Cuore Bianco (Bilogía Cuore 1)

Alessandra Neymar

Fragmento

g-1

1

img1

REGINA

Nací napolitana.

En el corazón de la Camorra que se vestía de firma y fingía ser honrada. Que pasaba los domingos en el club de campo y se codeaba con la alta sociedad. La misma que era admirada por los ciudadanos decentes e incluso alcanzaba ministerios. Esa Camorra que nadie nombraba porque no creían tenerla enfrente.

Pero Nápoles era como una herida sangrante. Y nunca cicatrizaría, porque sus hombres jamás lo permitirían.

La bestia dal cuore nero. Así la llamaban los guardias que trabajaban en la mansión Fabbri, mi hogar. Ellos lo sabían bien porque habían crecido en sus entrañas y no conocían la paz. Por eso solían reírse de mí cuando mitificaba sus calles, porque yo todavía ignoraba que Nápoles daba poco y quitaba demasiado. Era un reino atroz que devoraba incluso a aquellos que la dominaban.

La mafia era para la ciudad lo que el oxígeno para el ser vivo. Y yo formaba parte de ella, aunque me hubiera pasado media vida preguntándome en qué maldito momento se había convertido en aquella perversa jungla. Ahora la observaba desde el ático suite del hotel Romeo. Y la detestaba. Con todas mis fuerzas. Porque, a pesar de que había aprendido a ignorar parte de lo que me rodeaba, sabía demasiado como para poder escapar de sus fauces.

—¿Por qué no vuelves a la cama?

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Por un momento olvidé que había reservado aquella habitación junto a un tipo que había conocido esa misma noche.

Giré la cabeza en su dirección, a tiempo de verlo caminar hacia el minibar. Estaba completamente desnudo y un poco erecto. No recordaba su nombre ni tampoco qué me había tentado de él al cruzarnos en el pub al que me había arrastrado Elisa. Pero su atractivo era evidente y solo quería follar, así que me bastaba.

Cogió una copa, abrió una nueva botella y vertió el contenido. Se lo tragó de un golpe antes de mirarme con una sonrisa.

—Y bien, ¿vas a volver o no? —preguntó de nuevo.

—¿Para qué?

Me crucé de brazos y di la espalda a la panorámica de la ciudad. Había hecho bien en ataviarme con un albornoz. De lo contrario, dudaba que ese tío me mirara a la cara.

—No me obligues a decirlo. Estoy intentando ser un caballero.

Me uní a su sonrisa y decidí acercarme a él. Desde luego, sabía cómo ser un descarado sin parecer un capullo. Sorteé el de­sorden mientras él preparaba otra copa. Esa vez le añadió un comprimido blanco que previamente había convertido en polvo, machacándolo entre sus dedos.

—No sabía que tirarse a una mujer que está a punto de casarse fuera propio de caballeros —bromeé.

—Por eso he dicho que lo intento, y no que lo soy.

Me alargó la copa.

—¿Qué le has echado?

—Alegría.

Di un sorbo. El sabor no había variado, pero seguía sin gustarme. Sonreí complacida y me acerqué un poco más hasta sentir su boca casi pegada a la mía. Con la otra mano acaricié su erección.

—Espero que esta vez tu polla sepa hacerme olvidar y no me hagas arrepentirme de haberte engatusado —le advertí.

Él torció el gesto al tiempo que sus manos se clavaban en mis caderas.

—¿Qué quieres olvidar? —quiso saber.

Ojalá hubiera sido tan sencillo de explicar.

—Todo.

Otra sonrisa.

—Entonces bebe un poco más.

Acercó la copa a mis labios y fue empujándola hasta asegurarse de que había tragado todo el contenido. A continuación, dejó el vaso en la barra y deshizo el nudo de mi albornoz. La prenda cayó al suelo, y a mí se me erizó la piel ante aquella mirada animal que me regaló.

—Y ahora déjame comerte.

Follamos como salvajes. Allí mismo, de pie contra la barra. Fue sucio y excitante. Me dejé llevar por aquel placer tosco y áspero. Y no fue culpa suya que no pudiera olvidar. No lo conseguí porque Nápoles me observaba con descaro y con la promesa de un amanecer insoportable.

Repetimos dos veces, hasta que las piernas comenzaron a fallarnos y nuestros pulsos parecían haberse convertido en una única palpitación. No me despedí de él. Lo dejé durmiendo junto a una nota en la que le informaba de que podía disfrutar de la habitación hasta mediodía. No volvimos a vernos nunca más. Pasó a formar parte de esa lista de olvidados que intentaron hacerme sentir especial y jamás lo lograron.

Los primeros destellos de ese maldito amanecer de octubre me facilitaron el trayecto hacia la entrada a mi casa en cuanto me bajé del taxi. Me quité los tacones para poder arañar un poco más de estabilidad y sentir la hierba húmeda bajo mis pies.

Allí, escondida entre sombras y frondosos árboles, estaba la mansión más prominente del barrio de Posillipo. Una enorme residencia sobre un terreno verde salpicado de vegetación y estanques que abarcaba más de diez mil metros. Disponía incluso de cala privada y embarcadero, y gozaba de un servicio de sesenta y tres empleados solo para atender a los siete miembros que vivían allí dentro. Todo un despliegue de ostentosidad que buscaba dejar muy claro la gran influencia de su propietario.

Me decanté por el acceso al salón para evitar al guardia que vigilaba la puerta principal. Deslicé la puerta corredera. Solo quería subir a mi habitación y enterrarme en la cama, pero unos fragmentos de cristal me dieron la bienvenida, además de un desorden que reconocía muy bien.

—Pareces una vulgar zorra del gueto. —La voz de mi padre desveló demasiado, y me asombró casi tanto como la ausencia de molestia por mi parte ante su comentario.

Lo miré a través de la penumbra. Desde que Camila nació, papá no solía beber fuera de su despacho o sala de juegos. Sin embargo, allí estaba, todavía vestido con su traje. Sin la chaqueta, la camisa medio desabotonada y la corbata tirada en el suelo. Se había descalzado y no llevaba el cinturón. Lo busqué con un vistazo nervioso, pero no di con él y me hubiera gustado creer que se debía a que no disponía de luz suficiente.

—Y tú un puto borracho sintecho. —Señalé nuestro alrededor—. Veo que has sacado a pasear tu mal carácter. Espero que hayas tenido la amabilidad de ahorrárselo a Camila.

Mi hermana era demasiado pequeña para entender el intrincado carácter de Vittorio Fabbri. A veces ni siquiera yo lo lograba.

—O de lo contrario, ¿qué? —se jactó.

Decidí tomármelo con calma, y agarré la pequeña escultura de bronce que había sobre el mueble más cercano.

—Creo que podría partirte la cabeza con esto, pero es demasiado temprano para despertar a Ferruccio y pedirle que te lleve al hospital. —Le sonreí segura de que él me devolvería el gesto. Solo entonces, cuando coloqué la escultura de nuevo en su lugar, cogí aire—. ¿Vera ha dormido aquí?

Quería oírle decir que no. Que, tras aquel severo enfrentamiento, mi madrastra había tenido el valor de coger a su hija y alejarse de ese hombre de una maldita vez. Pero supe que no tendría tanta suerte, esa mujer no podía dejar de ver a través de los ojos de su esposo.<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos