Siete días para enamorarte, un año para olvidarte

Deborah P. Gómez

Fragmento

siete_dias_para_enamorarte-1

Capítulo 1

ESTELA

Me gusta mi trabajo. O eso es lo que me repito una y otra vez mientras mi jefe, Gabriel, me cuenta en qué va a consistir mi próxima aventura, y yo le miro con esa cara de empanada que se me queda a veces cuando simplemente no sé decir que no. Sé que soy buena, sé que le cuesta prescindir de mí y sé que, de un modo único, retorcido y muy gabrieliano, él me valora. Y el precio que tengo que pagar por ser la mejor de la empresa es que me toca trabajar en todas las fechas clave.

No sé si seré la mejor, pero, desde luego, sí que soy la más gilipollas.

Me he comido las Navidades pasadas en una interminable reunión de negocios en China, mientras mi familia cantaba villancicos y me tocaba la zambomba por videollamada. Mi último cumpleaños lo pasé cenando sola en un McDonald’s de carretera, en un pueblucho alemán donde ni siquiera tenía cobertura. Y este San Valentín, me mandan a Nueva York a reunirme con el equipo de la última adquisición empresarial. ¡Yo tenía planes con Sergio! Pero, por supuesto, a mi jefe se la trae al pairo si puedo cenar o no con mi chico en una noche tan especial.

—¿Podrías dejar de mirarme así, Estela? Me siento como si tuvieras rayos láser en los ojos y fueras a fulminarme de un momento a otro.

¿Tan evidente soy? Resoplo, suspiro, me muerdo el labio, observo a través de la ventana el tráfico madrileño invadiendo las calles, cuento hasta diez y me aguanto una retahíla de groserías que he estado elucubrando en mi cabeza durante los últimos cinco minutos en su despacho.

—En serio, ¿dónde está el problema? —insiste Gabriel, poniéndome esos ojitos que antes solían funcionarle—. ¡Te vas a Nueva York ocho días a gastos pagados! Cualquiera en esta empresa mataría por estar en tu lugar.

—Lo dudo mucho… Sabes perfectamente que viajar por trabajo no mola. Pasaré un millón de horas sola en una habitación de hotel, la comida será horrible, y mi tiempo libre tendré que dedicárselo a un montón de tipos que es posible que me caigan mal, pero con los que fingiré ser simpática solo para dar una buena imagen de la empresa. Además, ya tenía reservado uno de esos hoteles con spa en la habitación tan cursis y escandalosamente caros, donde pensaba acabar la noche en remojo como los garbanzos, después de ponerme hasta el culo de caviar y champán con mi chico.

—¿Acaso a ti te gusta el champán? ¡Si en la última fiesta de Navidad lo mezclaste con Seven Up! —me delata.

—Mis preferencias gastronómicas no son algo que deba discutir contigo, Gaby.

—¡Estamos hablando de ocho días en Manhattan completamente gratis! Creo que sales ganando con el trato. ¿A quién le importa que mañana sea San Valentín?

—¡A mí me importa! Y a mi novio, ya puestos…

—Tu novio lo entenderá. Y ahora, si me disculpas, tengo una reunión a la que atender y tú deberías irte a hacer las maletas. Usa la tarjeta de empresa y cómprate algo bonito para la reunión del martes, vuélvete loca. ¡Impresiónalos!

«Impresiónalos». Al parecer, lo más impresionante que puedo hacer es presentarme con un vestido bonito y hacer que se les caiga la baba conmigo. Para eso Johnson & Martins manda a su empleada más brillante a cerrar un acuerdo millonario para adquirir una de las empresas líderes del sector que, llamemos a las cosas por su nombre, nos estaban haciendo la competencia en Estados Unidos. ¡Me encanta trabajar en una empresa tan moderna liderada por cavernícolas!

—¿Por eso me mandas siempre a mí a las reuniones? ¿Para que los impresione con vestidos nuevos? —pregunto dañina.

—¡No me hagas regalarte los oídos, Estelita! Sabes que eres la mejor de la empresa. Después de mí, claro. —Me guiña un ojo y acaricia mi mejilla. Yo sigo mirándole con esa mezcla de aversión y sorpresa. A eso han quedado reducidos años de admiración laboral y atontamiento romántico, al más puro y sincero asco—. Tengo que irme, disfruta de Nueva York. De hecho, eres tú la que te vas, yo ya estoy en mi despacho. —Apoya sus manos en mis hombros y me empuja con suavidad, obligándome a abandonar la sala—. Antes de que se me olvide, tengo una lista de cositas que me gustaría que me trajeras de la Gran Manzana. Te la enviaré por email.

Yo sigo ojiplática perdida, preguntándome cómo lo hará para conseguir siempre salirse con la suya. Bueno, sí lo sé, la respuesta es la misma a por qué me voy a Nueva York: porque soy gilipollas. Hubo un tiempo en el que estuve colgada por este cretino. Hará unos cinco años de eso, justo cuando empecé a trabajar en el departamento de adquisiciones de esta auditoría. La primera vez que me propuso ir de viaje, accedí ipso facto porque yo, ilusa de mí, entendí que iríamos juntos. No sé qué en sus escuetas palabras me hizo asumir que aquel viaje de negocios era tan solo una excusa para intimar conmigo, y me imaginé cenando en los restaurantes más lujosos de Shanghái y haciendo el amor en una suite que definía a la perfección el lujo asiático. La realidad fue muy diferente a mis delirios románticos y me vi sola en Guangzhou, una ciudad china donde nadie chapurreaba inglés, rodeada de hombres de negocios asiáticos con cierta tendencia a escupir en el suelo todo el rato (cosas de China, supongo). La segunda vez no me mandó tan lejos, a Barcelona. Tras un magreo tonto en los lavabos provocado por habernos trincado dos botellas de rioja en una cena de empresa, di por hecho que, esta vez, sí que íbamos a disfrutar juntos de la Ciudad Condal. Pero, de nuevo, me equivoqué. Reconozco que ese fue de los pocos viajes que sí aproveché. La empresa que íbamos a adquirir tenía una mujer al mando, que estaba tan harta como yo de este mundillo liderado por australopitecos. Así que tiramos de tarjeta de empresa y nos fuimos a cenar y al teatro, como si fuéramos amigas de toda la vida. Soy una apasionada del arte en general, así que mis viajecitos de trabajo se han convertido en la excusa perfecta para ver ópera en Viena y musicales en Londres gratis. Los hombres cierran acuerdos en clubs de striptease, no veo por qué yo no puedo cerrarlos a mi manera…

Tras aquella experiencia, decidí bajarme del unicornio y asumir que aquel demonio con nombre de ángel nunca se fijaría en mí. Gabriel jugaba sus cartas conmigo para conseguir de mí lo que quería, mostrando ese coqueteo inocente que nunca llevaba a nada, porque sabía que yo le habría construido una autopista a la Luna si él me lo hubiera pedido. ¿Que cómo estaba tan seguro de mis sentimientos? Porque soy un maldito libro abierto. Eso, y que hace dos años, en la fiesta de verano, acabé subida en un escenario cantándole a voz en grito Everything I do (I do it for you) de Bryan Adams. Toda una declaración de intenciones que yo justifiqué culpando a la melopea que llevaba encima, la cual, por cierto, fue causa-efecto de haberle visto enrollándose con la camarera en la salida de emergencia de aquel bar.

Gabriel no es particularmente guapo, pero tiene ese no-sé-qué que atrapa a la vista al instante, del mismo modo que las urracas se sienten atraídas

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos