Dulcemente peligroso (Hermanas Atwood 4)

Raquel Gil Espejo

Fragmento

dulcemente_peligroso-3

Prólogo

Londres, 1873

Catherine leía la revista Women’s Suffrage Journal en el salón principal. La semana anterior, mientras en la mansión Atwood se celebraba una comida para festejar su dieciocho cumpleaños, habían sido detenidas dos mujeres más que se manifestaban en pro de los derechos femeninos.

Catherine siempre había sido una joven rebelde y con las ideas bastante claras. Casarse y pasar el resto de sus días sometida a su esposo, dedicándose en exclusividad a tener y criar vástagos, como continuaban haciendo muchas jovencitas, nunca había sido una opción para ella. Alice, Bella y Frances habían tenido la suerte de conocer a hombres que no las veían como a seres inferiores, condenadas a vivir bajo su sombra; pero la lucha de Catherine era bien distinta. Ella sentía que no podía quedarse de brazos cruzados, esperando a conocer a un galán que la sedujera y del que ella se dejara enamorar. Su pelea estaba en la calle, al lado de todas esas mujeres que gritaban y se manifestaban por el bien de todas ellas. Aún tendría que convencer a sus padres para que le permitieran acercarse a esos movimientos que no estaban bien vistos en los sectores más conservadores de la sociedad londinense, pero tenía claras tanto sus inquietudes como sus intenciones.

Habían amanecido a 7 de abril y la llegada de la primavera hacía que los jardines de la mansión lucieran en todo su esplendor. Catherine se asomó a uno de los ventanales del salón y vio que Anna, junto con Rhys y con Sophia, había decidido salir animada por el buen tiempo.

A Rhys le restaban algo más de dos meses para cumplir sus dos años y, cada día que pasaba, estaba más grande y más bonito. Su rostro continuaba siendo el vivo reflejo de Gowin. Anna había dejado que su cabello creciera un poco más de lo que acostumbraba. A veces, al mirarlo, pensaba que Gowin debió ser igual a él cuando tenía esa misma edad, cuando vivía feliz junto a unos padres que lo amaban. Lo único que los diferenciaba era el color de sus ojos: azules eran los del pequeño; verdes y marrones, los de su progenitor.

—¿Me puedo unir a vosotros? —les preguntó Catherine.

—Eso no se pregunta, Cath —le respondió Anna.

Rhys estaba subido en el caballo balancín de madera que le regalara Richard al cumplir su primer año de vida. Cada vez que este se detenía, el pequeño se enfurecía y Sophia tenía que volver a mecerlo.

Catherine se sentó sobre el césped, al lado de Anna, y su mirada se detuvo sobre las manos de su hermana.

—¿Estás deshojando margaritas, Anna?

—Le pregunto a esta flor si el padre de mi hijo me quiere aún o si ya se ha olvidado de mí —le dijo.

—¿Y qué te responde? —inquirió Catherine.

—Siempre me dice que Gowin me sigue amando. —Le sonrió Anna.

—No me cabe la menor duda de que es así —manifestó Catherine.

—Prueba tú, Cath —le sugirió su hermana.

—¿Yo? Pero si no me gusta nadie.

—Eso no importa... Quién sabe, Cath. Quizá, haciendo este ritual, atraigas un amor.

—No tengo semejante anhelo, Anna. —La miró con indiferencia.

—¿A la valiente Catherine Atwood le asusta una margarita? —se burló de ella Anna.

—Anda, trae...

Catherine, resignada, cogió aquella pequeña y delicada flor blanca entre sus dedos y fue arrancando sus pétalos.

Anna la miraba divertida. Era cierto que la menor de las hermanas Atwood jamás había fantaseado con conocer a un hombre que la hiciera perder el juicio, pero era muy posible que de puertas para afuera de la mansión hubiese alguien esperándola.

—¿Qué te ha dicho, Cath?

—Lo has escuchado, Anna —le dijo Catherine con voz queda.

—Las risas de mi hijo no me han permitido escuchar bien.

—Ya... —Catherine no la había creído. Aun así, añadió—: Pues ha dicho que... sí.

—¿Que hay alguien aguardando conocerte y enamorarte?

—Vamos, Anna, sabes que no estoy interesada en esos asuntos y, además, esto es un juego estúpido.

—A mí me consuela, Cath.

—Anna, yo... Lo siento. No pretendía hacerte sentir mal —se disculpó Catherine.

—No es tu culpa... Es la vida y sus adversidades; pero no quiero que estemos tristes... Háblame de tus planes ahora que ya eres una jovencita en edad de..., bueno, tú ya me entiendes.

El matrimonio no era algo que le entusiasmara a la menor de las hermanas Atwood. De ahí que Anna no hubiese querido ni tan siquiera mencionarlo.

—Necesito hablar con Gilbert —afirmó Catherine.

—¿Qué tramas? —Anna conocía muy bien a su hermana pequeña.

Aquellas dos jovencitas tan solo se llevaban un año y, al igual que con el resto de sus hermanas, siempre habían estado unidas por un fuerte vínculo de amistad, de amor y de complicidad. Desde que Frances se desposara con Gilbert y se marchara a vivir al barrio de Belgravia, su nexo se había estrechado aún más.

—Quiero que me presente a Mary Davison, una de las sufragistas más activas de todo Londres —le respondió, sin necesidad de andarse con rodeos.

—¿No será peligroso, Cath? —le mostró su temor Anna.

—Siento que debo unirme a ellas, Anna... Deseo luchar por ti, por Sophia —sus ojos verdes se desviaron hacia la institutriz—, por Ada, por mí misma, y por todas las mujeres que vendrán después de nosotras.

—Me parece muy loable, Cath; pero temo por ti... Y no sé si padre estará de acuerdo.

—Sé que debo hablar con él, Anna; y lo haré... Sin embargo, ahora, voy a acercarme a ese hombrecito y me lo voy a comer a besos.

Rhys, al ver que Catherine se ponía en pie, se bajó del caballo de madera y echó a correr. Su tía lo persiguió por los jardines hasta que, cansado, el pequeño se rindió y no tuvo más remedio que dejar que lo cogiera y lo colmara de gestos de cariño.

—¿Qué opinas, Sophia? A mí me da miedo que a Cath le pueda ocurrir algo malo si se involucra demasiado en esos movimientos sufragistas —le hizo saber Anna.

—A mí también me preocupa, señorita Anna... Sabe lo tozuda que puede llegar a ser su hermana. Si ha decidido que ese es el camino que desea tomar, creo que nadie podrá hacer nada para persuadirla —le habló con franqueza la institutriz.

Entre Anna y Sophia no había cabida para el rencor. Sophia la había perdonado incluso antes de que Anna se presentara ante ella y, con lágrimas en los ojos, le expresara todo su arrepentimiento, la mañana en la que trató de embarcarse rumbo a América para emprender la búsqueda desesperada de Gowin. El tormento que llevaba tiempo soportando la había hecho errar tomando algo que no era suyo, pero, tal y como le dijera la prop

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