Capítulo 1
Malena
¿Conoces esa sensación de pesadez en la boca del estómago, como si acabaras de comerte tú sola una tarta de tres chocolates —que, por cierto, es mi favorita—? Pues eso. Te asaltan las náuseas, el cuerpo se te queda frío y sientes que todo te da vueltas.
Eso era lo que yo sentía cada vez que tomaba una mala decisión. Y aunque debía estar acostumbrada a ello, dada la frecuencia con la que escogía mal en todos los ámbitos de mi vida, no terminaba de habituarme.
—Estoy loca. —Presioné la mano contra mi estómago, como si así pudiera detener el continuo revoloteo que estaba formando un nudo de proporciones épicas en mi interior, y me aferré a mi maleta como si fuera un chaleco salvavidas.
La señora acomodada junto a mí en las duras sillas de plástico de la puerta de embarque me miró con rareza. Lo cierto es que me sorprendió que hubiera podido escucharme. Había pronunciado las palabras en un susurro y el ruido en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid era lo bastante alto como para ocultarlas. O eso creía yo. Pero debía ser que no, así que le dirigí mi mejor sonrisa. Lo que, quizá, me hizo parecer aún más loca.
En un gesto inconsciente alisé mi —ya de por sí lisa— melena castaña, que había sujetado en una coleta de cualquier manera cuando salí de casa esa mañana, arrastrando mi equipaje. No solo era la reina de las malas decisiones; la puntualidad, además, tampoco era una de mis virtudes.
Exhalé un suspiro y contemplé de nuevo el billete que sostenía en la mano. Apreté con fuerza el asa de la maleta y ahogué un quejido. ¿Por qué narices había tomado aquella decisión? Era mala. «No», rectifiqué. Era pésima.
—Última llamada para la pasajera Magdalena Arias Rivera. —Una voz metalizada brotó de los altavoces—. Vuelo con destino a Bristol. Embarque inmediato por la puerta B19.
—¿Cómo?
Miré mi billete, aunque me costó enfocar la vista en lo que ponía en él. Mi corazón bombeaba con tanta fuerza que resonaba en mis oídos y un sudor frío comenzó a caer por mi espalda. Luego miré al tablero que indicaba los vuelos y, finalmente, a lo que estaba escrito sobre el mostrador de la puerta de embarque: B23.
—¡Mierda!
Me levanté como un resorte y tiré de mi maleta, pero esta parecía haberse enganchado con algo y me obligó a frenarme de golpe. Miré hacia atrás y alcé las cejas con incredulidad. Lo que había detenido mi equipaje era la mano de la señora que me había mirado de una forma rara unos momentos antes.
—Señora, que tengo que irme a Bristol.
—Pero no con mi maleta, bonita.
Confundida, eché un vistazo hacia abajo. Aquel no era mi equipaje. Lo solté como si quemara y agarré el mío, justo al otro lado de donde había estado sentada. Salí corriendo como si pretendiera ganar una carrera de atletismo en los juegos olímpicos, sin pedir disculpas ni nada, y con las mejillas sonrojadas por la vergüenza.
Cuando llegué a la puerta de embarque, sudorosa y jadeante, estaba casi vacía. La única azafata que había me lanzó una mirada furibunda.
—Magdalena Arias Rivera. —Asentí—. Es usted la última. Casi la dejamos en tierra.
—Lo siento —balbuceé. ¿Qué otra cosa podía decir? No podía correr el riesgo de que se enfadara y me negara la entrada al avión. Le entregué mi billete y, por suerte, me dejó pasar sin dirigirme una sola palabra más, lo que agradecí en silencio.
Cuando entré al avión, sentí todas las miradas sobre mí y a trompicones recorrí el estrecho pasillo hasta alcanzar mi asiento. Había pedido ventanilla, así que el señor que ocupaba el asiento contiguo tuvo que levantarse. Una vez acomodada debería haber sentido alivio, pero no fue así. El nudo en mi estómago se apretó aún más y no porque el aparato comenzara a moverse sobre la pista. Volar no me asustaba. Lo que realmente me daba miedo era lo que vendría tras el aterrizaje: un año entero en Cornualles. Lejos de mi familia y amigos, de mi tierra, de mi idioma... Me estremecí y no supe si fue por el aire acondicionado del avión o por los nervios que me atenazaban.
