Eterna tentación (Trilogía Tentación 1)

J. Kenner

Fragmento

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1

El viento me azota la cara y la brillante luz del sol me ciega mientras vuelo por la larga carretera de Sunset Canyon a más de ciento sesenta kilómetros por hora.

El corazón me late con fuerza y me sudan las manos, pero no por la velocidad. Al contrario, es lo que necesito. La adrenalina. La emoción. Lo anhelo como una yonqui, y me afecta como a un niño un subidón de azúcar.

La verdad, me está costando la vida no llevar al límite mi Shelby Cobra de 1965 y acelerar al máximo.

Aunque no puedo. Hoy no. Aquí no.

No cuando acabo de llegar y mi bienvenida ha hecho que tenga un millón de mariposas revoloteando en el estómago. No cuando cada curva de la carretera me provoca recuerdos tristes que me dejan un nudo en la garganta y me revuelven las tripas por los nervios.

«Mierda».

Coloco una mano en la palanca de cambios, piso el freno a fondo y pongo el punto muerto a la vez que doy un volantazo a la izquierda. Las ruedas chirrían cuando hago un giro de ciento ochenta grados en el carril contrario, mientras la parte trasera del coche derrapa a un lado antes de detenerse en el ensanchamiento de la carretera. Respiro con dificultad, y creo que Shelby también. Para mí es más que un coche; es mi amiga de toda la vida, y no suelo tratarla tan mal.

Ahora, en cambio…

En fin, ahora está muy cerca del borde del barranco, con el lado del acompañante paralelo a un abismo desde el que se aprecia una panorámica de la distante costa. Por no mencionar la impresionante vista del pequeño centro de la ciudad que hay más abajo.

Pongo el freno de mano mientras el corazón me late en la garganta. Y, cuando estoy segura de que no voy a caerme por el barranco, paro el motor de Shelby, me seco las sudorosas palmas de las manos en los vaqueros y dejo que mi cuerpo se relaje.

«En fin, hola a ti también, Laguna Cortez».

Suspiro y me quito la gorra, dejo que la oscura melena ondulada me enmarque la cara y me roce los hombros.

—Contrólate, Ellie —susurro antes de tomar una honda bocanada de aire, no tanto para insuflarme valor, porque esa ciudad no me da miedo, sino para hacer acopio de ánimo.

Laguna Cortez me ganó la partida en una ocasión, y voy a necesitar todas mis fuerzas para pasear de nuevo por sus calles.

Vuelvo a inspirar profundamente y salgo del coche. Me acerco al borde del ensanchamiento. No hay quitamiedos y, cuando me asomo, tierra y piedrecitas caen ladera abajo.

Bajo mis pies, veo las rocas irregulares que surgen de las paredes del cañón. Más abajo, los pronunciados ángulos dan paso a laderas suaves, con casas de todas las formas y tamaños diseminadas entre las rocas y los arbustos. Los tejados de las viviendas van siguiendo el trazado serpenteante de la carretera que conduce al barrio de las Artes. Es una zona encajada en el valle formado por las colinas y los cañones, que da a la playa más amplia de la ciudad y atrae a un flujo constante de turistas y lugareños.

En cuanto a la población general, Laguna Cortez es una de las joyas de la costa del Pacífico. Una ciudad tranquila con algo menos de sesenta mil habitantes y kilómetros de arenosas y rocosas playas.

Mucha gente daría el brazo derecho por vivir aquí.

Para mí, es el infierno.

Es el lugar donde perdí el corazón y la virginidad. Además de a todos mis seres queridos. Mis padres. Mi tío.

Y Alex.

El chico del que me enamoré. El hombre que me destrozó.

Ni uno de ellos sigue aquí. Toda mi familia ha muerto. Y hace mucho que Alex se fue.

Yo también hui, desesperada por escapar del pesado sentimiento de pérdida y del dolor de la traición. Me juré que nunca volvería.

Si de mí dependiera, nada me habría hecho volver.

Sin embargo, han pasado diez años y aquí estoy de nuevo, de vuelta en el infierno por culpa de los fantasmas de mi pasado.

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2

Conocí a Alex Leto en mi decimosexto cumpleaños, y algo cobró vida en mi interior la primera vez que lo vi. Algo parecido a la felicidad, pero más complejo. Optimismo, tal vez, pero mezclado con arcoíris y unicornios.

El día empezó plomizo y feo, con tormentas al alba que se apalancaron sobre mi casa, extendieron sus brazos gris oscuro y trajeron consigo viento y lluvia desde el amanecer hasta la noche. Seis de mis diez invitadas llamaron para avisar de que no vendrían, pero yo ya tenía claro que la fiesta sería un desastre antes de que comenzara.

Debería haberlo previsto. Tal vez no un temporal, pero sí cualquier otra cosa. Al fin y al cabo, yo no era la más afortunada de las niñas. De entrada, era huérfana de madre.

Cumplí cuatro años el día siguiente de su muerte, y, aunque le decía a mi padre que la recordaba, para cuando tuve diez ya era mentira.

Mi tío materno, Peter, trasladó su inmobiliaria a Laguna Cortez después de que ella muriera. Mi padre no podía permitirse el lujo de contratar a alguien que lo ayudara y, como jefe de policía, tenía un horario errático. Mi padre y yo vivíamos en las colinas, pero casi todos los días me iba a la enorme y luminosa casa de la playa de mi tío Peter al salir del colegio.

Era una casa impresionante, pero detestaba pasar tanto tiempo lejos de mi padre. Quizá una parte de mí intuía lo que se avecinaba. No lo sé. Lo único que tengo claro es que lo quería cerca de mí para asegurarme de que estaba a salvo.

Sin embargo, lo que queremos no importa. Así funcionan las cosas. Los deseos son ridículos, y el destino es un hijo de su madre. El verano que cumplí trece años aprendí esa lección.

Fue cuando un asesino mató a mi padre de un disparo y después se suicidó. La gente intentó consolarme recordándome que mi padre había muerto mientras llevaba a cabo el trabajo que adoraba. Pero poco me ayudó. Mi padre seguía muerto, y a mí me parecía horrible y muy doloroso.

Después de aquello, mi vida se desestabilizó todavía más. Me mudé con el tío Peter, y todas mis amigas me consideraron muy afortunada, porque en Laguna Cortez no hay muchas casas en primera línea de playa.

Aunque no lo era. No era afortunada, ni mucho menos.

Al final acabé acostumbrándome a mi nueva normalidad. De repente, por las noches descubría que había pasado el día muy contenta y me odiaba por ello, porque ¿cómo podía estar alegre cuando mis padres habían muerto de formas tan espantosas?

De ahí que no me sorprendiera la llegada de las tormentas el día de mi cumpleaños, porque la vida siempre se acerca sigilosamente y te muerde.

Sin embargo, aunque solo vinieron unas cuantas amigas, nos divertimos. En vez de celebrarlo en la playa, nos acomodamos en el salón de la planta superior para ver películas. Cuando Brandy y yo bajamos para preguntarle a mi tío si mi pizzería preferida haría reparto a domicilio durante la tormenta, allí estaba él.

Alex era unos años mayor que yo, alto y delgado, de pelo rubio y cortado casi al rape; la cara, sin asomo de barba, conservaba todavía la redondez infantil pero con

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