con algo menos de vigor. En parte porque no sabía si Evelyn seguía siendo una mujer religiosa tras su lapso de fe y en parte porque no lo tenía claro.
—Creo que es posible que te encuentres en el mismo punto en el que yo estaba entonces. Tardé mucho tiempo en volver a confiar. ¿Sabes qué fue lo que me devolvió la fe y la confianza? El amor. El amor por mi adorado hijo. Y eso lo arregló todo. Por supuesto, el amor proviene de Dios o como quieras llamar al espíritu que nos une a los humanos a Él a través de una red invisible. Aunque a veces sintamos que nos ha abandonado, nunca lo hace. De todas maneras, la verdad es que no tengo una respuesta para tu pregunta, me temo. Hay muchos niños pequeños como tú en las calles de París y se las arreglan para sobrevivir de formas en las que en realidad no quiero pensar. Pero… Madre mía, ojalá me confiaras al menos tu nombre. Te prometo que monsieur y madame Landowski son personas buenas y amables y que jamás te echarían de su casa.
Volví a indicarle que necesitaba el papel y, cuando terminé de escribir, se lo pasé de nuevo.
«Entonces ¿qué van a hacer conmigo?».
—Pues, si hablaras, te permitirían vivir aquí, en su casa, de manera indefinida y te mandarían a estudiar como al resto de sus hijos. Pero, en estas circunstancias… —dijo, encogiéndose de hombros—, es imposible, ¿no? Dudo que algún colegio acepte a un niño mudo, con independencia del nivel de formación que haya recibido antes. Por lo que sé de ti, diría que tu educación ha sido buena y que te gustaría seguir ampliándola. ¿Me equivoco?
Esbocé lo que me pareció una imitación decente de un encogimiento de hombros a la francesa, un gesto en cuya ejecución parecían expertos todos los habitantes de aquella casa.
—Si hay una cosa que no me gusta son los mentirosos, jovencito —me reprendió Evelyn de pronto—. Sé que tienes tus razones para guardar silencio, pero al menos podrías ser sincero. ¿Deseas continuar con tu educación o no?
Asentí de mala gana.
Evelyn se dio una palmada en el muslo.
—Pues ahí lo tienes. Debes decidir si estás preparado para empezar a hablar, momento en el que tu futuro en el hogar de los Landowski pasará a ser mucho más seguro. Serías un niño normal que podría ir a un colegio normal, y sé que continuarían acogiéndote de buen grado. Bueno. —Evelyn bostezó—. Mañana tengo que madrugar, pero he disfrutado mucho de esta velada y de tu compañía. Por favor, ven a visitarme siempre que te apetezca.
Me levanté enseguida, asentí con la cabeza en señal de agradecimiento mientras me dirigía hacia la puerta y Evelyn se puso en pie para acompañarme. Justo cuando estaba a punto de girar el pomo, noté sobre los hombros un par de manos suaves que me hicieron darme la vuelta y luego me rodearon la cintura al mismo tiempo que me atraían hacia ella.
—Lo único que necesitas es un poco de amor, chéri. Buenas noches.
3
26 de octubre de 1928
Hoy han encendido la chimenea del comedor antes de la cena. Es muy emocionante ver el fuego, aunque no entiendo por qué todo el mundo se queja del frío. Los miembros de la familia gozan de buena salud y están ajetreados. Monsieur Landowski está preocupado por el transporte de su preciosa escultura del Cristo a Río de Janeiro. También debe terminar aún a Sun Yat-sen. Intento ayudar todo lo que puedo en la casa y espero que consideren que soy útil y no una carga. Estoy muy contento con mis nuevas prendas de invierno, heredadas de Marcel. La tela de la que están hechas la camisa, los pantalones cortos y el jersey tiene un tacto muy agradable y suave sobre la piel. Madame Landowski ha tenido la amabilidad de decidir que, aunque de momento no pueda ir al colegio porque soy mudo, debería recibir algún tipo de educación de todos modos. Me ha preparado problemas de matemáticas y un examen de ortografía. Me esfuerzo por acertar las respuestas. Me siento feliz y agradecido de estar en esta preciosa casa con gente tan amable.
Solté la pluma y cerré con llave mi diario, con la esperanza de que las miradas indiscretas, de haberlas, no encontraran nada criticable en lo que decía dentro. Luego metí la mano debajo del cajón para coger el pequeño fajo de papeles que cortaba al mismo tamaño que las páginas del diario. En ellos documentaba mis verdaderos pensamientos. Al principio, escribía el diario solo para complacer a quienes me lo habían regalado, por si alguna vez me preguntaban si lo había usado. Pero me di cuenta de que no poder expresar mis ideas y sentimientos se me hacía cada vez más difícil y de que plasmarlos por escrito era un alivio necesario, una vía de escape. Un día, decidí que, cuando ya no viviera con los Landowski, insertaría estas hojas en los lugares pertinentes y así conformaría un retrato mucho más sincero de mi vida.
Creo que la razón por la que me resultaba más difícil pensar en marcharme era Evelyn, ya que, desde que me lo pidió, había ido a visitarla siempre que podía. Y, sinceramente, creía que la mujer había desarrollado una especie de sentimiento maternal hacia mí que parecía real y verdadero. A lo largo de las últimas semanas, estando sentados el uno junto al otro en su acogedora salita, la había escuchado hablar en múltiples ocasiones sobre su vida, que, como sospechaba, había albergado mucho sufrimiento. Su marido y su hijo mayor no regresaron de la Gran Guerra. Desde que estaba en la casa de los Landowski, me habían enseñado muchas cosas sobre el conflicto. Pero, como nací en 1918, no lo viví. Escuchar a Evelyn hablar de la enorme cantidad de hombres que habían muerto en el campo de batalla tras obligarlos a salir de las trincheras, gritando de dolor porque les habían volado pedazos del cuerpo, me provocaba escalofríos.
—Lo que más me duele es que mis queridos Anton y Jacques murieron solos, sin nadie que los reconfortara.
Al ver que se le llenaban los ojos de lágrimas, le tendí la mano. Lo que de verdad quería hacer era decirle: «Lo siento mucho. Debe de resultarte muy duro. Yo también he perdido a todos mis seres queridos…».
Me explicó que por ese motivo se sentía tan orgullosa y protegía tanto al único hijo que le quedaba. Si lo perdía, también perdería la cabeza. Quise decirle que yo la había perdido, pero que, para mi sorpresa, la estaba recuperando poco a poco.
Cada vez me costaba más seguir mudo, sobre todo porque sabía muy bien que, si hablaba, me mandarían al colegio. Y yo deseaba, por encima de todas las cosas, seguir estudiando. Pero, claro, me harían preguntas sobre mis circunstancias a las que, sencillamente, no podía contestar. O tendría que mentir, y estas personas tan buenas que me habían acogido en su casa, vestido y alimentado se merecían algo mejor.
—¡Pasa, pasa! —me dijo el ama de llaves cuando abrí la puerta de su casita.
Sabía que Evelyn tenía una pierna mal y creía que le dolía más de lo que dejaba entrever. No era el único al que le preocupaba su posición en casa de los Landowski.
—Prepara tú el chocolate, si no te importa. Ya lo tienes todo listo —añadió.
Obedecí e inhalé el maravilloso aroma del cacao. Estaba seguro de que lo había probado en algún momento de mi pasado, pero ahora no me cansaba nunca de él. La hora del chocolate con Evelyn se estaba convirtiendo a toda prisa en mi rato favorito del día.
Cogí las dos tazas y luego dejé una en la mesa, junto a ella, y la otra encima de la chimenea, tras cuya rejilla ardía alegremente el fuego. Cuando me senté, me abaniqué la cara con la mano, casi mareado por culpa del calor.
—Vienes de un país muy frío, ¿verdad?
Evelyn me miró de hito en hito y supe que estaba al acecho de información en un momento en el que creía que podría haberme pillado desprevenido.
Levanté mi taza de chocolate y bebí un sorbo para demostrarle que mi cuerpo acalorado era capaz de tolerar el líquido caliente, aunque me moría de ganas de quitarme el jersey de lana.
—Bueno, algún día me contestarás —dijo sonriendo—. De momento, sigues siendo un enigma.
La miré con aire inquisitivo. Nunca había oído esa palabra, pero parecía interesante.
—«Enigma» significa que nadie tiene muy claro quién eres en realidad —explicó—. Y eso te hace interesante, al menos durante un tiempo. Luego, quizá, se vuelva aburrido.
¡Uf! Eso sí que había dolido.
—De todas formas…, te pido disculpas por mi frustración. Es solo que me preocupo por ti. Puede que la paciencia de monsieur y madame Landowski se agote en algún momento. Los oí hablar el otro día mientras limpiaba el polvo de la sala de estar. Se están planteando mandarte a un psiquiatra. ¿Sabes lo que es?
Negué con la cabeza.
—Es… Son médicos de la mente. Te hacen preguntas y toman una decisión sobre el estado de tu cabeza y las razones que lo han provocado. Por ejemplo, si padeces un trastorno mental, significaría que tienen que ingresarte en una especie de hospital.
Abrí los ojos como platos, horrorizado. Sabía muy bien a qué se refería. En casa, a uno de nuestros vecinos, al que muchas veces oíamos gritar y vociferar y al que una vez vimos desnudo en plena calle principal de la ciudad, se lo habían llevado a lo que llamaban un «sanatorio». Por lo que se ve, son lugares terribles, llenos de hombres y mujeres que chillan y dan voces o que permanecen inmóviles con la mirada perdida, como si ya estuvieran muertos.
—Perdón, no tendría que haberte dicho nada —dijo entonces Evelyn—. Todos sabemos que no estás loco, sino que, más bien, ocultas lo inteligente que eres. La razón por la que se estaban planteando llevarte al psiquiatra era descubrir por qué te sientes incapaz de comunicarte con nosotros cuando sabemos que tienes la capacidad de hacerlo.
Como siempre, sacudí la cabeza con firmeza. Todos sabían que mi respuesta a esa pregunta era que tenía fiebre y que no recordaba haber hablado con Bel. Y en realidad no era mentira.
—Su intención es ayudarte, cariño, no hacerte daño. Por favor, no pongas esa cara de miedo. Mira —dijo Evelyn, que cogió un paquete marrón que había junto a su butaca—, esto es para ti, para el invierno.
Acepté lo que me tendía y me sentí como si fuera mi cumpleaños. Hacía mucho tiempo que no tenía un regalo que abrir. Casi deseaba saborearlo, pero Evelyn me animó a rasgar el papel con rapidez. Dentro había una colorida bufanda de rayas y un gorro de lana.
—Pruébatelos, jovencito. A ver si te quedan bien.
Aunque tenía un calor tremendo, hice lo que me pedía. La bufanda me iba perfecta, como no podía ser de otra manera. Sin embargo, el gorro de lana era un poquito grande y la primera vez que me lo puse me tapó los ojos.
—Dámelo —dijo Evelyn, y la vi doblar hacia arriba la parte delantera—. Toma. Así te irá mejor. ¿Qué te parece?
«Que quizá me muera de un golpe de calor si me los dejo puestos…».
Asentí con entusiasmo y a continuación me levanté, me acerqué a ella y le di un abrazo. Cuando me aparté, me di cuenta de que se me habían llenado los ojos de lágrimas.
—Anda, tonto, ya sabes cuánto me gusta tejer. Hice cientos de ellos para nuestros chicos del frente —añadió.
Me di la vuelta para volver a mi butaca, con la palabra «gracias» rondándome los labios, pero los mantuve apretados con fuerza. Me quité el gorro y la bufanda, los doblé y, con gran reverencia, volví a guardarlos en su papel marrón.
—Venga, ya es hora de que los dos nos vayamos a la cama —dijo con la mirada clavada en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea—. Aunque antes debo decirte que hoy he recibido una noticia maravillosa. —La vi señalar una carta que descansaba detrás del reloj—. Es de mi hijo, Louis. Vendrá a visitarme en mi día libre. ¿Qué te parece?
Asentí con ganas, pero me di cuenta de que, dentro de mí, había una parte que sentía celos de ese extraordinario Louis, que, a ojos de su madre, no hacía nada mal. Me pareció que lo que sentía por él podría ser odio.
—Me gustaría que vinieras a conocerlo. Me llevará a comer al pueblo y estaremos de vuelta a las tres y media. ¿Por qué no pasas a saludarlo a las cuatro?
Asentí e intenté no parecer tan enfurruñado como me sentía. Después de decirle adiós con la mano y de dedicarle una enorme sonrisa mientras le daba unas palmaditas al paquete, salí de la casa. Cuando llegué a mi habitación, me hice un ovillo en la cama, inquieto debido a ese rival al que tendría que enfrentarme por los afectos de Evelyn y también a lo que me había dicho sobre el psiquiatra, al que quizá los Landowski me obligaran a visitar.
Esa noche no dormí bien.
El domingo por la tarde me lavé la cara en la palangana con agua que una de las criadas me proporcionaba todos los días. Arriba, en la planta de la buhardilla, no teníamos «servicios» (otra de las cosas de las que se quejaban Elsa y Antoinette, ya que por la noche tenían que bajar escaleras para hacer sus necesidades). Me peiné y decidí que no me pondría un jersey de lana, porque lo más probable era que, si tenía a su hijo en casa, Evelyn hubiera encendido un fuego muy vivo. Ya en el piso de abajo, salí por la puerta de la cocina y emprendí mi habitual paseo hacia la casita. Entonces oí algo y frené en seco. Agucé el oído y cerré los ojos al mismo tiempo que, sin poder evitarlo, se me dibujaba una sonrisa en la cara. Conocía la obra musical y me di cuenta de que no la estaba tocando un aficionado, como mi padre, sino una persona que llevaba muchos años formándose.
Cuando la música paró, recuperé la compostura y reanudé la marcha hasta llegar a la puerta delantera de Evelyn. La golpeé con los nudillos y un hombre alto y delgado de diecinueve años, como yo ya sabía, la abrió de inmediato.
—Hola —me saludó con una sonrisa—. Tú debes de ser el jovencito sin hogar que se ha unido a la familia desde la última vez que vine por aquí.
Me invitó a pasar y recorrí la habitación a toda prisa con la mirada en busca del instrumento que acababa de oírle tocar. El violín ocupaba la butaca en la que yo solía sentarme y no pude por menos que quedarme mirándolo.
—Hola —dijo Evelyn—. Este es Louis, mi hijo.
Asentí, aún incapaz de apartar la vista del sencillo trozo de madera que, mágicamente, había dejado de ser un árbol para transformarse en un instrumento con el potencial de emitir los sonidos más gloriosos del mundo. Al menos en mi opinión.
—¿Has oído tocar a mi hijo?
A Evelyn no le había pasado desapercibida mi forma de mirar el instrumento.
Asentí. Hasta el último recoveco de mi cuerpo ardía en deseos de asirlo, de colocármelo con cuidado bajo la barbilla, levantar el arco y comenzar a arrancarle notas.
—¿Quieres cogerlo?
Alcé la mirada hacia Louis, que me recordaba a su madre, pero en hombre: ambos compartían la sonrisa tierna. Asentí con vehemencia. Me lo tendió y lo acepté con la misma actitud reverencial con la que habría recibido el vellocino de oro. Luego, de manera casi automática, me puse el instrumento bajo la barbilla.