—¿Va a Bristol por turismo?
Me volví hacia mi compañero de asiento. Era un hombre de mediana edad, de rostro delgado y nariz aguileña sobre la que descansaban unas gafas de pasta.
—No, voy a Cornualles. Por trabajo.
—Es un lugar precioso, le gustará.
—Eso espero —musité. Aunque no estaba del todo segura.
Mi amiga Ana me había conseguido trabajo como niñera de una familia durante un año. Me gustaban mucho los niños, así que por esa parte no había problema. El principal inconveniente era el idioma, y eso era mucho decir viniendo de alguien que acababa de terminar el grado de Estudios ingleses. Otra de mis malas decisiones.
Escogí esa carrera solo porque me encantaba la literatura, sobre todo las obras de Jane Austen y, en general, las novelas románticas ambientadas en Inglaterra. Claro que debería haberme dado cuenta de que mi inglés básico de instituto no iba a ser suficiente para lo que se me venía encima, pero el entusiasmo me nubló la mente. ¡Iba a dedicarme a mi actividad favorita: leer! Bueno, fui una ingenua. De todos modos, y gracias a mi carácter perseverante, logré terminar los estudios. Sin embargo, mi fluidez con el idioma no mejoró. Y por eso me encontraba en ese avión, volando hacia Bristol.
Me percaté de que no había prestado atención a la charla de mi compañero y suspiré. Tenía una facilidad asombrosa para perderme en mis pensamientos y ensueños.
—Perdón, ¿qué decía?
El hombre señaló el libro que tenía sobre mis piernas, un ejemplar bilingüe de Orgullo y prejuicio.
—¿Le gusta la literatura inglesa?
Por supuesto que me gustaba; aunque, en este caso, me gustaba mucho más el señor Darcy, tan serio y elegante a la vez que tímido y de corazón noble.
—Sí, me encanta.
No me atreví a decir lo que había estudiado. Apenas un segundo después me di cuenta de que había hecho bien, cuando escuché sus palabras.
—Yo soy profesor de Literatura inglesa en la Universidad de Bristol —comentó con una sonrisa orgullosa—. La señorita Austen es de lectura obligada, por supuesto. Sus novelas muestran el costumbrismo de la época, son valiosos documentos históricos, en especial en lo que respecta al papel de la mujer.
La charla duró casi todo el vuelo, cuando me quise dar cuenta ya estábamos aterrizando en el aeropuerto de Bristol. Me despedí del profesor con una sonrisa y un ligero dolor de cabeza. El cielo estaba encapotado y me alegré de haber sacado una chaqueta de la maleta.
Atravesé las puertas y miré alrededor. Todavía me quedaba un viaje de casi tres horas hasta Cornualles. En un principio iba a realizar el trayecto en tren, pero Ana me dijo que me recogerían en el aeropuerto. Enseguida vi a una mujer que llevaba un letrero con mi nombre. Era alta y delgada. Llevaba el cabello negro corto y un traje de Armani que le sentaba de maravilla. Me acerqué a ella mientras intentaba componer en mi cabeza las palabras que debía pronunciar y que, con toda seguridad, se me atascarían en la garganta y se me enredarían en la lengua.
—Hi. I am...
—¿Eres Magdalena? —Me habría puesto a llorar allí mismo cuando escuché su español, pero logré contenerme y sonreí a modo de afirmación—. Soy la señora Evans, pero puedes llamarme Clara.
—Entonces, llámame Malena.
El nudo de mi estómago, que había viajado conmigo desde España, comenzó a aflojarse. De la señora Evans, Clara, eran los hijos que iba a cuidar, y no podía estar más feliz al saber que hablaba mi idioma.
—Vamos, tengo el coche en el estacionamiento. Dame tu maleta.
—No, no hace falta, ya la llevo yo. Muchas gracias. —La seguí por el largo pasillo acristalado que permitía ver el paisaje grisáceo del exterior—. Hablas muy bien el español.
Clara se echó a reír.
—Soy española, de la misma ciudad que Ana, aunque llevo muchos años viviendo en Cornualles —me explicó—. Vine para un Erasmus, conocí a mi marido y ya me quedé aquí.
Confieso que sentí un poco de envidia. Clara y yo teníamos más o menos la misma edad, pero mientras que ella tenía ya su vida hecha, yo apenas estaba intentando organizar la mía.
—¿Tienes novio?
Dejé escapar un suspiro que pareció brotar de lo más profundo de mi alma.
—Cupido y yo no nos llevamos demasiado bien —contesté.
Quizá sonaba un poco trágica, aunque para alguien tan romántica y soñadora como yo resultaba una afirmación muy cierta. Mis malas decisiones me habían acompañado también en el amor. En la adolescencia me había enamorado de uno de mis mejores amigos y, llevada por esa estupidez que nos ciega a esa edad, lo había perseguido por todas partes, haciéndome la encontradiza y sonriendo como una boba. Cuando comenzamos a salir —supongo que porque se hartó de que lo persiguiera— me sentía en el séptimo cielo. Caer desde semejante altura supuso un gran batacazo, sobre todo para mi orgullo que, tan ciego como mi capacidad para captar señales, no se percató de que mi supuesto novio era gay y solo había aceptado salir conmigo por la amistad que nos unía y por lástima. Patético, lo sé.
Tuve otro novio al inicio de la universidad, del que estaba segura que no era gay, porque para ese entonces ya había aprendido a reconocer las señales. Nos llevábamos muy bien y me reía mucho con él, mientras que él solo se reía de mí. Al menos eso fue lo que sentí cuando descubrí que se había enrollado con mi compañera de piso en más ocasiones de las que yo había releído Orgullo y prejuicio, y eso era un número alto de veces.
La voz de Clara, que acababa de tomar la salida a la autopista, me devolvió a la realidad.
—A lo mejor encuentras uno aquí, como yo.
Supongo que intentaba darme ánimos.
—Solo si se apellida Darcy —respondí con seriedad.
—¿Darcy? —inquirió perpleja. Parecía que tenía dificultades para seguir mi razonamiento. No la culpé, a veces hasta a mí misma me costaba—. ¿Como el protagonista de la novela de Jane Austen?
—Ese mismo. —Una sonrisa casi etílica curvó mis labios y un sonido semejante a un gemido brotó de mi garganta.
Clara estalló en carcajadas.
—¿Te va más Colin Firth o Matthew Macfadyen? —me preguntó cuando pudo dejar de reírse.
Me encogí de hombros.
—Cualquiera de los dos me sirve, siempre que sea Darcy. Me encanta Jane Austen y las novelas románticas. —Me apresuré a aclarar para que no creyese que estaba loca.
—A mí también me gusta leer, pero mis dos pequeños monstruos no me dejan mucho tiempo para eso. —Hizo una mueca, aunque se veía en sus ojos que adoraba a sus hijos.
—Tengo muchas ganas de conocerlos. ¿Cómo se llaman?
—Max es el mayor, tiene siete años; Alfred Jr., cuatro. Son dos diablillos encantadores.
Su sonrisa resultaba contagiosa y comencé a pensar que, tal vez, todo iría bien. Cuidaría de los niños a cambio de alojamiento y comida; los días que tuviese libres los dedicaría a conocer Cornualles y perfeccionar mi inglés. Al fin y al cabo, a eso había venido. Esperaba poder volver a España hablando con fluidez el idioma.
—Estoy deseando comenzar.
Clara asintió.
—Me encanta tu entusiasmo. ¿Te importa si pongo música? Así el viaje será más ameno.
—No hay problema.
Durante unos instantes me dediqué a contemplar el paisaje que se deslizaba veloz a través de la ventanilla mientras comenzaban a sonar unos acordes metálicos por los altavoces. Enseguida reconocí al vocalista de Coldplay y la canción: Hymn for the Weekend.
