El tiempo de las cerezas

Nicolas Barreau

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

La place de Furstenberg es una plaza pequeña y tranquila de París. Cuatro árboles nudosos, una vieja farola en el centro de una glorieta, una pequeña floristería, el Musée Delacroix. Los turistas apenas suelen perderse por aquí, a pesar de que la plaza se encuentra a pocos pasos del Deux Magots, el famoso café literario desde cuya terraza se disfruta de una magnífica vista de la iglesia más antigua de la ciudad y en el que todos los que visitan París quieren tomarse un café crème... imitando a los existencialistas y a Hemingway.

Los intelectuales parisinos evitan el Deux Magots porque los precios son abusivos, los camareros poco amables y también porque en algún momento Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir emigraron a otro café que estaba justo en la siguiente esquina, el Café de Flore, donde supuestamente sigue vivo todavía hoy el verdadero espíritu de la literatura.

También Éditions Opale, donde yo trabajo, está cerca de la place de Furstenberg. En realidad, es un milagro que exista una plaza tan tranquila en pleno Saint-Germain. Es el lugar perfecto para quien se sienta infeliz y quiera estar solo..., siempre que no necesite un banco para sentarse.

Es final de abril, el sol ya luce y calienta también al atardecer, los últimos cerezos florecen en el jardín encantado de Vétheuil donde probablemente se encuentra ahora ella. Un jardín que yo no pisaré nunca.

Lo he fastidiado todo. La idea se clava en mi cuerpo de forma tan dolorosa como el hidrante de hierro fundido en el que estoy sentado. Dejo caer la cabeza entre las manos, miro el adoquinado y no tengo ganas de volver a la editorial, donde los demás se disponen ya a marcharse para celebrar la llegada de mayo. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hago yo en este mundo?

Estoy sentado esperando un milagro. Se podría decir que he perdido toda esperanza, lo que, pensándolo bien, viene a ser lo mismo. Cuando un médico dice que ya solo podemos esperar un milagro quiere decir exactamente eso: que no queda ninguna esperanza.

Yo siempre he dicho que la esperanza forma parte de mi trabajo. Nosotros vendemos sueños, y el mundo de los libros vive sobre todo de esperanzas, ¿no? El agente literario confía en que un editor vea el mismo potencial que él en cada manuscrito que le presenta y en que le haga una oferta de cinco cifras. El editor confía en que sus libros se vendan bien, la prensa los considere «odas literarias» y encabecen las listas de best sellers. Y yo confío en que la novela que he descubierto entre un montón de manuscritos que van de la mediocridad al horror, de la que estoy convencido y por la que he apostado en la editorial, encienda al final la antorcha de la gloria. Sí, hasta tengo la esperanza de que el lector entregado abra realmente el libro y lo lea en vez de ver la nueva serie de Netflix.

Soy André Chabanais, editor jefe en Éditions Opale. A veces también soy un escritor, y de mucho éxito. En ese caso me llamo Robert Miller. Quizá hayan oído alguna vez ese nombre. Durante mucho tiempo nadie sabía de esa doble vida, ni siquiera mi director editorial, el hábil monsieur Monsignac, a quien tengo tanto que agradecer.

Todo empezó cuando escribí una novela sobre una mujer a la que ni siquiera conocía. Una tarde de primavera en que el destino me perseguía sigilosamente mientras paseaba por las calles de Saint-Germain miré sin intención alguna a través de los cristales de un pequeño y agradable restaurante que se llamaba Le Temps des Cerises. Manteles de cuadros rojos y blancos, velas, luz suave. Y entonces vi a Aurélie, la guapa cocinera que yo en ese momento ni siquiera sabía que se llamaba Aurélie. Vi su sonrisa y me quedé como hechizado. Me fascinó a pesar de que no iba dirigida a mí. Me quedé allí plantado como un voyeur, sin atreverme casi a respirar, tan perfecto me pareció el instante. Fue la sonrisa de una desconocida la que me inspiró y me dio alas, sencillamente me apropié de ella, me la guardé en el bolsillo y convertí a la guapa cocinera en la protagonista de mi novela.

El libro, que se publicaría con la ayuda del agente literario Adam Goldberg (buen amigo mío y todavía mejor agente) bajo un nombre falso y que incrementó en parte mis modestos ingresos como editor, se convirtió —sin que nadie se lo esperara— en un best seller. Y el éxito repentino de un escritor inglés llamado Robert Miller que en realidad no existía estuvo a punto de ser mi perdición.

Sobre todo, cuando la protagonista de mi novela, Aurélie, la joven del restaurante, se presentó un día en las oficinas de Éditions Opale y me dijo que la novela de aquel magnífico autor inglés le había salvado la vida, que quería conocer a toda costa al hombre que había escrito La sonrisa de las mujeres y que confiaba en que yo la ayudaría a encontrarle.

Me quedé como si me hubiera caído un rayo encima.

¡Lo que tuve que hacer para disuadirla de ese deseo imposible y para que centrara su interés en mí! Pero ¿quién se queda con el editor cuando puede tener al autor?

Aurélie siguió adelante con su plan de conocer a Robert Miller, con una mezcla de locura y determinación que yo no he visto nunca en ninguna otra mujer.

Estaba impresionado. Y desesperado. Pero, ante todo, estaba perdidamente enamorado de aquella obstinada criatura de ojos verdes y cabello color miel. Y en vez de decirle simplemente la verdad —algo totalmente impensable en aquel momento—, me enredé cada vez más en una serie de mentiras y engaños para conquistar el corazón de la bella cocinera.

Con gran hipocresía por mi parte, me ofrecí como celestino y facilité, en mi calidad de editor, el intercambio de cartas entre la cocinera y el supuestamente huraño escritor inglés, que vivía solo en un cottage con su perro Rocky, siendo yo mismo en realidad quien las respondía firmando como Robert Miller. Organicé un encuentro, que el supuesto escritor canceló en el último momento, y consolé con mucho gusto a Aurélie, quien, decepcionada, se echó en los brazos del lobo con piel de cordero..., esto es, en mis brazos. Pero entonces cometí un error, ella se olió la traición, sumó uno más uno y simplemente me apartó de su vida. La mujer a la que yo amaba por encima de todo me odiaba. Ya no se creía una sola palabra mía, ni siquiera —¡qué ironía!— que en realidad era yo el autor del libro.

Todo parecía haber terminado, yo estaba destrozado, y finalmente conté la verdad, ya no tenía nada que perder. Primero a mi jefe, monsieur Monsignac, quien tras un primer ataque de furia tuvo la amabilidad no solo de no despedirme, sino también de animarme a seguir escribiendo.

—¡Qué magnífica historia! —exclamó, y sus ojos claros brillaron—. ¡Escríbala, André, escríbalo todo tal como me lo ha contado! ¡Tiene que decirle usted toda la verdad! Y no importa cómo acabe todo, ¡publicaremos un nuevo Robert Miller!

Y, así, me encerré durante semanas en casa y no hice otra cosa. Escribí. Fumé demasiado, tomé demasiado café, y escribí

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