—Así que tocas —dijo Louis.
No fue una pregunta, sino una afirmación.
Volví a decir que sí con la cabeza.
—Pues habrá que ver cómo lo haces —repuso mientras agarraba el arco y me lo pasaba.
Acababa de oírlo tocar, así que sabía que el violín estaba perfectamente afinado. Aun así, pasé el arco por las cuerdas para intentar familiarizarme con el instrumento. Pesaba más que el que papá y yo tocábamos —era más sólido, por decirlo de alguna manera— y me pregunté si sería capaz de arrancarle esas notas. Hacía muchísimo tiempo que no tenía un violín en las manos. Tras cerrar los ojos, hice lo que mi padre me había enseñado siempre y comencé a acariciar las cuerdas. Antes de empezar, ni siquiera tenía claro lo que iba a tocar, pero las hermosas notas de la «Allemande», de la Partita para violín de Bach comenzaron a brotar de mi interior. Me pilló por sorpresa que la música cesara y llegase el silencio. Y luego los aplausos.
—Vaya, esto era lo último que me esperaba —oí que decía Evelyn mientras se daba aire con el abanico.
—Señorito, eres… —comenzó Louis—. Bueno, eres extraordinario. Lo es sin duda para un niño de tu edad. Dime, ¿dónde has aprendido a tocar?
Mientras me permitieran tenerlo en las manos, no tenía la menor intención de soltar el violín para sacar un trozo de papel, así que me limité a encogerme de hombros con la esperanza de que me pidiera que tocase algo más.
—Ya te lo he dicho, Louis, no habla.
—Pues la música que crea con el violín compensa con creces las carencias de sus cuerdas vocales. —Sonrió mirando a su madre y luego se volvió hacia mí—. De verdad que eres excepcional para ser tan pequeño. Ven, deja que lo recoja y siéntate a tomar una taza de té.
Cuando Louis empezó a acercarse, una parte de mí quiso aferrarse con fuerza al instrumento, darse la vuelta y echar a correr.
—No te preocupes, jovencito —intervino Evelyn—. Ahora que sé que tocas tan bien, te animaré a hacerlo lo más a menudo posible. Verás, el violín era de mi marido, que también lo tocaba maravillosamente, así que vive aquí conmigo, debajo de la cama. Vuelve a guardarlo, por favor —dijo Evelyn con suavidad, y me señaló una funda abierta en el suelo.
Mientras Louis preparaba el té, yo deposité el violín con ternura en su nido. El nombre del fabricante estaba impreso en el interior de la parte superior de la funda. No había oído hablar de él en mi vida, pero daba igual. Puede que la calidad del sonido no fuera tan buena como en el de mi padre, pero valdría. Cualquier violín me valdría. Evelyn no me pidió que pusiera la funda en su sitio, así que permaneció a mi lado mientras todos nos tomábamos el té y yo escuchaba a Louis hablarle a su madre del curso que estaba estudiando.
—Puede que algún día diseñe el nuevo coche de Renault —dijo.
—En ese caso, además de sentirme orgullosa de ti, sabes que me pondría muy contenta porque vivirías cerca y no en Lyon, que está muy lejos.
—Ya no queda mucho, solo faltan dieciocho meses para que me gradúe, y luego mandaré cartas a todas las fábricas para ver cuál decide que requiere mis habilidades.
—Louis está obsesionado con los coches desde que era pequeño —me explicó Evelyn—. Entonces no había tantos por la calle, pero él los dibujaba tal como se imaginaba que serían en el futuro y, la verdad, sus diseños se parecen mucho a los que las fábricas producen ahora. Por supuesto, esas cosas son solo para los ricos…
—Sí, pero pronto dejará de ser así, maman. Un día, todas las familias tendrán uno, y yo también.
—Soñar no es malo, claro —contestó Evelyn con ternura—. A ver, jovencito, ¿te ves capaz de acabarte esa tarta o le pido a Louis que la guarde en la caja para mañana?
Decidí que tenía hueco para un trozo más y cogí la última porción del plato.
—Dime, ¿qué es lo que te apasiona? —me preguntó Louis.
Saqué un trozo de papel y escribí tres palabras:
«¡Comida!».
«Violín».
«Libros».
Añadí «Leer» entre paréntesis y le pasé la nota.
—Ya veo. —Louis me sonrió de oreja a oreja tras leerlo—. Sin duda, hoy he visto esas dos primeras pasiones en acción. ¿Antes hablabas?
No quise que diera la impresión de que me lo estaba pensando, así que decidí decir la verdad y asentí.
—¿Puedo preguntar qué ocurrió para que enmudecieras?
Me encogí de hombros una vez más y negué con la cabeza.
—Bueno, es que no creo que preguntárselo sea asunto nuestro —lo interrumpió Evelyn—. Ya nos lo dirá cuando esté preparado, ¿a que sí?
Asentí y luego agaché la cabeza, apenado. Aunque no pudiera usar la voz, mis capacidades interpretativas mejoraban cada vez más.
—¿Por qué no atizas el fuego, Louis? Los días empiezan a acortarse de verdad. —Evelyn se estremeció de repente—. No me gusta el invierno, ¿y a ti, jovencito?
Sacudí la cabeza con fuerza.
—Pero al menos la Navidad trae luz a nuestro hogar y a nuestro corazón y es algo que esperar con ilusión. ¿Te gusta la Navidad?
Me quedé mirándola y cerré los ojos cuando me asaltó el recuerdo de un día en el que el fuego ardía con fuerza y nos intercambiamos los regalos más insignificantes tras volver de la iglesia. Cenamos carne y otros manjares especiales. Lo disfruté, aunque apareciera en mi memoria como la ilustración de un libro, como si no me perteneciera.
—Espero poder permitirme el pasaje para venir a verte, maman. Ahorraré todo lo que pueda —dijo Louis.
—Lo sé, chéri. Sin embargo —añadió Evelyn, ahora dirigiéndose también a mí—, es la época más ajetreada del año para mí, porque a monsieur Landowski le gusta ofrecer fiestas para sus amigos. Tal vez sea mejor que lo dejemos hasta después de Navidad, cuando los billetes de tren quizá sean más baratos.
—Puede, ya veremos. Y, ahora, odio decirlo, pero debo ponerme en marcha.
—Claro —convino Evelyn, aunque vi que se le entristecía la mirada—. Deja que te prepare algo de comida para el viaje.
—Maman, no te muevas de ahí, por favor —dijo Louis, que le hizo un gesto para que no se levantara de la butaca—. Hemos comido muchísimo a mediodía y, con toda la tarta que me he tomado después, te prometo que llegaré a casa sin morirme de hambre. A maman le gusta cebar a la gente; probablemente ya lo habrás notado —dijo como en un aparte para mí.
Me levanté porque no quería estorbar lo que a todas luces era una despedida triste para la madre y el hijo. Abracé a Evelyn y luego le estreché la mano a Louis.
—Todo un placer conocerte, y gracias por hacerle compañía a maman. La gallina clueca necesita un polluelo, ¿a que sí? —Sonrió.
—Me conoces demasiado bien —contestó la mujer entre risas—. Adiós, jovencito, hasta mañana.
—Y quizá la próxima vez que venga de visita ya tengas un nombre por el que llamarte —añadió Louis mientras me dirigía hacia la puerta.
Volví a la casa pensando en lo que acababa de decirme. Era algo que me había planteado en numerosas ocasiones desde que enmudecí. Lo cierto era que nunca volvería a revelarle mi verdadero nombre a nadie, jamás, y eso significaba que podía escoger otro, el que quisiera. No había forma de mejorar el real, pero me resultaba interesante pensar en cómo me llamaría. El caso es que, una vez que tienes un nombre, te pertenece, aunque sea el más terrible del mundo. Y suele ser lo primero que la gente conoce de ti. Así que intentar desprenderte de él es mucho más complicado de lo que parece. Me había susurrado no pocos a lo largo de las últimas semanas, solo porque no me gustaba que la gente lo pasara mal por no saber cómo dirigirse a mí. Si tuviera un nombre, los ayudaría, y además era algo muy fácil de escribir. No obstante, me resultaba imposible dar con el adecuado, por más que me esforzase en encontrarlo.
Tras cortarme una buena rebanada de baguette y untarla bien de mermelada en el centro (la familia les daba la tarde del domingo libre a las criadas), subí a mi dormitorio de la buhardilla y me senté en la cama para ver caer la noche desde mi pequeña ventana. Luego cogí el diario y añadí un par de líneas a mi párrafo anterior:
Acabo de tocar el violín por primera vez desde hacía mucho tiempo. Ha sido maravilloso volver a sentir el arco en las manos y ser capaz de crear música con el instrumento…
La pluma se quedó inmóvil, suspendida en el aire, cuando me di cuenta de que acababa de encontrar el nombre perfecto.
4
—Al fin está acabada la estatua. —El profesor Landowski dio un puñetazo de alivio en su banco de trabajo—. Pero ahora el brasileño chiflado quiere que haga un modelo a escala de la cabeza y las manos de su Cristo. La cabeza medirá casi cuatro metros, así que cabrá en el estudio de milagro. Los dedos también llegarán casi a las vigas. En el atelier experimentaremos lo que es tener la mano de Cristo sobre nosotros en el sentido más literal —bromeó Landowski—. Luego, según me ha explicado da Silva Costa, descuartizará mis creaciones como si fueran trozos de ternera para enviarlas en barco a Río de Janeiro. Nunca había trabajado así. Pero —suspiró— supongo que he de confiar en su locura.
—Me temo que no le queda elección —convino Laurent.
—Por lo menos paga las facturas, Brouilly, aunque no puedo aceptar más encargos hasta que la cabeza y las manos de Nuestro Señor hayan salido del atelier. Básicamente porque no tendría dónde meterlos. En fin, manos a la obra. Tráeme los moldes que hiciste de las manos de las dos señoritas hace unas semanas. Necesito trabajar a partir de algo.