Me dejé envolver por la música y por el estampado de verdes y ocres que vestía la tierra. El color plomizo del cielo hacía destacar aún con más intensidad los colores. Casi podía oler la humedad.
—Ana me dijo que querías perfeccionar tu inglés. ¿Qué tal lo dominas?
—Si es bajito y se deja... —respondí, usando una de las célebres frases de mi madre. Clara me miró un tanto confundida. Sacudí la cabeza y sonreí—. Es una manera de decir que lo llevo fatal.
—Pero creí entender que habías estudiado...
—El grado en Estudios ingleses —admití, un tanto avergonzada—. La verdad es que lo escogí porque me encanta la literatura y porque, en realidad, pensaba que iba a ir aprendiendo y mejorando el inglés en cada curso. Bueno, digamos que no me leí bien el programa de estudios —concluí con una mueca—. Así que hablar con tus hijos me va a venir genial para empezar.
La risa de Clara se mezcló con la música del interior del coche. Me caía cada vez mejor, resultaba fácil hablar con ella. En ese momento tuve la sensación de que iba a ser un buen año.
—No te garantizo que aprendas nada útil con ellos, la verdad. De todas formas, tengo una propuesta que hacerte.
—¿De qué se trata?
—Verás, el jefe de mi marido necesita una persona que le dé clases de español a su hermano. Creo que podría ser una oportunidad para que mejores tu inglés y, además, te pagarían por ello. Por lo que sé, necesita un curso intensivo.
—Pero tus hijos...
El nudo en el estómago había vuelto.
—Contrataré otra niñera mientras tú estés ocupada. Y no te preocupes, en mi casa hay espacio suficiente para que puedas quedarte.
—Uf, me sabe mal alojarme con vosotros sin daros algo a cambio, tal vez con lo que me paguen...
—Ni se te ocurra —me interrumpió con tono decidido—. Considera tu estancia en Cornualles como una visita entre amigas, porque pronto vamos a serlo, y muy buenas.
Sí, yo también lo creía, me sentía cómoda con ella. A pesar de todo, me encontraba otra vez ante un sendero que se dividía en dos y tenía que escoger por cuál de ellos continuar.
La vida parece evaluarnos continuamente y a veces resulta difícil aprobar el examen. En mi caso, odiaba esos exámenes tipo test donde todas las respuestas se asemejaban, pero solo una era la buena; donde había que elegir entre verdadero o falso. Una mala elección y todo el esfuerzo realizado acababa en un suspenso. El problema era que, a diferencia de lo que sucedía en los estudios, la vida no siempre te ofrecía exámenes de recuperación.
La ansiedad apretó el nudo de mi estómago y el paisaje comenzó a desdibujarse. El verde ya no me pareció tan verde. Gotas de lluvia comenzaron a golpear sobre el cristal mientras Clara aguardaba una respuesta.
—Entonces, ¿lo harás?
Había esperanza en su voz, y a mí nunca se me había dado bien decir que no.
—Está bien.
—Genial. El jefe de mi marido va a estar encantado cuando lo sepa.
Sonreí sin entusiasmo. ¿Por qué no existía un manual para la toma de buenas decisiones? Algo así como ese «sigue el camino de baldosas amarillas» del Mago de Oz. Así, al menos, no había pérdida. Aunque supongo que equivocarte forma parte del vivir.
Me tragué un suspiro mientras escuchaba de fondo la conversación de Clara. Esperaba haber tomado la decisión correcta en esta ocasión.
Capítulo 2
Ralph
¿Por qué la vida tenía que ser tan complicada? Me froté la nuca para intentar aliviar la tensión que sentía en los hombros. Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra el respaldo de la silla. Amanda no dejaba de presionarme para que la acompañase a la nueva exposición de la galería Lane. Sabía lo que pretendía. Un matrimonio entre los dos sería muy conveniente, al menos en opinión de su familia. Por lo que a mí respectaba, ella era solo una amiga y no tenía intención de que fuera nada más. Tendría que volver a dejarle clara la cuestión.
Además, estaba el problema de Oliver. Mi hermano se había convertido en mi prioridad desde que mis padres decidieron vivir en Mallorca porque el clima era más benigno para la enfermedad de mi padre, alegando que nosotros ya éramos lo bastante grandes para cuidarnos solos. Sobre mis hombros había recaído entonces la responsabilidad de los negocios familiares y el cuidado de Oliver. Puede que mi hermano tuviese ya veintitrés años, pero distaba mucho de haber sentado la cabeza. No se tomaba nada en serio, y mi paciencia había llegado a su límite.
Escuché unos golpes suaves en la puerta y abandoné mis reflexiones. Tampoco iba a solucionar nada lamentándome ante mí mismo.
—¡Adelante! —Volví a coger la pluma y firmé el documento que había leído unos minutos antes. Cuando levanté la cabeza, mi secretario me tendió unos papeles.
—Los informes que me pidió del banco, milord.
—Gracias, Alfred. ¿Puedes decirle a mi hermano que venga, por favor?
—Me parece que no se ha levantado todavía, milord —me informó con un tono desprovisto de emoción, aunque en sus ojos grises había un brillo de compasión, no sabía bien si era por mí o por Oliver.
Miré la hora en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea del despacho y apreté los dientes. Controlé la rabia que me asaltó. Quería a Oliver, pero él y yo veíamos la vida de un modo distinto. Mientras que yo tenía mi propio estudio de arquitectos, dirigía la empresa de construcción familiar y gestionaba las tierras que poseíamos, él se dedicaba a malgastar el dinero de la familia.
—¿A qué hora es la reunión con la junta directiva?
—A las dos.
—Bien —respondí al tiempo que me levantaba. Iría yo mismo a sacarlo de la cama, aunque fuese a rastras—. ¿Qué hay de lo que me dijiste sobre la profesora de Español, Alfred?
—Clara ha ido esta mañana a recogerla. Deben estar de camino hacia aquí. —Sacó su móvil del bolsillo y le echó un vistazo—. Me acaba de mandar un mensaje. Parece que la joven ha aceptado.
—Perfecto. Dile a tu esposa que necesito que comience lo antes posible. Que la traiga en cuanto pueda para conocerla y presentarle a Oliver. ¡Ah!, y no te olvides de preparar los documentos para la junta —le recordé antes de salir del despacho.
La reunión iba a ser un dolor de cabeza y una verdadera batalla campal. La mayor fracción de los socios que formaban parte de la empresa constructora tenían edad para ser mis abuelos, por lo que no aceptaban demasiado bien los cambios que deseaba implantar: edificios más modernos, eficientes y sostenibles, en lugar de las antiguas mansiones que proclamaban la gloria de Inglaterra a la que esos viejos lores querían aferrarse. Pero los tiempos habían cambiado y ellos debían hacerlo también. Esperaba poder convencerlos en esa junta.
Subí las lustrosas escaleras de madera. El pasamanos había sido pulido recientemente y desprendía un olor a cera que me trasladó a mi niñez. La mansión familiar era uno de esos edificios de estilo victoriano de tres plantas, construido en piedra, con tejados de pizarra negra y rodeada de jardines. El interior conservaba los revestimientos de madera tallada de las paredes, aunque yo mismo me había encargado de modernizar las diferentes estancias.
Llegué al segundo piso y me dirigí por el pasillo hacia los dormitorios. Abrí la puerta del de Oliver sin ningún miramiento. La estancia se hallaba en penumbra y el olor a cerrado me hizo arrugar la nariz. Cuando me acostumbré a la oscuridad, crucé la habitación, descorrí las cortinas para permitir que la luz entrara a raudales, y abrí la ventana.
—Saca tu culo de esa cama, Oliver —le espeté de mal humor. Mi mirada se dirigió hacia el bulto que se ocultaba bajo la colcha y que se removió con un gruñido.
—Déjame en paz —balbuceó, arrastrando las palabras—. Quiero dormir.
Con un par de zancadas llegué hasta él y retiré de un tirón la manta para sacarlo de su cálido refugio. Mi hermano estaba hecho un ovillo y completamente desnudo.
—Por Dios, Oliver, deberías usar al menos calzoncillos.
Él se sentó en la cama, con el cabello rubio revuelto y los ojos somnolientos.
—¿Por qué? —me preguntó, al tiempo que ahogaba un bostezo.
Le arrojé la manta de nuevo para dejar de ver su desnudez.
—Porque das grima —gruñí—. No me extraña que Alfred me haya pedido un aumento de sueldo por venir a sacarte de la cama si se encuentra con semejante espectáculo cada mañana.
—Pues Daisy no se queja cuando me despierta. —Una sonrisa aniñada y pícara curvó sus labios.
Puse los ojos en blanco y ahogué un suspiro de frustración. Oliver había llamado a su perra con el nombre de una de las doncellas de la casa, solo por molestar a la muchacha cada vez que llamaba al animal. Estaba seguro de que su afirmación solo iba encaminada a confundirme, aunque resultaba difícil enfadarse con él. Era un joven alegre, despreocupado y vivaz, además, tenía un corazón de oro. El problema residía en que tenía que dejar de vivir en un mundo de sueños para enfrentarse a la realidad.
—Te espero dentro de diez minutos en mi despacho.
Oliver se dejó caer otra vez sobre la cama y se cubrió los ojos con un brazo.
—¿Tienes que darme otro sermón tan temprano? —Se quejó con voz lastimera.
Lo ignoré y salí de la habitación.
—Diez minutos, ni uno más —señalé ya desde el pasillo.
—¡Quince! —le oí gritar—, a menos que quieras que tu despacho huela a mofeta.
Bajé y me senté a revisar los documentos que Alfred había dejado sobre mi escritorio, seguro de que los quince minutos se convertirían en treinta. No me equivoqué. Cuarenta minutos más tarde, Oliver entró aseado, con las ondas de su rubio cabello bien peinadas y vestido de manera informal. A pesar de lo cual, seguía pareciendo un granuja.
—Siéntate.
—¿No vas a ofrecerme de desayunar?
Mi boca se torció en una mueca.
—Estoy seguro de que ya has dado buena cuenta de lo que te ha preparado la señora Harmond.
Mi hermano se reclinó contra el respaldo de la silla y sonrió satisfecho.
—Pero no es suficiente, aún estoy en edad de crecer.
Bufé, para no soltar una carcajada. Me llevaba cinco años con Oliver. Siempre había sido un niño adorable que me seguía a todas partes. Sus inocentes travesuras me hacían reír, al igual que su comportamiento lenguaraz, como en aquel instante. Sin embargo, era momento de ayudarlo a crecer y a volar solo. Los Marston no vivían de la ociosidad, ni siquiera yo mismo, a pesar de ostentar el título de marqués.
Observé a mi hermano con atención, preguntándome por qué parecía empeñado en llevar aquella vida vacía y carente de sentido. Nunca había sido una persona superficial, más bien todo lo contrario. Ambos nos parecíamos bastante: altos, cabello ondulado de color rubio, mandíbula cuadrada, espaldas anchas... Solo cambiaba el color de los ojos. Mientras que los míos lucían de un azul aguamarina, los de Oliver asemejaban a un prado húmedo. De carácter, los dos éramos reflexivos, aunque yo tendía a ser más serio e introvertido y Oliver más sociable y alegre. Además, mi hermano poseía muchos talentos. ¿Por qué entonces desperdiciaba su vida?
—Siempre me has parecido muy guapo —lo oí decir con tono risueño—, pero contemplar tu rostro durante horas no es mi idea de pasar una mañana divertida.
—No estamos aquí para que te diviertas —lo reprendí.
Oliver dejó escapar un suspiro.
—Ya me lo suponía. ¿Qué va a ser esta vez?
Me arrellané en mi sillón y entrelacé los dedos sobre mi estómago mientras lo observaba con gesto serio.