Vi que Laurent se dirigía al almacén para rescatar los moldes y decidí que había llegado el momento de escabullirme. Percibía la tensión de ambos hombres. Salí del atelier y me senté en el banco de piedra a contemplar el hermoso y despejado cielo nocturno. Me asaltó un escalofrío repentino y, por primera vez, me alegré de llevar puesto el jersey de lana. Esa noche helaría, pero no me parecía que después fuera a nevar. Y yo de eso entendía mucho. Giré la cabeza para mirar hacia la zona correcta del cielo, pues sabía que, junto con noviembre, había llegado la época del año en la que quienes me habían guiado hasta allí, hasta mi nuevo hogar, aparecerían en el hemisferio norte. Ya las había visto varias veces, siempre titilando sin fuerzas y a menudo oscurecidas por las nubes, pero esta noche…
Di un respingo, como me ocurría siempre que oía pasos que se acercaban, e intenté distinguir de quién se trataba. Vislumbré la familiar silueta de Laurent, que se sentó a mi lado mientras yo continuaba contemplando la bóveda celeste.
—¿Te gustan las estrellas? —me preguntó.
Le sonreí y asentí.
—Allí está el cinturón de Orión. —Laurent señaló el cielo nocturno—. Y al lado, formando un grupo compacto, están las Siete Hermanas. Con sus padres, Atlas y Pléyone, velando por ellas.
Seguí la trayectoria de sus dedos mientras trazaban líneas entre las estrellas, sin atreverme a mirarlo por si captaba mi sorpresa.
—A mi padre le gustaba mucho la astronomía. Tenía un telescopio en una de las habitaciones del último piso de nuestro castillo —me explicó Laurent— y a veces, en las noches despejadas, lo instalaba en el tejado y me hablaba de las constelaciones. Una vez vi una estrella fugaz y me pareció la cosa más mágica del mundo. ¿Tú tienes padres?
Mantuve la mirada clavada en las estrellas y fingí no haberlo oído.
—En fin, debo irme. —Me dio unas palmaditas en la cabeza—. Buenas noches.
Mientras lo observaba alejarse, me di cuenta de que era la ocasión en que más cerca había estado de romper a hablar (al menos tras el episodio del violín). De todas las estrellas que podría haber nombrado, de todas las constelaciones… Sabía que eran famosas, pero, por alguna razón, siempre las había sentido como un secreto solo mío, así que no me gustó mucho que también fueran especiales para otra gente.
«Tú busca a las Siete Hermanas de las Pléyades, hijo mío. Siempre estarán ahí, en algún lugar, velando por ti y protegiéndote cuando yo no pueda…».
Me sabía las historias de todas ellas al dedillo. Cuando era todavía mucho más pequeño, escuchaba a mi padre mientras me hablaba de sus antiguos prodigios. Sabía que eran criaturas que no aparecían solo en la mitología griega, sino también en muchas leyendas de todos los rincones del mundo. Para mí, en mi cabeza, siempre habían sido reales: siete mujeres que velaban por mí. Mientras que otros niños aprendían que los ángeles los envolvían con sus alas aterciopeladas, Maia, Alción, Astérope, Celeno, Taygeta, Electra y Mérope eran como madres para mí. Me sentía muy afortunado de contar con las siete, porque, aunque una de ellas no brillara mucho alguna noche concreta, las otras sí lo hacían. Cada una tenía unas cualidades diferentes, fortalezas distintas. A veces pensaba que, juntándolas a todas, quizá obtuviéramos a la mujer perfecta, como la Santa Madre. Y, aunque ya fuera —o tuviese que ser— mayor, la fantasía de que las hermanas eran reales y acudían en mi ayuda siempre que las necesitaba no se desvanecía porque yo no lo permitía. Las miré una vez más y después me levanté del banco y subí corriendo a mi habitación de la buhardilla para asomarme a la ventana. Y sí… ¡SÍ! También las veía desde allí.
Creo que es posible que esa noche durmiera mejor que nunca, consciente de que mis guardianas estaban allí, brillando sobre mí para protegerme.
Toda la casa se había enterado ya de que sabía tocar el violín.
—Quieren oírte —me dijo Evelyn—. Y lo harás este domingo.
Esbocé un mohín, más por miedo que por fastidio. Tocar para ella, que era ama de llaves, era una cosa, pero tocar para la familia Landowski, sobre todo siendo Marcel un pianista tan consumado, era otra muy distinta.
—No te preocupes, usa este para practicar —me dijo al mismo tiempo que me entregaba el violín—. Ven durante el día, cuando todo el mundo está ocupado. Aunque no puede decirse que necesites ensayar, cariño, pero quizá te sientas mejor si lo haces. ¿Te sabes muchas piezas de memoria?
Asentí.
—Entonces escoge al menos dos o tres —me aconsejó, aunque no entendí muy bien por qué.
Así las cosas, a lo largo de los días siguientes visité en varias ocasiones la casita de Evelyn mientras ella trabajaba en la vivienda principal y, tras asegurarme de que todas las ventanas estaban cerradas por si había oídos demasiado curiosos, toqué mis piezas favoritas. El ama de llaves tenía razón: estaba oxidado y había perdido agilidad en los dedos, probablemente debido a todo lo que habían sufrido en mi viaje hasta allí. Después de sopesarlo mucho, seleccioné tres piezas: la primera porque su sonido impresionaba a pesar de que, en verdad, era bastante sencilla de tocar; la siguiente porque era una pieza difícil desde el punto de vista técnico, por si acaso algún miembro de la familia tenía los suficientes conocimientos de ese instrumento como para juzgar mi habilidad; y la última porque quizá fuese mi pieza para violín favorita y me encantaba tocarla.
El «concierto» iba a celebrarse antes de la comida del domingo. Habían invitado incluso al servicio a venir a escucharme. Estoy convencido de que los Landowski solo pretendían ser amables, intentar que me sintiera especial, pero, en cierto sentido, todo aquello me hacía pensar que me estaban poniendo a prueba, cosa que no me gustaba nada. Fueran cuales fuesen sus razones, y no me cabía duda de que eran bondadosas, sabía que no tenía más opción que actuar para ellos. Me daba bastante miedo, ya que hasta entonces solo había tocado delante de quienes vivían en mi antigua casa y, aparte de la de mi padre, en realidad nunca me había importado la opinión de nadie. Pero aquí me escucharían un escultor famoso y una familia llena de talento, algunos de cuyos miembros poseían amplios conocimientos musicales.
No dormí bien la noche anterior; la pasé dando vueltas en la cama y deseando que llegara la hora de bajar corriendo a la casita de Evelyn para practicar hasta que el violín se convirtiese en una extensión de mis manos, que era como mi padre decía que debía ser.
Dediqué la mañana del domingo a ensayar hasta que casi se me cayeron los dedos, y luego Evelyn fue a buscarme y me dijo que subiera a cambiarme. En la cocina, me dio lo que ella llamaba un «baño de pobres», que consistía en mojarme el pelo y peinármelo hacia atrás, además de en pasarme un paño por la cara.
—Ya está, terminé. —Me sonrió y me abrazó—. Acuérdate de lo orgullosa que estoy de ti.
Cuando me soltó, vi que tenía lágrimas en los ojos.
Me recibieron en la sala de estar, donde la familia se había reunido en torno a una chimenea en cuyo interior ardía un fuego enorme. Todos sujetaban una copa de vino y me indicaron que debía situarme frente a ellos.
—Bien, muchacho, no hay que ponerse nervioso, ¿eh? Tú empieza a tocar cuando estés listo —dijo monsieur Landowski.
Me coloqué el violín bajo la barbilla y lo reajusté hasta que me sentí cómodo. Entonces cerré los ojos y les pedí a todas las personas que mi padre me había dicho que me protegían —él incluido— que se congregaran a mi alrededor. Después, levanté el arco y empecé a tocar.
Cuando terminé la última pieza, la sala se sumió en lo que me pareció un silencio espantoso. Mi confianza se había desvanecido por completo. ¿Qué sabía mi padre? ¿Y el ama de llaves y su hijo ingeniero? Sentí que un rubor de vergüenza me invadía las mejillas y quise salir corriendo y ponerme a llorar. El sufrimiento debió de hacerme perder el oído un instante, porque, cuando finalmente volví en mí, oí los aplausos. Incluso Marcel parecía animado e impresionado.
—¡Bravo, jovencito! ¡Bravo! —exclamó monsieur Landowski—. Ojalá nos dijeras dónde has aprendido a tocar así. ¿O es que vas a decírnoslo? —añadió, con una expresión casi desesperada en la cara.
—En serio, eres muy bueno, sobre todo teniendo en cuenta tu edad —dijo Marcel, que así se las ingenió para hacerme un cumplido y tratarme con condescendencia a la vez.
—Has tocado muy bien —dijo madame Landowski, que me dio unas palmaditas en el hombro y me dedicó una de sus sonrisas cálidas—. Vamos —añadió cuando se oyó el tintineo de una campana en el pasillo—, tenemos que ir a comer.
Durante los entrantes se habló mucho de mi increíble pericia y luego, ya con el plato principal, la familia se entretuvo haciéndome preguntas a las que tenía que responder asintiendo o negando con la cabeza. Aunque una parte de mí se sentía incómoda porque los Landowski estaban tratando una vida que desconocían como un mero juego, en el fondo sabía que ninguno de ellos tenía mala intención. Si no deseaba responder a alguna de sus preguntas, dejaba la cabeza inmóvil.
—Hay que buscarte unas clases, jovencito —dijo el escultor—. Tengo un amigo en el conservatoire. Rajmáninov me recomendará un buen profesor.
—Papá, el conservatoire no admite alumnos hasta que son mucho mayores —intervino Marcel.
—Ya, pero este no es un alumno cualquiera, nuestro joven amigo tiene un talento excepcional, y la edad nunca es un impedimento para el talento. Veré qué puedo hacer —sentenció monsieur Landowski con un guiño.
Vi que Marcel hacía un mohín.
Justo después del postre, antes de levantarnos de la mesa, tomé una decisión. Deseaba con todas mis fuerzas hacerle a monsieur Landowski, principalmente, un regalo por todo lo que había hecho por mí. Así que cogí un papel y anoté unas palabras. Cuando todos comenzaron a retirarse del comedor, hice un gesto para impedir que el escultor se marchara. Luego, con las manos algo temblorosas, le entregué el papel y lo observé mientras leía la frase.
—Vaya, vaya, vaya —dijo entre risas—, después de la actuación que nos has dedicado, es como si fuera el destino. ¿Debo suponer que se trata de un apodo relacionado con tu talento?
Asentí.
—Muy bien, entonces informaré a la familia. Gracias por confiárnoslo. Entiendo lo difícil que te resulta.
Salí al pasillo y subí corriendo a mi dormitorio de la buhardilla. Me coloqué delante del espejo y me enfrenté a mi reflejo. Entonces abrí la boca y pronuncié las palabras.
—Me llamo Bo.
Al parecer, me habían encontrado un profesor de violín y, después de Navidad, iría a París para tocar ante él. Era incapaz de decidir qué me hacía más ilusión: si tocar para un violinista de verdad o que sería Evelyn quien me llevara a la ciudad.
—París —dije arrebujado bajo las sábanas.
El ama de llaves les había ordenado a las criadas que me dieran una manta de lana más gruesa, y acurrucarme en la cama, calentito debajo de ella, se había convertido en uno de mis mejores momentos del día. También notaba una sensación extraña en la barriga, algo que recordaba haber sentido antes, cuando era mucho más pequeño y no tenía el corazón lleno de miedo. Era como si una burbujita me subiera desde la barriga hasta el pecho e hiciese que los labios se me curvaran en una sonrisa. La palabra que la describía era «ilusión», pensé. Era una emoción que casi no me atrevía a experimentar, porque me llevaba a sentirme feliz y no quería serlo demasiado, ya que en cualquier instante podría suceder algo terrible, como que los Landowski decidieran que ya no me querían bajo su techo, y entonces me resultaría aún más difícil enfrentarme a la desgracia de estar solo, sin blanca y hambriento otra vez. El violín me había salvado, me había hecho aún más «intrigante», como le había dicho monsieur Landowski al día siguiente a Laurent en el atelier (había tenido que buscar en el diccionario esa palabra, porque no formaba parte de mi vocabulario).
Por lo tanto, si quería quedarme, tenía que seguir siendo lo más intrigante posible, además de útil, lo cual me resultaba realmente agotador. Los planes para la Navidad también estaban muy avanzados, se oían muchos susurros secretos sobre regalos. Era un tema que me preocupaba muchísimo, puesto que no tenía dinero para comprarle nada a nadie y me aterrorizaba que ellos, siendo una familia tan amable como lo era, me hicieran regalos a mí. Le había pedido consejo al respecto a Evelyn en una de mis visitas nocturnas.
«¿Cómo consigo dinero para los regalos?», leyó y se me quedó mirando mientras lo sopesaba.
—Podría prestarte unos céntimos para comprarles un detallito, pero sé que te negarías a aceptarlo y que los Landowski tal vez se preguntaran de dónde has sacado el dinero… Ya me entiendes —dijo tras poner los ojos en blanco.
Creo que se refería a que a lo mejor sospechaban que lo había robado, cosa que no me ayudaría en absoluto a ganarme su confianza.
Me pidió que preparara el chocolate mientras se lo pensaba y obedecí. Cuando volví para ponerle la taza delante, me di cuenta de que ya tenía un plan.
—Pasas mucho tiempo en el atelier intentando modelar piedras, ¿verdad?
Asentí, aunque cogí un papel y escribí: «Pero se me da fatal».
—Bueno, ¿a quién se le daría bien, salvo a un genio como monsieur Landowski? Pero has practicado mucho, así que he pensado que podrías probar con un material más fácil, la madera, por ejemplo, y ver si consigues tallarle algo a cada miembro de la familia como regalo de Navidad. Monsieur Landowski se sentiría muy complacido, pues vería que los meses que has pasado observando y aprendiendo en el atelier te han aportado algo útil.
Asentí con gran entusiasmo, porque, aunque Evelyn repetía con asiduidad que no era una mujer instruida, a veces se le ocurrían las mejores ideas.
Así pues, fui a buscar unos cuantos trozos de madera a la pila de leña del granero y todas las mañanas, antes de que los demás se levantaran, me sentaba a la mesa de caballete y practicaba. Evelyn tampoco se había equivocado al sugerirme que tallara madera en lugar de piedras. Era como aprender a tocar la flauta irlandesa en vez de la travesera. Y, además, había visto a otros hacerlo en mi antiguo hogar.
«Mi antiguo hogar…». Así era como empezaba a pensar ya en él.
De esa forma, en las tres semanas anteriores a la Navidad, logré tallarle a cada miembro de la familia lo que esperaba que fuese un detalle que les agradara. El de monsieur Landowski fue el que más tiempo me llevó, puesto que quise regalarle una réplica en madera de su querida estatua del Cristo. De hecho, a la suya le dediqué el mismo tiempo que a todas las demás tallas juntas.
El escultor había pasado por un momento complicado en las últimas semanas, pues el arquitecto del Cristo le había asegurado que la única forma de transportar lo que yo llamaba «el sobretodo de Jesucristo» (el hormigón que los sostendría a él y sus entrañas) era cortarlo en pedazos. Por lo que había oído, así habría menos posibilidades de que se rompiera por alguna parte en el largo viaje desde Francia hasta Río. Monsieur Landowski se había puesto muy nervioso, porque consideraba que debía acompañar a su preciado Cristo para velar por él, pero el trayecto de ida y vuelta era larguísimo y l