—No voy a prohibirte que asistas a todas esas fiestas a las que pareces haberles cogido el gusto —señalé con una mueca—, ni que salgas con tus amigos.
—Vaya, esto es interesante. —Se inclinó hacia delante. Apoyó un codo sobre mi escritorio y comenzó a juguetear con uno de los bolígrafos que tenía allí para firmar documentos—. ¿Dónde está la trampa?
—A partir de ahora vas a ocuparte de atender a nuestros socios españoles —le informé. Estudié su rostro con atención. Lejos de parecer fastidiado o molesto, se veía más bien decepcionado. No comprendí por qué—. Dirigirás la parte comercial de nuestra empresa y asistirás a las reuniones con ellos.
—Y si no quiero hacerlo, entonces, ¿qué? ¿No me dejarás salir con mis amigos?
Apreté los labios ante su tono burlón, aunque estaba seguro de que lo estaba haciendo a propósito, solo para molestarme. Sacudí la cabeza.
—Te retiraré tu asignación.
—¡¿Qué?! ¡No puedes hacerme eso!
Por fin le había arrancado una reacción. Me tragué un suspiro de alivio. Llevaba dos años viendo cómo se volvía indiferente frente a todo, usando las fiestas, las borracheras y las apuestas como una máscara, un muro que había levantado para defenderse, aunque no sabía bien de qué. ¿Qué era lo que pretendía esconder Oliver?
—Puedo y lo haré.
—Sabes que no hablo español.
Lo había dicho como si estuviese jugando la carta del triunfo.
—Por eso he contratado a una profesora —le aseguré con calma—. Recibirás un curso intensivo. Rose te puede informar sobre la situación con las empresas españolas.
—¿Quién es Rose?
Me apreté el puente de la nariz entre irritado y divertido.
—Es la secretaria general de la empresa, lleva casi treinta años con nosotros —suspiré.
Oliver se encogió de hombros con displicencia.
—No me has dejado opciones, ¿eh?
—Esta vez no, es hora de que asumas responsabilidades.
Lo vi echar la cabeza hacia atrás, recostándola contra el respaldo de la silla. Su garganta tragó de forma convulsiva. ¿Acaso eran lágrimas? Abrí la boca para decir algo, pero la cerré de inmediato. No podía dar marcha atrás ahora. Lo hacía por su bien. No estaba dispuesto a dejar que desperdiciara más su vida.
—¿Hay algo más que quieras decirme, hermano? Si no es así —se levantó con movimientos perezosos y elegantes—, te dejo para que sigas trabajando, al fin y al cabo eso es lo más importante para ti. ¡Ah!, y como podrás imaginar, esta noche saldré de fiesta, para celebrar mi nuevo nombramiento, por supuesto. —Esbozó una sonrisa que, sin embargo, no alcanzó sus ojos verdes, y que a mí me rompió por dentro.
Me quedé contemplando, abstraído, la puerta de madera tras la que había desaparecido. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en las manos. ¿Qué era lo que estaba haciendo mal? No soportaba ver a Oliver destruirse. El camino que había elegido podía conducirlo al alcoholismo o a las drogas. No iba a permitirlo, pero tampoco sabía cómo borrar la tristeza que inundaba su mirada. Quizá debería intentar sentarme con él y hablar de lo que fuera que parecía estar ahogándolo. ¿Cuánto hacía que no charlaba de igual a igual, como amigos, en vez de conversar con él como el hermano mayor y responsable que era?
Alcé la cabeza y eché un vistazo a mi atestado escritorio, lleno de papeles y documentos para leer y firmar. ¿De verdad solo sabía trabajar? Sacudí la cabeza. No, también intentaba divertirme de vez en cuando. Una mueca de pesar se insinuó en mis labios. Mis formas de diversión se reducían a jugar algún que otro partido de polo, salir a cabalgar por las mañanas —algo que cada vez hacía menos, puesto que casi siempre tenía reuniones de trabajo— y acompañar a Amanda a exposiciones. Ya ni siquiera solía aparecer por el estudio de arquitectura, dejándole casi todos los asuntos a mi socio, y no digamos ya coger un lápiz. Hacía demasiado tiempo que no dibujaba nada, ni un mísero boceto.
—¡Adelante! —respondí cuando escuché la llamada a la puerta. Exhalé un suspiro cansado. Ante la disección que acababa de hacer de mi vida, esta me pareció de un patetismo supino.
—Milord. Estos son los últimos contratos firmados. —Mi secretario dejó sobre la mesa una carpeta—. Ha llamado la señorita Rodd, quería saber a qué hora pasará a buscarla para ir a la exposición de la galería Lane.
—Dime, Alfred, ¿crees que lo estoy haciendo mal?
—Disculpe, milord, ¿a qué se refiere?
Me miraba con la misma inquietud que si me hubiesen asaltado unas fiebres y estuviese a punto de colapsar. Tal vez mi cerebro iba a hacerlo pronto, uno de esos días, o quizá lo hiciera antes mi corazón. Desde que mis padres me dejaron a cargo de todo, me sentía vacío por dentro, sin importar cuán ocupado estuviese.
—Es igual, no es nada. No hace falta que te preocupes.
—Si usted lo dice, milord.
El tono de mi secretario me hizo reflexionar. Quizá debía tomarme unas vacaciones. Miré la cantidad de papeles apilados a ambos lados del escritorio y suspiré. Tendría que ser en otro momento.
—Ya he informado a Oliver de que recibirá clases de español. ¿Sabes cuándo podrá venir esa profesora?
—Mi esposa me ha dicho que la señorita Arias podría empezar mañana mismo, si le parece bien a usted —comentó. Luego frunció el ceño, pensativo—. Me temo que mis horarios son demasiado intempestivos como para hacer que la señorita me acompañe, pero si toma el autobús estará aquí en veinte minutos.
Alfred vivía en Truro y conducía todos los días los casi quince kilómetros que lo separaban de Marston House, la mansión familiar, situada en Grampound Road. Llegaba cada mañana a las seis en punto. No, aquello no funcionaría. Oliver jamás estaría en pie a esas horas y, por lo que mis padres me habían contado de la preferencia de los españoles por la vida nocturna, sería un inconveniente para la profesora levantarse tan temprano.
—Podría pedirle a Edmund que fuese a recogerla —señalé, pensando en voz alta—, aunque quizá lo mejor sería que viviera aquí mientras imparte las clases. Edmund tiene recados que hacer y no siempre va a estar disponible. Además, tenemos habitaciones de sobra en la mansión. ¿Qué opinas?
—Habrá que preguntarle a la señorita Arias, ¿no cree, milord?
—Sí, claro, tienes razón. Mañana hablaré con ella sobre esto. ¿Podría recogerla Edmund a las nueve?
—¿Qué le parece a las diez y media, milord? Teniendo en cuenta que acaba de llegar, necesitará un poco de tiempo para adaptarse, y usted se encuentra libre en ese horario.
Asentí para mostrar mi acuerdo, aunque no pude dejar de preguntarme si yo era tan inflexible y poco comprensivo como había sonado. Tal vez no solo Oliver había cambiado, también lo había hecho yo, sin darme cuenta.
Capítulo 3
Malena
Tenía la sensación de que me había pasado un tren por encima. Odiaba madrugar. Cuando me levantaba temprano, la mitad de las veces con suerte me funcionaba una parte del cerebro.
Apagué la alarma del móvil y bostecé. Había dormido poco. Al cansancio del viaje en avión y luego el largo trayecto en coche hasta Truro, la capital de Cornualles, se había sumado el acomodarse en el alojamiento, una pequeña visita a los alrededores de la casa de Clara y Alfred —al que había conocido durante la cena—, un par de jugadas a las escondidas y una llamada de mi madre que se había alargado hasta bien entrada la noche. Tenía tres hermanas más, yo era la segunda de las cuatro, y todas y cada una habían sentido la necesidad de ponerse al teléfono y preguntarme una y otra vez cómo me iba, a lo que había tenido que contestar —también un